Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
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martes, 3 de diciembre de 2013

William Byrd, recusante.




El Concierto (1510), de Tiziano


Entre los güelfos peninsulares no pocos de los mejores proclaman una anglofilia que se mueve normalmente de Thomas More a G. K. Chesterton. Entre ambos emerge la magnífica figura, estilizada y gótica, del Cardenal Newman. En cambio, apenas se presta atención a aquellos católicos ingleses que, a caballo de los siglos XVI y XVII, recibieron el nombre de recusantes por mantener, fieles a la liturgia católica, la obediencia de Roma.

Enrique García-Máiquez, anglófilo mayor, reseñaba elogiosamente hace unos años un estudio sobre aquel periodo. Hace poco citaba incluso un eco, no casual, de Robert Southwell (1561-1595), poeta y mártir, en la obra Thomas More de Shakespeare. Según parece, los vínculos familiares entre ambos apuntalarían la tesis de que el Bardo hubiese sido católico. Pese a tan gloriosa consanguineidad, el autor de The Burning Babe, un extraordinario y singular poema navideño elogiado por Ben Jonson, algunos de cuyos versos parecen haber dejado impronta también en Macbeth, sigue siendo un desconocido en nuestra lengua.

T. S. Eliot pasó de puntillas, no sin (toda la) razón, sobre la significación de la obra del jesuita inglés. En su famoso ensayo “Religión y Literatura” Eliot –¿patronising?− definía como un tipo de poesía menor la que denominaba «religiosa» o «devocional», en la que incluía al católico Southwell, junto con los anglicanos Vaughan y Herbert. Juzgaba que su obra era “producto de una particular lucidez religiosa que puede existir con independencia de la lucidez general que se espera de un poeta mayor”. Eliot no conocía, claro está, el Segundo Cancionero Espiritual (1558) de Jorge de Montemayor, ni tampoco las Rimas sacras (1614) de Lope de Vega.

El eje de la argumentación de Eliot sigue siendo empero pertinente. Al poeta anglocatólico, que evitaba enjuiciar la poesía “menor” de Hopkins, le admiraban los escritos de Chesterton, aunque no aceptaba que se pudiesen emplear “con seriedad” en la defensa contemporánea de las relaciones entre la religión y la literatura. ¿Cuestionaban Chesterton y Hopkins los matices del credo estético y político del autor de Murder in the Cathedral (1935)? En un mundo no cristiano, como el actual, lo que Eliot deseaba era “una literatura que sea inconscientemente, más que deliberada o desafiantemente, cristiana”. Y encontraba grandes dificultades para encontrarla. Quizás porque precisamente sea –y cierro el círculo− un mundo que ha abjurado del cristianismo y que cada vez lo reprime menos inconscientemente (quizás Flannery O'Connor, invirtiendo el punto de vista, desmienta sutilmente a Eliot).

Pensando, pues, en estas paradojas me ha venido a la memoria el nombre de William Byrd (1540 o 1543-1624). Un capellán inglés me enseñó a amar su música. Converso como Newman, celebraba con especial recogimiento la memoria de los mártires ingleses y galeses el 1 de diciembre. Tras oír Misa, en mi pequeña habitación de estudiante, yo solía escuchar, en recuerdo de Byrd, su Misa para Cuatro Voces, que culminaba en la dolorida petición "dona nobis pacem" del Agnus Dei.

Byrd no sólo había compartido con Southwell y otros prominentes católicos ingleses los duros avatares de los recusantes, expuestos a multas y persecuciones sin fin, cuando no a torturas y muerte ignominiosa. El jesuita habría desempeñado también un papel decisivo en su decisión de emprender una vida semirretirada para entregarse a la elaboración de su gran obra Gradualia (publicada finalmente en 1605 y 1607). El ciclo previo de las tres Misas (para tres, cuatro y cinco voces) fue precisamente compuesto en el oscuro periodo del arresto, prisión y ejecución de Southwell (1592-1595).

Byrd no fue mártir ni un héroe. Aun fiel a su conciencia, no se abstuvo de componer a lo largo de su vida motetes para los servicios religiosos anglicanos en función de su cargo en la Capilla Real durante el reinado de Isabel I, pero también para ganarse la vida incluso después del Gunpowder Plot (1605). Atento a las innovaciones continentales en el arte polifónico, profundizó y renovó la tradición musical de su país, no sólo en el género sacro sino también en el profano. En Psalms, Sonnets, and Songs of Sadness and Pietie (1588) incluso musicó tres sonetos del ciclo Astrophel and Stella de Sir Philip Sidney, cuando todavía circulaban manuscritos.

Admiro su patriotismo católico inglés. Complejo, lleno de transacciones, firme en sus convicciones. Algunos protestantes consideraban que la música no debía distraer de la meditación de la Palabra de Dios. Byrd, agustiniano, fue fiel, en cambio, a una poética celeste: la música no acompaña la Palabra sino que brota del Logos mismo. No sé si desafiantemente, pero sí de manera deliberada, Byrd practicó un arte católico en un mundo que había dejado de serlo sin que cupiese la esperanza de que regresase.

Claro que puede disfrutarse de su música “por puro placer” (para horror de Eliot). ¿Cabe conformarse con la excusa de que el lenguaje de la música es más universal que sus motivos? ¿Pueden disociarse? Descontando un ascenso intelectual trascendente, ¿descartaremos que hasta acá siguen llegando ecos gloriosos de notas celestes, aun cuando se hayan convertido en enigmas que sólo la perfección técnica camufla? ¿Es posible comprender el Ave verum corpus sin sentir el milagro majestuoso de la transubstanciación? Si, en sentido platónico, el goce más extremo sólo podría alcanzarse al vislumbrar la inteligibilidad, ¿será posible aún esa experiencia ante una música como la de Byrd? Quizás la reserva de Eliot fuese acertada para nuestra época.

En el prefacio a su libro Gradualia (1607) Byrd expresó con profundidad mística su arte que es, a la vez, altísima liturgia:

“Además, en las palabras mismas (como lo he aprendido por experiencia) hay tal escondido y misterioso poder que a una persona que piensa en las cosas divinas y que diligente y seriamente las medita en su mente, no sé cómo le llegan las más apropiadas ideas musicales si no es por su propia libre voluntad [their own free will], libremente ofreciéndose [freely offer themselves] a su mente si ésta no es perezosa ni inerte”.


Según Byrd, la voluntad libre de las ideas iluminará la música de la inteligencia con el poder de la Palabra. Sólo por ello también merece la pena ser hoy recusante.


3 comentarios:

  1. Qué interesante. Yo a Byrd y Tallis los recuerdo sobre todo por este documental de una serie excelente de la BBC sobre música sacra: http://www.youtube.com/watch?v=DBX1tex1RDk

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  2. Muchísimas gracias por este enlace, Ángel. ¡Qué emocionante oír a Tallis y a Byrd! ¡Qué extraña sensación, la misma que cuando se los visita, la de ver semiderruidos monasterios, templos, oratorios desde donde se elevaban aquellas notas sacras...!

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  3. Muy interesante post, sensacional música.

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