La carga de la caballería roja, Kazemir Malévich (1928-1932) |
Con motivo de la marcha convocada por Podemos el sábado en Madrid, apareció ese mismo día en La Vanguardia una entrevista de Enric Juliana a su dirigente Pablo Iglesias. Su contenido me ha confirmado por qué ya
apenas ni leo la prensa ni veo la televisión. No sé si sería mala idea fundar
un monasterio interior en la Antártida como manera de helar la amarga risa de la
farsa, mientras el neosuprematismo de una caballería digital roja parece estar dispuesta a tomar al asalto la memoria del poder.
No discutiré todas las habilidades oratorias y comunicativas
de este profesor de Ciencias Políticas de la Complutense. No me sorprende sino
que me aburre comprobar que sus posibilidades de éxito electoral han sido
engendradas por esa “casta” a la que dice oponerse. Los dos partidos
tradicionales no sólo han gobernado de la patada al menos durante la última
década, sino que además son responsables de todo un batiburrillo de políticas
sociales y educativas desde la Transición que ahora empiezan a dar sus frutos
cuajados. El auge de Podemos es su consecuencia lógica que ha logrado prender por una crisis económica durísima. Hacer tabla rasa es, sí, una exigencia inflexible para intentar alcanzar el poder.
Sin embargo, pese a la seriedad del momento, por una extraña asociación la entrevista de la que hablo me
ha hecho recordar las que Lauren Postigo realizaba a nuestras folclóricas en Cantares, aquel programa mítico de los
setenta en B/N. Como podía responder Juanita Reina o Carmen Sevilla, Iglesias no
se cansa en ella de admirar y de repetir su admiración por sus colegas de la escena: a Mònica Oltra
(de Compromís pel País Valencià) la admira “mucho”; el PSUC es el partido “histórico”
catalán al que más admira (¡ay, los esquerrosos!); a David Fernàndez (con el
acento abierto de las CUP), al que le metió una buena pulla, lo admira “porque
es un ejemplo político para muchos catalanes” (¡qué susto!); y, por ultimo, a su padre, al que ve menos que
a su madre pero con el que habla por teléfono a menudo, le “tiene una enorme
admiración intelectual” (y por los otros, ¿qué?).
El momento glorioso llega cuando el entrevistador pregunta
al “comisario del pueblo Iglesias” si ha leído o ha visto Doctor Zhivago. “Sí, sí, he visto la película”. Entonces, le recuerda una escena famosa del comisario Strélnikov (a Iglesias, que le
gustaría salir a cazar fachas, lo está llamando, seguramente sin darse cuenta, cornudo y futurible depurado) y
a éste no se le ocurre otra que soltar, con una rigidez ideológica del túnel
del tiempo, que “es un buen ejemplo del enfoque anticomunista norteamericano.
¡La pérdida de la vida privada! Una película clave para entender el combate
cultural de la guerra fría, que los norteamericanos ganaron porque construían
mejores historias”. Yes, you can. Si
hubiese leído a Boris Pasternak, ese reaccionario de baja calidad comercial según Pravda, quizás se habría dado cuenta de
que responder que preferiría a Yevgraf perfilaría mejor su modelo político y humano.
Como decía al principio, el ascenso de Podemos es inevitable en términos culturales. Pablo Iglesias
representa -que no es en absoluto- la terrible mediocridad intelectual, endiosada y
patéticamente presuntuosa, que la generación de la “casta” modeló con sus
horripilantes reformas educativas desde los años ochenta, mimándola a la vez que, con la crisis, triturándola. Tíos como éste no han
parado de pulular por las facultades de letras desde hace treinta años. Puede que su
formación intelectual esté llena de prejuicios, pero los más listos siempre han
tenido un instinto depredador para suprimir el pasado confiscándole sus mejores propiedades. Iglesias desmenuza Juego de Tronos con un par de chuletas de narratología setentera, entre Roland Barthes y Julia Kristeva, cocinadas a la plancha con la jerga del
semiocapitalismo.
Por la tarde, Pablo Iglesias habla de los Quijotes, del 2 de
mayo, de la II República y, si no cita a Viriato contra los colonialistas romanos, prefiero suponer que es porque, si le sonase, sería en términos franquistoides. A
una sociedad depauperada, no sólo económica sino moralmente, les hace sentir
que están participando de algo histórico y transformador. No será para tanto, porque nuestro país da para lo que da, aunque su resultado pueda ser desolador. Pese a los denodados
esfuerzos de la generación de la Transición para perpetuarse en el poder
retrasando cualquier relevo, empieza a
llegar el momento de que una generación lo alcance con los instrumentos
intelectuales y morales que se pusieron -¿cínicamente?, ¿sin calcular los riesgos?-
en sus manos.
¿Qué es el Poder soviético? ¿En qué consiste la esencia de este nuevo poder, que no quieren o no pueden comprender aún en la mayoría de los países? Su esencia, que atrae cada día más a los obreros de todas las naciones, consiste en que el Estado era gobernado antes, de un modo u otro, por los ricos o los capitalistas, mientras que ahora lo gobiernan por primera vez (y, además, en masa) precisamente las clases que estaban oprimidas por el capitalismo. Mientras exista la dominación del capital, mientras la tierra siga siendo propiedad privada, el Estado lo gobernará siempre, incluso en la república más democrática y más libre, una pequeña minoría, integrada en sus nueve décimas partes por capitalistas o ricos […].
Sabemos muy bien que tenemos todavía muchos defectos en la organización del Poder soviético. Este poder no es un talismán prodigioso […]. En cambio, permite pasar al socialismo. Ofrece a los oprimidos de ayer la posibilidad de elevarse y de tomar cada vez más en sus manos toda la gobernación del Estado, toda la administración de la economía, toda la dirección de la producción.
El Poder soviético es el camino al socialismo, hallado por las masas trabajadoras y, por eso, un camino acertado e invencible”
(Vladimir I. Lenin, Discurso marzo 1919; Pravda 18, 21-1-1928).
Con admiración; ni de broma.
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