Debía de tener unos veinte años cuando me regalaron un doble
vinilo con los grandes éxitos de Mahalia Jackson (1911-1972): “Take my Hand,
Precious Lord”, “I’ve Been Buked”, “I Will Move On Up A Little Higher”… A mí me
gustaba oír especialmente en el tocadiscos de mis padres, de pie, de noche, con
unos cascos horribles que me dejaban las orejas acartonadas, canciones como “Walk
in Jerusalem”, “Dig a Little Deeper” o “Nobody Knows The Trouble I’ve Seen”. Su
letra y su melodía no exigen simplemente ser escuchadas. Estremecen el cuerpo
hasta dejarlo atento a los movimientos del espíritu. Empiezas escuchándote a ti
mismo para acabar olvidándote y para, inquieto, estar pendiente de una palabra
que, próxima, parece no llegar a alcanzarte nunca…
No necesitaba intelectualizar para darme cuenta que Mahalia
Jackson se identificaba con su canto hasta el punto que me atravesaba un
latigazo del oído al corazón cada vez que la escuchaba lanzar un agudo
desgarrado. Ignorante como soy en música, Jackson me emocionaba profundamente,
porque no es sólo virtuosismo privilegiado lo que transmitía sino que en su voz
sigue estando ella misma. No es que hace veinte años fuese muy creyente, pero
ya empezaba a distinguir las voces de los ecos, las posturas de la disposición.
De aquel don se podía disfrutar en cualquier situación; pero para penetrar su
secreto había que ser, de alguna manera, cristiano.
Entre todas sus canciones hay una que no he podido dejar de
escuchar, aunque con largos intervalos, durante todos estos años. Digo que con
intervalos, porque crea en mí una impresión tan honda que suele dejarme
exhausto. Puedo estar una hora oyéndola una y otra vez hasta que, en alguna
ocasión, llega un momento en que me introduce en ella misma y todo adquiere una
precisión y una claridad que solo la oscuridad y la soledad pueden hacer
soportable.
No es exactamente un éxtasis ni un abandono de las fuerzas
espirituales, sino un intenso sentimiento de fe, lo que la tradición medieval
llamaba conocimiento de sí, que incluye a la vez la conciencia de las propias
miserias y la sorprendente noticia de que te han sido perdonadas, quitadas de
encima como losas que te aplastaban.
Mahalia Jackson era baptista. Yo soy católico y no tengo
ningún afán liberal, es decir, protestantizante en el sentido católico de aquel
término. Como digo en mi perfil, soy güelfo y, aunque quizás de una especie
derrotada, deseo no dejar de serlo jamás. Pese a ello, y no tan paradójicamente
como pueda parecer a primera vista, admiro de los baptistas su profundo sentido
cristológico. Jesucristo, el Señor, es el centro de la vida del creyente.
Los admiro porque, entre tantos denominados católicos, ha
cundido la horrenda idea teológica de que Jesucristo, bien enterrado, no ha
resucitado sino en nuestros corazones, estando presente en la comunidad de
todas esas personas de sonrisas sórdidas de complicidad y de flatulentas miradas de
autosatisfacción mundana, que saben que al final nos tendremos que dar cuenta
de que son el futuro -aunque sean ancianos-, de que nos quieren –aunque sigan
acaparando, con codicia, los despojos de sus mayores− y de que no tenemos
derecho a deponer su tiranía.
Están convencidos de que representan el auténtico espíritu
de Jesús, a quien consideran aquel maestro galileo que sermoneaba en las montañas sobre el amor al
prójimo -a ser posible por nivel de renta- como Buda, con una sonrisa, podía recomendar abstenerse del mal y
Gandhi, escuálido, predicar la no violencia. Son antijerárquicos: es
comprensible que se declaren seguidores de un muerto, porque, ausente, ¿quién
les puede pedir cuenta de sus actos? Niegan el infierno, porque ¿quién se
atreverá a contrariarlos?
“En la habitación de arriba, hablando con mi Señor”, canta con
contención finalmente desencadenada Mahalia Jackson en “In the Upper Room”. En
medio de la tiniebla que nos rodea, con la angustia ante los peligros que
acechan, imagino la luz del Cenáculo. Caminar es cansado, sin saber si la
estancia, iluminada, estará vacía. Hace falta un acto de fe en la realidad que se hace en él visible para llegar hasta ella y decansar. Mi vivencia de la canción es eucarística. La certeza de Mahalia, como una nueva María de Betania, enseña una vía contemplativa. Cara a cara con Jesús, uno no se recluye en el individualismo
pietista sino que trasciende los límites de la comunidad para unirse a quien lo ha sostenido en ella como a su cuerpo mismo.
El verso “Talking with my Lord and, oh yeah, with your God”
desarma mis dudas cada vez que oigo hasta el aliento que Mahalia toma para
pronunciar cada palabra con la nitidez del amor entregado. Durante casi cinco
minutos repite esta oración del corazón con un dominio abrasado de la emoción
que me exalta y me extenúa (la franja 4:21-5:08 del audio es estremecedora). A través de esa voz he hallado consuelo y
salud. Que el Señor le haya concedido esa morada sin fin que anticipó en la
oración de su canto.
"In the upper room with Jesus
Sitting at His blessed feet
Daily there my sins confessing
Begging for his mercy to me
Trusting His grace and power
Seeking there His love in prayer
It has been how I feel, Lord, speak in secret,
As I sat with him in prayer"
En la habitación de arriba, muerte y resurrección, siempre vida cotidiana, con su Señor… y, oh sí, mi Dios.
Extraordinario. Gracias. Casi me emociono.
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