Ahaje Juha, Ali Omar Ermes (2003) |
El poeta árabe Adonis (1930), ahora más que exiliado
residente en París, publicó hace unos meses un libro de conversaciones con la
psicoanalista francesa de origen árabe Houria Abdelouahed. Su título, Violencia e islam (Barcelona, 2016)
anticipa unas tesis que, en boca de intelectuales europeos, serían calificadas de inmediato de islamófobas, colonialistas e incitadoras al odio
religioso. Por su libertad y por su independencia poética, su lectura no sólo
me parece recomendable sino imprescindible por lo matizado y lúcido de sus
posiciones, a pesar de o precisamente por algunos desacuerdos con su trasfondo intelectual.
Los puntos centrales de la argumentación que
atraviesan este diálogo podrían resumirse de la siguiente manera. La violencia
es constitutiva del islam, el cual, desde su fundación, está regido por una sed
de poder, conquista y destrucción que no admite ni réplica ni crítica alguna.
El islam sería irreformable por su propia estructura histórica y casi cabría
decir por su propia naturaleza. Según Adonis, aunque han sobresalido en él
científicos, filósofos, poetas y místicos, todos ellos habrían utilizado la
profesión de su fe como un escudo para levantar una obra que resiste y se opone
a las pretensiones últimas dogmáticas de una religión que se basa en la
negación ontológica de la otredad -la persecución de los cristianos
lo manifiesta claramente-. Adonis y Abdelouahed insisten en que esta furiosa
pulsión destructiva anida incluso en su propio seno, como lo demuestran el papel
de la mujer y la censura sistemática e interiorizada que rige la vida
intelectual y moral de las sociedades árabes.
En el islam sería, pues, imposible un progreso que no
sea de carácter económico o tecnocientífico. De hecho, según Adonis, Occidente, que desconfía del mundo árabe, sólo trata con él en función de intereses geopolíticos y mercantiles. Es además
irreal esperar que el islam admita reforma alguna. En él todo es regresión, ya que tiene por fundamento que no
hay más que un pasado perfecto, tal como el Corán lo ha revelado. Por consiguiente, no queda más que someter el presente a una restauración futura de aquel.
A fin de cuentas, los horrores de Estado Islámico no son una deformación diabólica de los principios religiosos del islam, sino la monstruosa confirmación de su agonía histórica: “no existe un islam moderado y un islam extremista, un islam verdadero y un islam falso. Existe un islam. En cambio, tenemos la posibilidad de hacer otras interpretaciones”. Estas nuevas versiones son las que puede proporcionar una adaptación de la laicidad revolucionaria que Occidente ha elaborado en los dos últimos siglos. El islam desconoce la subjetividad porque, a juicio de Adonis, ésta exige que las verdades dogmáticas queden recluidas en el ámbito de la intimidad de las personas, sin que pretendan ninguna validez universal.
A fin de cuentas, los horrores de Estado Islámico no son una deformación diabólica de los principios religiosos del islam, sino la monstruosa confirmación de su agonía histórica: “no existe un islam moderado y un islam extremista, un islam verdadero y un islam falso. Existe un islam. En cambio, tenemos la posibilidad de hacer otras interpretaciones”. Estas nuevas versiones son las que puede proporcionar una adaptación de la laicidad revolucionaria que Occidente ha elaborado en los dos últimos siglos. El islam desconoce la subjetividad porque, a juicio de Adonis, ésta exige que las verdades dogmáticas queden recluidas en el ámbito de la intimidad de las personas, sin que pretendan ninguna validez universal.
Comoquiera que mis conocimientos sobre el islam son
muy limitados, no me veo capacitado para entrar a valorar la oposición tajante
que Adonis entabla históricamente en la cultura islámica entre la poesía y la
filosofía frente a la religión. Por un lado reivindica la
civilización preislámica y, por otro, la capacidad del mito para explicar y liberar
los sentidos de la realidad. Bajo sus argumentos, percibo la tensión de querer adaptar
el espíritu científico, en el fondo ateo,
de Occidente para repensar y revolucionar unas categorías que se mueven al
margen de la idiosincrasia que ha tejido o que ha impuesto el islam como identidad
árabe.
Dicho de otra manera: si Occidente ha podido llegar
al ateísmo y a la apostasía porque ha
sido cristiano, ¿cómo puede el mundo árabe llevar a cabo ese mismo proceso si
no es adaptando un modelo que, históricamente, resulta ser irreversiblemente su adversario? Se advierte en algunas páginas
ecos de la desesperación y la impotencia que provocan estas aporías, que se
hacen tanto más punzantes con la continua remisión al psicoanálisis y a las
tesis de Freud en Moisés y la religión monoteísta (1939).
Me vienen a la cabeza los tres malentendidos que Rémi Brague señalaba a propósito de las bases que suelen defenderse como el terreno de común del
diálogo interreligioso entre judaísmo, cristianismo e islam: que son las tres religiones
monoteístas, que comparten el Libro y que descienden de Abraham. Tras haber
leído los puntos de vista de Adonis, no me parece extremo afirmar que, por más diferencias que
existan entre judíos y cristianos, el Dios que adoramos no es el mismo que al
que se someten los musulmanes.
Por ello, tampoco debería sorprender que el Occidente apóstata -Occidente institucional, en palabras de Adonis- mantenga tan buenas y paradójicas relaciones con aquellas dictaduras teocráticas y que, en defensa de la multiculturalidad, aproveche la ocasión para cercenar la libertad religiosa de su verdadero enemigo, que es el judeocristianismo. Bajo la forma de un a-teísmo pagano esta alianza impone el regreso terrible de una Unidad férrea y selectiva: la deriva de lo múltiple que, pese a sus apariencias, nace de una violencia originaria, polémica, en la que, al recrearla, recae.
Por ello, tampoco debería sorprender que el Occidente apóstata -Occidente institucional, en palabras de Adonis- mantenga tan buenas y paradójicas relaciones con aquellas dictaduras teocráticas y que, en defensa de la multiculturalidad, aproveche la ocasión para cercenar la libertad religiosa de su verdadero enemigo, que es el judeocristianismo. Bajo la forma de un a-teísmo pagano esta alianza impone el regreso terrible de una Unidad férrea y selectiva: la deriva de lo múltiple que, pese a sus apariencias, nace de una violencia originaria, polémica, en la que, al recrearla, recae.
Entre hegeliano y heracliteo, asumo que la historia
se mueve dialécticamente, aunque sin posibilidad de síntesis inmanente. Su avance es
siempre polémico. Desconfío así de cualquier ecumenismo que sostenga que las diferencias interreligiosas son simples modos históricos y culturales que pueden y deben ser trascendidos,
sin aniquilarlos, en una forma más pura, transpersonal, de religiosidad
universal.
Puedo comprender y aceptar las razones geopolíticas e institucionales que aconsejan este planteamiento, pero, espiritualmente, son fraudulentas. Son las diferencias, en su terrible irreductibilidad, las que garantizan la libertad de la redención de este mundo. Ahora entiendo la indignación que recorrió el nuevo orden mundial cuando Benedicto XVI reflexionó en su Discurso de Ratisbona que no actuar según la razón es contrario a la naturaleza de Dios. Se trataba de la propuesta más atrevida que se había escuchado desde que Francisco de Asís viajó a tierras de Oriente: era de nuevo una invitación a la conversión del islam. Y de Occidente.
Puedo comprender y aceptar las razones geopolíticas e institucionales que aconsejan este planteamiento, pero, espiritualmente, son fraudulentas. Son las diferencias, en su terrible irreductibilidad, las que garantizan la libertad de la redención de este mundo. Ahora entiendo la indignación que recorrió el nuevo orden mundial cuando Benedicto XVI reflexionó en su Discurso de Ratisbona que no actuar según la razón es contrario a la naturaleza de Dios. Se trataba de la propuesta más atrevida que se había escuchado desde que Francisco de Asís viajó a tierras de Oriente: era de nuevo una invitación a la conversión del islam. Y de Occidente.
Muchos advierten del peligro de invasión y conquista
musulmana de Europa, como consecuencia entre otras del abandono de sus raíces
cristianas. Discrepo. Podría alzarse una Gran Mezquita sobre las ruinas del Vaticano,
como sucede en Constantinopla. Sólo confirmaría el triunfo escatológico de la
Cruz. A diferencia del judaísmo y del islam, el cristianismo, que está en este
mundo, no tiene ya en él su patria. Hasta
su escritura no es sino un deíctico, un marcador de una pasión y de un paso -de
un exilio-, movido sólo por el espíritu que aletea entre sus letras, en pos de su cuerpo definitivo todavía ausente. Deshelenizar el
cristianismo, como advertía Benedicto XVI, es decir, separar la teología de la
filosofía y la poesía, ha puesto en jaque científico la investigación que
plantean las preguntas decisivas del ser humano. Se ha reducido así la idea de
Europa a una geografía física y política amenazada por toda clase de fuerzas
desintegradoras.
Me temo que, con esta digresión, he traicionado el
motivo de esta entrada provocada por la lectura de las conversaciones con
Adonis. Repito mi entusiasmo distanciado por la lucidez de sus propuestas que
exigiría mucho más espacio y conocimiento presentar con detalle. Bajo ellas laten
problemas centrales de la autoconciencia occidental denunciados implícitamente,
con sus categorías y también con sus aporías por una voz poética singular dentro del desolador paisaje
intelectual actual.
“El islam ha matado la poesía. Este asesinato es, de hecho, el de la subjetividad, de lo experimentado por el individuo, de su experiencia de vida en beneficio de la creencia común, la de la Umma (la comunidad). El islam ha rechazado que la poesía fuese un conocimiento y una búsqueda de la verdad. La ha prohibido y condenado. Sin embargo, la poesía no tiene sentido si deja de ser la búsqueda de la verdad. Puedo decir que la poesía desmonta y desmantela la religión, tanto en su creencia como en su conocimiento. Pues es la poesía la que dice la verdad”.
(Adonis, Violencia e islam)
Adonis ama a Cristo como poeta. Ante este mito me
resguardo, confiado y claravalense, a la sombra de la Palabra
que amaban Tomás de Aquino y Juan de la Cruz.
Bravo, Cavalcanti. Y qué malo es como poeta el irremediable Nobel Adonis, de nombre tan cursi como sus versos, pero qué bien entiende la naturaleza de las cosas. Excelente glosa.
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