He vuelto a ver Vértigo
o De entre los muertos (1958), de Alfred Hitchcock, por
enésima vez. La primera ocasión que la vi debía de tener catorce años. Con un
par de amigos, en una reposición de cine de barrio, en pantalla grande, asistí
a una sesión, casi vacía, de aquellos envejecidos cines que o desaparecieron o
se han convertido en horrendas multisalas que de tanto en tanto recuperan esos
mismos films ahora en sesiones de noche casi llenas de treintañeros.
Durante un par de veranos pasaron en aquel Conde Duque de la
calle Alberto Aguilera varias películas de Hitchcock de los años 50. De todas
ellas sólo Vértigo –quizás también La ventana indiscreta- me dejó una impresión,
ni inolvidable ni imborrable, sino obsesiva. Viéndola, viví una intensa experiencia
de malestar y de fascinación, de repugnancia y de deseo. Hay películas que se
ven antes de tiempo y, por ello, hacen tanto mal que marcan a fuego la
educación sentimental. Vértigo debería
estar prohibido para adolescentes, porque verla puede activar de tal manera su
tortuosa imaginación que nunca más quieren regresar del todo de entre los
fantasmas de la ficción.
Mucho se ha hablado de todos los aspectos de esta película
que hace menos de un año desbancó a Ciudadano Kane de la cima de la reciente lista Sight and Sound's de las mejores películas de la historia. Eugenio Trías, recientemente fallecido, revisitó, con la intensidad del cinéfilo, lo
bello y lo siniestro, el vértigo y la pasión, de esta extraña cinta hitchcockiana.
Si en su momento fue un éxito relativo, porque a mitad del metraje el espectador
se enteraba de quién era el asesino, hoy en día se la considera hasta un
referente del cine de David Lynch. Sin duda, es una película hipermoderna por su
refundición de los temas más delirantemente románticos de nuestro imaginario
cultural. Es una película que habla del amor, de la muerte, del sexo, de los
terrores del alma y de las iluminaciones de la fantasía.
En sus conversaciones con François Truffaut, Hitchcock resaltó tres
puntos que le interesaban de la historia. Por encima de todo, “los esfuerzos
que hacía James Stewart para recrear una mujer, a partir de la imagen de una
muerta”. En un segundo plano, le atraía “la resistencia de Judy a convertirse
de nuevo en Madeleine”. Por último, “hay otro aspecto que llamaría
«sexopsicológico» y es, aquí, la voluntad que anima a este hombre para recrear
una imagen sexual imposible; para decirlo de manera sencilla, este hombre
quiere acostarse con una muerta; esto es necrofilia”.
Al volver a verla, los dos últimos aspectos se me han hecho
desagradablemente evidentes. Scottie (James Stewart) procede a una violación
consentida de Judy (Kim Novak) en la segunda parte de la película. La escena en
la casa de modas es pavorosa. Como una niña, Judy se pone de cara a la pared, acorralada por el dominado depresivo que se ha transformado en un voraz y feroz depredador
de su psique. La violación no se produce cuando la recupera tal como fue en la
fantasía de la realidad, fruto consciente de una repetición tan maníaca como
lúcida. Desnudándola mientras la está vistiendo, alcanza un orgasmo que debe
ser repetido como (auto)destrucción al arrastrarla hasta al campanario,
tras descubrir que le había engañado. Al resistirse en la misión, Judy
intensifica hasta el paroxismo de la muerte el deseo sexual de Scottie, de
manera que, por un amor tanto más enloquecido que el de él mismo, ella no puede
dejar de encarnar la ficción necrofílica de una terrible relación
sadomasoquista.
Y, sin embargo, en las imágenes de esta película siguen
intactos los detalles que se me grabaron en la adolescencia, como heridas
subconscientes. Las enumero: las miradas de James Stewart; el bucle del pelo
rubio de Novack; la vulgar carnalidad de Judy; el amor alucinado de Scottie.
Pocos actores como Stewart han sido capaces de expresar la
angustia de un alma rota, estupefacta, aterrorizada. En ¡Qué bello es vivir! hay un primer plano de su rostro, convulso,
cuando comprende que su mundo no ha existido, verdaderamente aterrador. En Vértigo, es capaz de expresar la
impotencia, la codicia sexual, el delirio, la tristeza y la locura con un vigor
cansado que me resulta magistral. Si tuviese que quedarme con una mirada suya
en la película, elegiría la del beso final cuando, mientras ella se lo come
literalmente, él, encantado, observa que le envuelve, mientras gira la cámara,
la caballeriza de la misión de San Juan Bautista donde intentaba retener a
Madeleine.
El bucle del pelo rubio de Novack es idéntico no sólo al
peinado de Carlota Valdés sino, sobre todo, a la espiral por la cual cae en la
locura Scottie. Que él le haga recuperar el peinado es una invitación a
fundirla en un instante de repetición más allá de toda creencia.
Cuando vi por primera vez la película, casi me ofendió
físicamente que Madeleine tuviese la apariencia de Judy. Su brutal sensualidad
(en la v.o.s., hasta su desagradable voz) era tan manifiesta que sólo podía
curarla de sí misma su transformación en una imposible Madeleine. Lograrla era tan inquietante como (más inquietantemente) pacificador.
El amor alucinado de Scottie es, sobre todo, visual. Al ver a Madeleine
de perfil en Ernie’s por primera vez, el fondo rojo se hace más intenso durante
unos segundos casi fuera del tiempo. Al recuperarla en el hotel de Judy, el
vaporoso verde mortal recuerda que la repetición del amor es tan matizada que
es ya de ultramundo. Pero el fuego del apartamento de Scottie, mientras Madeleine desnuda lo contempla bajo un batín rojo, enciende la distancia del espectador.
Hace unas líneas no dije la verdad. Hay otra mirada de Stewart. Scottie y Judy han alcanzado el campanario.
Él la está forzando a decir la verdad, a desengañarlo, a hacerlo consciente de que
no amó un fantasma, ni tan siquiera una ficción, sino pura irrealidad.
Despechado, furioso, en un instante su cara se desencaja en un gesto de ternura
alucinada, mientras pronuncia unas palabras que estremecen de espantosa
renuncia: “I loved you so, Maddy”.
¿Dos, tres, cuatro veces vi Vértigo? Nunca le cogí el punto a esta película. Sus colores intensos, que compruebo que son necesarios para el argumento de la película, me molestan. ¿Funcionaría esta película en blanco y negro? Los "vértigos" que sufre Henry Fonda en "Falso culpable" sí funcionan en blanco y negro, y no digamos ya el maravilloso ByN de "Encadenados", película fascinante y la que más me gusta de Hitchcock. Sería una de las diez o veinte que yo me llevaría a una isla desierta.
ResponderEliminar"Encadenados" es maravillosa, sin duda. Y funcionaría en color, aunque no sería lo mismo. En cambio, "Recuerda" no funciona ni en B/N, mientras que "Vértigo" no puede funcionar sino en color, porque es un sueño cuyo significado tiene la textura de sus pigmentos. Ese ojo de los títulos de crédito iniciales, tan surrealista...
ResponderEliminarNo sería lo mismo "Encadenados" en color, efectivamente, sería peor, es decir, no funcionaría, creo. Con respecto a "Recuerda" estamos de acuerdo: me parece la peor película de Hitchcock.
ResponderEliminarY sigo aquí con la cambiada. Sólo el semiolvido en que tenía a Vertigo puede justificar lo que dije sobre lo excesivo del color de esta película. Es justamente al contrario. Sin el combate entre los rojos y los verdes, por ejemplo, que se libra en ella no se entendería la película; y sólo el blanco del abrigo de Madeleine permite que la percibamos como un ser fantasmal, cuando camina entre las grandes secoyas. ¿Y los ojos verdes de Scottie, jubilosos primero, enfebrecidos y enfurecidos después, en una acutación magistral de James Stewart? Y la cabeza rubia de Madeleine, su traje gris, el granate punzante (¿llamas del deseo, llamas del infierno?) del restaurante donde Scottie ve por primera a Madeleine. Esta escena es de una refinada lujuria. En fin, que andaba yo muy equivocada.
ResponderEliminarOh sí, la escena del restaurante... Cuando Scottie la ve por primera vez, ya está enloquecido. Si me permites ponerme en plan estupendo, hay algo de Tristán e Isolda o de Ginebra y Lancelote, en versión fou, "democrática", americana, en esta película...
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