Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
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viernes, 16 de noviembre de 2012

Paul Morand o la belleza como religión.





La figura del escritor y diplomático Paul Morand (1888-1976) no resulta simpática. Esnob, colaboracionista de Vichy, en el fondo un vividor, sus gustos y sus opiniones sobre la sociedad, la política o el sexo están en los antípodas de la corrección política al uso. Y, sin embargo, se le sigue considerando uno de los grandes estilistas del siglo XX. Como buen francés, no creía en nada, salvo en la belleza y en la comodidad que garantizaba su disfrute. A Morand, un hedonista, le habría gustado vivir entre Alejandría y Bizancio.

La lectura de su primer libro, Tendres stocks (1921), es tan irritante que, en el caso de ser feminista, se debe convertir en una tortura inhumana. La perfección estilística, gélida y cínica, de las tres novelitas que la componen presenta, sin escrúpulos, la mercancía de tres boquitas pintadas: Clarisse, Delphine y Aurore. No son amantes, ni queridas. Son gatitas. Cloróticas, distraen el spleen de una elegancia bajo etiqueta. En su prólogo, Marcel Proust sólo le reprochaba al autor que en ocasiones utilizase imágenes evitables: “El agua (bajo condiciones dadas) bulle a cien grados. A noventa y ocho, a noventa y nueve, el fenómeno no se produce. Entonces más vale no usar imágenes”.

Venecias es, en cambio, un libro de vejez. Publicado en 1971, Morand aprovecha el género del relato de viajes para trazar una especie de autobiografía. Hábilmente escamotea los diez años (1939-1950) que marcaron su vida, desde la ocupación de Francia hasta su exilio en Suiza. Reflexionando sobre arte, literatura y sociedad, se asoma a la ciudad de los Dogos desde diversos ángulos que no son tanto propiamente históricos como estéticos.

“Venecia no resistió a Atila, a Bonaparte, a los Habsburgo, a Eisenhower; tenía algo mejor que hacer: sobrevivir; ellos creyeron construir sobre la roca; ella tomó el partido de los poetas: construyó sobre el agua”.

The Grand Canal, Venice (1835),
Joseph Turner
Morand la contempla, como contempla toda realidad, a través de los ojos de otros artistas. Aun así, esta Venecia caleidóscopica no forma una sucesión de estampas coloreadas por el paso del tiempo. Morand vuelve la vista atrás no con nostalgia, sino con la pasión de un reaccionario de cuerpo entero: no existe otro presente que el de un pasado que se ha escapado de la cárcel de la historia. En el santuario de la belleza se dedicará a presentar la ofrenda perpetua de su palabra. Constata, así, irónicamente su permanente actualidad.

Su Venecia es tanto la modernista que fascinó a Proust como la posmoderna que plasmó Visconti, también en 1971, en Muerte en Venecia. Su desdén por los turistas, por los hippies, por la revolución social y cultural de los 60, es otra manera de condescender con una ingenuidad que le disgusta y de la que un hombre que triunfó en la década de las vanguardias –los años veinte− está de vuelta.

Por ello, provoca un involuntario efecto cómico el prólogo que Rafael Reig ha dedicado a la edición de esta obra de Morand en la editorial Península (2010). Parece como si Reig quisiera, para burlarse del autor ideológicamente, parodiar sus armas estéticas. De jactarse ante un tahúr, sale, naturalmente, desplumado. Planteada la pregunta en términos de si “esa Belleza, ¿le dará a Morand hoy la absolución que le negó la vida real?”, cualquier lector de este libro se ve obligado a dar, desmoralizado, una respuesta afirmativa.

“Todo resulta irritante en este mundo donde cada hora es una hora punta, donde los colegiales quieren ser unos Einstein. Las parejas que van a la compra abrazadas, como han visto en las películas, le ponen a uno nervioso. Sus besos, en público, ya no son besos, sino comidas. Las carnes de las mujeres se ofrecen como filetes. Colmo de la injusticia, los jóvenes son mucho más guapos de lo que éramos.
Ayer, en una pequeña capilla canadiense, durante la misa, me pasaron una caja de cartón de la que cada uno se servía: eran sagradas formas. De niño, me habían enseñado que tocar una hostia, incluso sin consagrar, era un sacrilegio. Me disculpé diciendo que no podía comulgar porque no me había confesado por la mañana. Se sonrieron. Tragarse a Dios sin confesar es la costumbre.
Me ausenté demasiado tiempo. En mi casa se habla una lengua extranjera que ya no entiendo. Además, no hay diccionario.
La vejez vive bajo el signo menos: se es cada vez menos inteligente, cada vez menos tonto.
Otoño. Hasta entonces caídas, las hojas muertas se ponen a vivir, bajo los neumáticos, rodando hacia el invierno”.

Ya he dicho que el francés Morand es un reaccionario, no un cursi. Sin retórica ni pastiches, su prosa no juega a protegerse bajo la sombra de los clásicos pues crea su clasicidad. Por más cuidada que sea una traducción, en ella sólo se puede atisbar la cadencia musical y hasta visual de las frases originales.

Morand, condenado por el tribunal de la historia, busca refugio en el sagrado de una eternidad secular, esa Belleza paradójica, romántica, que no le acaba de saciar. “Estoy viudo de Europa”, exclama, contenido, con conciencia culposa. Una Europa arrasada, por la que no dejó de brindar con champaña. Leer a Morand es un festín que entristece, que deja entrever las llagas de la alta cultura del siglo XX.


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