Parody of Raphael's School of Athens, Joshua Reynolds (1750-51) |
Aunque confieso no haber leído la Tetralogía de la Ejemplaridad de Javier Gomá (1965), sólo por el título no he podido resistir la
tentación de adquirir su último volumen Filosofía mundana (Barcelona, 2016). Aunque casi todos los “microensayos” que lo componen habían sido recogidos previamente en Todo a mil (2012) y Razón: portería (2014),
al completarlos ahora con unos cuantos más, su autor explícitamente da por cerrada una etapa mediante “un acto de desasimiento destinado a encarar durante una temporada un horizonte sin libros ni artículos en el telar y volver a escuchar demoradamente el rumor del corazón. A ver qué dice”. Una frase como ésta, de una cursilería superior, me empuja a redactar estas notas apresuradas, tal vez frívolas, sobre una filosofía tan vistosa.
al completarlos ahora con unos cuantos más, su autor explícitamente da por cerrada una etapa mediante “un acto de desasimiento destinado a encarar durante una temporada un horizonte sin libros ni artículos en el telar y volver a escuchar demoradamente el rumor del corazón. A ver qué dice”. Una frase como ésta, de una cursilería superior, me empuja a redactar estas notas apresuradas, tal vez frívolas, sobre una filosofía tan vistosa.
La verdad es que he sonreído a menudo leyendo estos ensayos
breves, de origen periodístico, cuyo rasgo genérico distintivo, si hacemos caso
al autor, es “un cierto aire mundano” porque versan sobre el mundo, en el sentido de que plantean “cuestiones
permanentes de la existencia humana”, porque se quieren para todo el mundo, de manera que logre “purificar los conceptos
para que la tribu conozca el placer de ser contemporáneo” y porque procuran
comunicarse “con un poco de mundo,
esto es, con estilo, gusto y buen sentido, como ese elegante hombre de mundo que se conduce con
desenvoltura en sociedad y domina el arte de deleitar, intrigar y conmover con
sus razones a una audiencia agradecida”.
No se puede negar que ante un preámbulo así uno no puede
enfrentarse a estos textos con gravedad y seriedad. Están pidiendo amablemente
que se los tome con ligereza y humor. Con unas risas elegantes. El lector sabe de entrada que se encuentra ante una
filosofía cheeky: chic a pizcas, con un aire de jovial
descaro.
A mí me ha interesado, por deformación literaria, sus textos sobre asuntos estéticos, en especial los
agrupados en el apartado “Belleza y arte en la era de la ejemplaridad” y “Palabra
dicha, palabra escrita”. Sería fácil –y por eso lo hago- definir
metafóricamente a Gomá como un Ortega pop
y democrático, que desea evitar los riesgos aristocráticos y liberales del
autor de Goethe desde dentro (1932).
Frente a la élite elogiada por Ortega que habría de gobernar
a las masas rebeldes, Gomá prefiere una mayoría selecta que vendría a
representar el pretendido desclasamiento feliz de nuestra sociedad posmoderna.
Pese a todo, puede que la diferencia sea cuantitativa, pero no necesariamente
cualitativa. En ambas latiría un mismo sentimiento estético de la vida,
epicúreo en cierto modo, cuyo deseo, tan apolíneo, Gomá se ve impelido tanto a (re)modelar
como a reprimir.
No es casual que, como Ortega, Gomá sienta verdadera
aversión, educada, por el Romanticismo.
A su modo, ligeramente habermasiano, también busca proyectar los modelos ilustrados de una sociedad pacífica y de
bienestar. De todos modos, en su ejemplaridad
vibra con los acordes de otra restauración
política, social y económica, dos conceptos claves del vitalismo orteguiano:
misión y destino (aunque Gomá, siempre moderado, prefiere sustituir este último
término por visión), que exigen del
individuo, a la manera liberal, asumir la responsabilidad de sus propios actos,
entendidos en el sentido de sus éxitos y de sus fracasos. La vocación literaria, de la que la filosófica es
para Gomá una variante, se convierte implícitamente en un campo de pruebas
decisivo de esta interpretación “mundana” de la modernidad.
Decía al principio que no he leído la tetralogía de Gomá,
tal vez porque me resisto a la palabra ejemplar.
Un hombre ejemplar, como un niño modélico, suscitan en mí la idea de una
afectada naturalidad. Con unas gotas de cortesía
renacentista y de kantiana urbanidad palaciega,
la práctica de la virtud que manifiestan ambos tipos me parece que desdibuja lo
cristiano en lo griego y viceversa, como si esa hipocresía, ese responder con una máscara siempre a flor de fiel,
epidérmica, fuese la condición necesaria, descargada de todo énfasis excesivo, para
garantizar la convivencia moderna. ¿No podría acaso considerarse la
ejemplaridad, consciente de la medida de este
mundo, como una santidad civilizada?
Mejor que exclamar, entre escamado y admirado, “¡Qué hombre tan santo!”, sería
pronunciar, sin excesos, “¡qué hombre tan ejemplar!”.
El porte y el temple de esta ejemplaridad requieren, sin duda, una poética, que no es simplemente
un disfraz sino la proyección de una figura que, por encima de todo, se
distingue en (y no por) su medianía. Coherente, Gomá
reclama la vuelta de la novela de
formación como género poético actual. Liberado a su juicio del peso atroz
de la subjetividad romántica, es preciso que el ciudadano consumidor sea capaz
de articular su biografía pret-à-porter en
el conjunto de una sociedad que se construye bajo el peso de cargas
compartidas. Se trata de alcanzar una belleza civilizada, confortable, elegante.
En consecuencia, la misión misma del artista debe ser
repensada para conjurar los peligros de la manía
poética. En la condensación de energías que exige la vocación artística, obligando
a una atención y dedicación, en el fondo monstruosas para Gomá, a la epifanía que se les revela, el literato y el filósofo deben arrancarse
tan pronto como les sea posible de la experiencia numinosa. Como se menciona en el caso de Moisés y Hesíodo, dado que ésta acontece normalmente
a personas trashumantes, nómadas, exiliadas
de las ocupaciones “más prácticas” (sic) de la vida, los artistas deben calmarla -justificarla- entregándose a la creación
socializadora de su obra (sería fascinante psicoanalizar los indicios ocultados sobre el “liderazgo” de Moisés).
Da como la impresión de que lo santo/lo sagrado debe ser adaptado –democratizado, ejemplarizado- para vertebrar mejor nuestra existencia colectiva, siempre en el marco de una secularidad satisfecha que no renuncia a nada pero que mantiene a raya, en público, cualquier exceso de trascendencia -que en modo alguno es negada- en aras de una civilizada vida política en común.
Da como la impresión de que lo santo/lo sagrado debe ser adaptado –democratizado, ejemplarizado- para vertebrar mejor nuestra existencia colectiva, siempre en el marco de una secularidad satisfecha que no renuncia a nada pero que mantiene a raya, en público, cualquier exceso de trascendencia -que en modo alguno es negada- en aras de una civilizada vida política en común.
“En esto se observa hasta qué punto constituye un error y un monumental malentendido de la verdadera esencia de la vocación literaria esa propensión romántica a enaltecer la originalidad y la excentricidad del artista, en suma, su vida como radical anomalía, porque siendo ya la vocación la más extremosa de las anomalías vitales, la tarea del artista genuino no consiste en alentar una pulsión que de suyo es bárbara e imparablemente expansiva sino, por el contrario, en arreglárselas de alguna manera para, en expresión de Thomas Mann, mantener los perros en el sótano y no permitir que se enseñoreen de la casa entera. El artista no necesita ayuda para inflamar todavía más el incendio íntimo que le consume sino para frenar su onda abrasiva, templarla y mantenerla en unas proporciones humanamente vivibles y civilizadas”.
(Javier Gomá, “¿Qué es la vocación literaria?”)
En el monasterio con aires de bazar infantil en que vivo quisiera poder seguir abrasando mi rutinaria escritura en el incendio de alguna palabra santa, no por anomalía
vital sino por una desproporcionada sed de plenitud anticipada. Que no sea de este mundo la consuela y la redime, la lanza más allá de sí misma, tan poco ejemplar. No se conforma con menos.
¿Seré un envidioso? Me miro en el "ejemplo" de Léon Bloy, el mendigo ingrato, y el espejo me devuelve la imagen de Javier Gomá como el "discípulo" de Paul Bourget...
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarLe agradezco su comentario, que no tengo reparos en admitir que da en el clavo aunque por razones no exactamente coincidentes con las mías. De entrada, toda reseña, elogiosa o crítica, es frívola en cuanto la obra siempre está por encima del crítico, por esfuerzo y por visión. Además, como usted mismo señala, no tengo empacho en preguntarme si estas líneas son frívolas e incluso envidiosas. Reconoce que mi crítica es de buen tono y, hasta donde alcanzo, que será poco, ante la grandeza del autor que se encarga de recordarme, la pretendo argumentada.
EliminarDe acuerdo con el planteamiento de Javier Gomá, creo que puedo considerarme de esa mayoría selecta a la que dirige sus obras, de la que estoy seguro que no exige unanimidad. Admiro su obra, pero discrepo de sus planteamientos, lo que no tiene otro valor que una opinión personal justificada por el mismo Gomá. Como no se cansa de repetir, no quiere que su filosofía sea de especialistas, sino que quiere favorecer que el hombre común filosofe. Por ello, he entrado "a pelo" en su Filosofia mundana. Creo que con humildad aunque confieso que con una pizca irónica, más próxima a la tensó medieval que a la sátira ilustrada, como el propio título del blog y muchas de sus entradas se encargan de recordar, he intentado explicarme, en mi blog, por qué prefiero la santidad a la ejemplaridad.
Con respecto a Ortega, me parece estupendo que Gomás valore y aprecie su obra. En una entrevista reciente en El Mundo, reconoce su talento y su dotes educativas, pero no genio, y ni tan siquiera le considere un gran filósofo (http://www.elmundo.es/cronica/2016/03/31/56f68771268e3eda5f8b4619.html). Es esto lo que he intentado resaltar.
Por último, me pasan un tweet de Gomá en que cree adivinar que me da rabia reconocer que me ha gustado. Su libro, claro. No es tampoco muy difícil. La anécdota son los calificativos que resalta. Admito que no son elogiosos, pero no insultantes. Excepto en el título, me he cuidado de emplearlos ad hominem y se refieren a mi valoración de aspectos de su obra. Creo que de la lectura de la reseña, se esté de acuerdo o en desacuerdo, no se puede negar que lo considere un libro que haya que pasar por alto. Sería pretencioso y ridículo. ¿Para qué dedicarle espacio y tiempo, aunque sea alguien tan mínimo como este Cavalcanti?
Sin ánimo de polémica, la semana que viene volveré al tema con el que he querido articular mi discrepancia: santidad y ejemplaridad. Por prurito, y hace bien en recordármelo, he empezado a leer su trilogía en función de mis intereses más inmediatos. Aunque seguro que no compartirá su fondo y quizás algunas de sus opiniones, estaré encantado de recibir de nuevo su visita en mi casa.
Reciba también un saludo amical agradeciéndole su atención.
Ya habréis comprobado por mis respuestas, mis lectores, que como discípulo de Bloy soy timorato. Y no por los insultos que son la parte superficial de su estilo. Quisiera poder decir: "Contra mí lo pueden todo, menos defraudarme. Con o sin mérito, estoy tan asentado en la vida sobrenatural para que el demonoo de la Ilusión pueda ejercer sobre mi alma cualquier poder. Me responderán, es cierto, que también esto es una ilusión". Por ello me es tan fàcil conceder la sincera admiración que Bourget espera como debida. Es, en mi caso, irrelevante.
ResponderEliminarMe ha recordado usted la atinada acuñación de Marrero que dio título a su libro Ortega, filósofo «mondain».
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