Niña en un mar de plata, Joaquín Sorolla (1909) |
A Juan Ramón Jiménez (1851-1958) lo he leído siempre
con un prevenido apasionamiento. El nombre exacto de las cosas -el nombre conseguido
de los nombres- es un programa poético tan exigente como para que se convierta
en paródico con facilidad. Sin embargo, no tengo dudas de que la sombra amplia de JRJ eclipsará sin remedio a los grandes poetas españoles del siglo XX. Más allá
de la leyenda cierta de su narcisismo hiperestésico, su voz sigue vibrando a la
vez en Moguer, en Nueva York, en Coral Gables, fundiendo la luz y el horizonte
de sus mares hasta confundirlos en un relámpago de palabras. Allí y aquí.
Llevo casi treinta años releyendo el poema
absoluto Espacio (1954), en el que
las fronteras entre el verso y la prosa estallan en un ritmo desencadenado,
lírico y pleno, en busca de una conciencia que cree ser la del Yo y es la del Rapsoda
desbordado. Mi amigo gibelino escucha con paciencia esta furia espacial que me arrastra y me calma con sus lecturas sabias.
Hace unos días acudí a una comunidad de
amigos que estaban leyendo a Parménides. Al invitarme, repliqué que no podría
hablarles más que de Juan Ramón: «Los dioses no tuvieron más sustancia que la
que tengo yo». Acostumbrados a mi férrea dispersión, no dudaron en aceptar. Su
generosidad me sumió en unas dudas de las que volvió arrancarme recitar
-masticar- las palabras del entramado del texto-conciencia juanramoniano.
Claro que podrían establecerse
paralelismos entre Espacio y el
pensamiento estético posmoderno basado en Heidegger. Creo que nada de ello
sería sustancial para la comprensión del poema, pero no porque sus temáticas o
sus enfoques sean paralelos, sino porque intersectan de una manera tan original
en Juan Ramón que convierte sus tres fragmentos en la síntesis de su obra
total, donde surgen los destellos modernistas de Arias tristes al contacto de la precisión semialucinada de las
meditaciones de Dios deseado y deseante.
Sumo sacerdote, Heidegger invoca el culto de Parménides y Heráclito. Juan
Ramón, ¿inconsciente?, contemporáneo, se pone a hablar con ellos. ¿Dónde? En su única patria: el exilio.
Espacio
plantea las relaciones entre filosofía y poesía en sus márgenes. Cuando es
riguroso, el pensar poético no es difícil; ni siquiera oracular. Es de un rigor
asombrado ante la percepción física,
material, de la realidad. La poesía ciega porque nace deslumbrada del contacto
directo con lo que hay. La filosofía
se protege de tal resplandor mediante las categorías que conceptualizan lo
real. El mundo que levantan pretende
contener la fuga inextinguible que lo
alimenta. En el poema la fuga se
ilumina, se muestra, se percibe, se entrega: “No soy presente sólo, sino fuga
raudal de cabo a fin. Y lo que veo, a un lado y otro, en esta fuga (rosas,
restos de alas, sombras y luz) es sólo mío, recuerdo y ansía míos,
presentimiento, olvido”.
Como comentaba uno de mis interlocutores,
Juan Ramón, de ser presocrático, lo es como posmoderno y postcristiano. A diferencia de Nietzsche, en su fuga raudal no hay
tristeza ni desesperación. Añado yo: sólo melancolía, puro fuego de un amor sin
medida, que crece y decrece todavía moderno.
En el principio, dice Juan Ramón, no es
la Palabra, sino el Destino, padre de la Acción. Puede que la filosofía haga del Mito
Logos. Sin duda, el poeta, buceando en el Logos, encuentra el Mito. En Juan
Ramón éste no es sólo un deseo desnudo de eternidad sola, sino también el
éxtasis de una redención que se intuye olvidada, descontada; una salida raudal
que se escabulle entre los dedos del poema. Nombrar el perro, el mar, el
cangrejo, Sitges y Deering, la Florida de España, es rescatar del caos en la
plenitud exacta de su esencia la maravilla humilde de la realidad toda. No sólo
se canta lo que se pierde, sino que la pérdida es ya canto: “¿Y te has de ir de
mí tú, a integrarte en un dios, en otro dios que este que somos mientras tú
estás en mí, como de Dios?”.
De entre todos los mitos el único
inexcusable para el poeta de la fuga
ha de ser, claro, el del Paraíso. Si la acción es el vástago del Destino, la
palabra sólo puede mencionar a tientas su mortalidad: “En medio hay, tiene que
haber un punto, una salida, el sitio del seguir más verdadero, con nombre no
inventado, diferente de eso que es diferente e inventado que llamamos en
nuestro desconsuelo, Edén, Oasis, Paraíso, Cielo, pero que no lo es, y sabemos
que no lo es, como los niños saben que no es lo que no es que anda con ellos”.
A la negación de la caída opone Juan Ramón, paradójico, una nostalgia de lo
absoluto que se concreta en una afirmación del presente por encima de todo
tiempo, en el fluido ilimitado del propio espacio que crea y funda la Conciencia
abierta de su Texto. Más que porvenir, la sustancia del poeta abarca en lo
vivido lo “porvivir”, su historia y su naturaleza.
“Y entonces, marenmedio, mar, más mar, eterno mar, con su luna y su sol eternos por desnudos, como yo, por desnudo, eterno, el mar que me fue siempre vida nueva, paraíso, primero, primer mar. El mar, el sol, la luna, y ella y yo. Eva y Adán, al fin y ya otra vez sin ropa, y la obra desnuda y la muerte desnuda, que tanto me atrajeron. Desnudez es la vida y desnudez la sola eternidad…Y, sin embargo, están, están, están, están llamándonos a comer, gong, gong, gong, en este barco de este mar, y hay que vestirse en este mar, en esta eternidad de Adán y Eva, Adán de smoking, Eva se desnuda para comer como para bañarse; es la mujer y la obra y la muerte, es la mujer desnuda, eterna metamorfosis. ¡Qué estraño es todo esto, mar, Miami! No, no fue allí en Sitjes, Catalonia, Spain, en donde se me apareció mi mar tercero, fue aquí ya; era este mar, este mar mismo, mismo y verde, verdemismo; no fue el Mediterráneo azulazulazul, fue el verde, el gris, el negro Atlántico de aquella Atlántida. Sitjes fue, donde vivo ahora, Maricel […]”
(Juan Ramón Jiménez, Espacio)
Reciencasado, estraño, intelijente, JRJ
sigue trazando invisible las huellas de sus pasos en mi memoria.
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