Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
Quiere ofrecer reflexiones, opiniones y lecturas a personas atentas a la vida del espíritu y de la cultura.

martes, 26 de julio de 2016

La aventura prófuga de Ander Mayora.



Interior,
Anselm Kiefer (1981)


Que un libro como La clemencia del tiempo (Sevilla, 2015) de Ander Mayora (1978) no haya suscitado apenas ninguna reacción en nuestro panorama cultural es un síntoma de que ha cumplido su finalidad: la de un pensar sin concesiones que hoy en día ni se acepta ni se rechaza; se ignora. En lugar de ser una terrible condena, esta actitud reconoce, inconsciente, el imperturbable y derrotado triunfo del que nace un volumen tan singular como éste. 


Como al autor la expresión “escritor privado” le parece un contrasentido, por unas razones tan paradójicas como implacables que me gustaría trazar, Cavalcanti se siente en la obligación de dejar constancia, de sellar, el testimonio de esta escritura incómoda y sólo en apariencia autotélica.

Discípulo epigonal de Léon Bloy, creo que, en el reino de Dios, a diferencia de en este mundo, veremos lo Visible a través de lo Invisible. El libro de Mayora es, por tanto, una invitación y una provocación: “Lo que anhelo es vivir un viaje, pero un viaje sin moverme del sitio. Una aventura invisible”. Desde aquel lugar donde nuestras topografías colisionan mantengo el diálogo con un libro que, sorpresivamente, el autor me hizo llegar hace unas semanas. Cavalcanti debate desde una distancia escatológica con Mayora, en las ruinas que sus páginas esbozan apocalípticas.

La clemencia del tiempo pertenece al género tan actual de los aforismos. Pero, como quiere el autor, el suyo refleja un reaccionarismo a la vez antimoderno y nihilista que lo hace inactual, porque huye, quebranta, las leyes vacías de una sociedad espec(tac)ular. Mayora es un prófugo de la nada que organiza sus aforismos con las dovelas esparcidas de un arco perdido. Puesto que “la lucidez impide la novela”, “desde el acantilado de la novela, me he precipitado a las rocas del fragmento. Más cerca, sin duda, del mar”. Su reflexión no se adensa, pues, entre unos y otros aforismos, sino en la impotencia de un decir arrancado del ser. Sus siete partes deconstruyen, con una rigurosa coherencia, las intuiciones que han demolido un orden del que quedan sus restos, no su sentido.

Mayora, ideonauta y flanêur, habla una y otra vez desde la realidad histórica y social de «la muerte de Dios». Se declara escéptico en no pocas ocasiones. Esa definición es implacable y contumaz, en absoluto condescendiente: “Nuestra arma será el escepticismo, el vitriolo de nuestra mirada más desencantada. Nuestro objetivo, una nueva luz”. Si “toda escritura no es sino testamento”, Mayora se asoma a la retirada de la presencia cuyo correlato moral es una fe que falta. No me refiero a que falte la fe, sino a que ella misma falta por lo que el autor la explora allí donde, de una manera más punzante y real, se revela su ausencia: “Expulsado de la fe, transito por la ciudad de los espejismos”.

Podría trazarse una filiación de los aforismos de Mayora con Lichtenberg y, de un modo más evidente, con Cioran, sobre todo por el tema recurrente del suicidio, que une la explosión de las identidades con los simulacros del progreso que Occidente ha convertido en un ídolo. A éste sólo de una manera superficial, podría calificársele de anticrístico, aunque sea un término que corresponda a la conciencia aguda de los imperceptibles terremotos y meteoritos que anuncian, en su inminencia, el fin de los tiempos.

Mayora es, pues, un desaforado romántico; por eso, es un reaccionario de ley, de la ley abolida. Me atrevería añadir que con un punto surrealista, de certera alucinación nietzscheana. Desespera del azar convertido en providencia mercadotécnica de esta civilización enferma de su salud que no deja de conducir, al fin de sus caminos globales, a la nada. Su apocalíptico nihilismo confía en el resplandor del pasado como el katéjon inmanente que guarde la huella -oh, eterno retorno- que nos devuelva al origen: “Así como en la Expulsión, la estirpe dejó atrás el resplandor de la espada flameante que guarda el Árbol de la Vida, así el fulgor de esta misma espada servirá de guía para el regreso al Paraíso”. Estoy convencido de que este aforismo arrasaría de lágrimas las mejillas de Léon Bloy.

Pero Bloy seguiría esperando a los cosacos y al Espíritu Santo. Y Cavalcanti le guarda la espera.  He aquí su desacuerdo de fondo con Mayora para quien la esperanza, como esencia de la religión, organiza la escatología en cualquiera de sus formas para tomar las almas como rehenes, “apretando los corazones en su puño y engordando la esperanza, gota a gota, siglo a siglo, como en una sala de espera universal”.  Tal vez, más que antimoderno, debo de ser premoderno, pues todavía y ya en la liturgia, que es la manifestación anticipada de la realidad escatológica, encuentro la respuesta a la ansiedad temporal de un presente que, evaporado, contempla vacío el futuro. Con el salmista repito: “Vale más un día en tus atrios que mil en mi casa” (Sal. 84, 11). Desespero de lo esperable para esperar lo inesperable, lo cancelado de este tiempo que es su fuga trascendente, eterna.

Mayora, inspirándose en el Quohélet, sentencia: “El simple hecho de existir es vanidad de vanidades. Propongo una cosa: el suicidio colectivo en pos de la humildad”. Kenótico, medito este pasaje de san Bernardo que en latín es de una concisión novísima: “Unidos en la alabanza a los celestiales cantores, como conciudadanos de los consagrados y familia de Dios, salmodiad sabiamente. Como un manjar para boca, así de sabroso es el Salmo para el corazón” (Sermón 7, 5, In Cant.). Por citar la extrema brevedad de Mayora: “No avanzar, sino ahondar”. En el monasterio, recorrer, flanêur, sus claustros. Él lo sabe, escéptico: “Tras el ecuador del desastre, ya todo es ascensión. Sin embargo, ¿habremos dejado atrás el punto crítico de nuestra disolución interior?”.  No, para poder recibir la ascensión.

“Con el progreso, el mundo comienza a prosperar y se especializa en el suicidio”.
“«Dios ha muerto», nuestro mundo es la germinación post-mortem de su cadáver. De él han brotado las larvas innumerables que alimentan nuestra alma huérfana: aromaterapias, ayurvedas, libertad, coachings, meditaciones, yogas, comunismo, zen… No son sino gusanos de autoayuda, remedos de una salvación temporal a la carta en virtud de un ego suspendido en su abismo de intrascendencia”.
“En la manera en cómo la realidad refuta a los pensadores, a los filósofos y a los así llamados profesionales de la palabra, es donde encuentro yo, simple flâneur de la palabra, el impulso que me mueve a pensar”.
“No ejercicios de estilo, sino tránsito por los estilos. No instalarse en una gramática, sino pasearse las intensidades. No una corriente de palabras, sino un puzzle en pos de los significados”.
“La conciencia es como el súbito resplandor del rayo en la noche, iluminando la oscuridad. Y la alegría es el rayo mismo, destruyendo las tinieblas”.
“En contraste con el desastre inevitable en que aparece el futuro, el pasado es todavía el único lugar donde aún se puede vivir”.
“Quizás la literatura sea sólo un sistema de tumbas”.
“La vida no es un error, pero nuestro transitar por ella es siempre una equivocación”.
“La palabra como plenitud. Existe una relación silenciosa entre vida y escritura. Y lo fragmentario es el ejemplo máximo de esa relación: los espacios en blanco son fallas inertes, oquedades de mi tiempo, mientras que los trazos de tinta encarnan en la página el ser que he vivido”.
“Mis tentativas de novela no son más que simples fracasos por perpetuarme en una historia. Sin historias que contar, me sirvo y me basto con los fragmentos de una aventura íntima”.

(Ander Mayora, La clemencia del tiempo)

La aventura íntima de esta fuga está surcada con trazos de tinta en el olvido de sus lectores. No cabe sino recordarlos.


2 comentarios:

  1. Gracias, Guido, por tus palabras y tu tiempo dedicados al libro.
    Creo que somos simples peregrinos que, extraviados, internados en el desierto, hemos de volver sobre nuestros pasos para recuperar el sendero que nos devuelva al camino cierto.
    A lo lejos puedo divisar tu antorcha.
    Un abrazo,
    Ander

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    1. ¿Y si el desierto es el lugar del encuentro más radical y cierto?

      Gracias a ti, por un libro tan exigente y que obliga, clemente, a incomodar algunas certezas.

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