El Jardín de las Delicias (Detalle), El Bosco (siglo XV-XVI) |
Andaba inquieto por si la metáfora que me había inspirado
Léon Bloy hace un par de semanas hubiese sido un exceso verbal. Me preguntaba
allí qué impediría a Nuestro Señor repudiar a su Esposa, “la ramera babilónica”,
si la propia Iglesia llegase a admitir que la indisolubilidad matrimonial es relativa,
misericordiable. Mi discípulo blanchotiano me reconvino delicadamente por la
imagen, sin negar –me decía− que ese tipo de “disquisiciones” fuesen un medio
de reducir al absurdo algunas propuestas teológicas actuales. Le entiendo y me
admira: es joven, acaba de casarse y todavía
su fe no ha sido tentada por la fatiga de la Caída, como decía Bloy.
Estando así dudoso, acabo de recibir una penetrante nota de mi amigo germanófilo, tan
teológicamente filósofo, que me hace sentir obligado a aclararme. Su pregunta
es incisiva: “Me queda alguna pregunta sobre lo que dices del carácter
dogmático de la indisolubilidad del matrimonio, aunque la analogía de
proporcionalidad con la relación Cristo-Iglesia es fulminante”. Me consuela
saber que en La esperanza
de la familia (2014) el cardenal Gerhard
Müller declara que la indisolubilidad no es mera doctrina sino dogma de la
Iglesia. Aunque como argumento de autoridad puede ser imbatible, acoger con fe
la Tradición exige también experimentar cómo la palabra de la verdad se encarna en ella.
En mis tiempos británicos, un sacerdote inglés (Sanctus Thomas More, ora pro nobis) me
explicó que el único sacramento que refería a una realidad anterior a la Caída
es el matrimonio: ni el Bautismo, ni el Orden sacerdotal, ni mucho menos la Penitencia,
ni tan siquiera la Eucaristía… No fue Jesús hace dos mil años quien determinó
que no les era lícito al hombre y la mujer romper su unión, sino que se
limitaba a confirmar la ley del Padre “desde el principio”, (Mt. 19, 9) en el
que el Logos ya existía y estaba junto a Dios (Jn. 1, 1). El texto griego dice
que “quien haya recibido la fuerza” de entender, que entienda. Creo que la
gracia de esa fuerza es escatológica; lanza más allá de este mundo hacia la
plenitud de la nueva Creación, donde,
casados o célibes, son como ángeles
(Mt. 22, 30: sunt, είσιν).
Puede que la muerte deshaga el vínculo matrimonial en este mundo, pero ello no implica que haya surgido bajo el peso de la Caída. Ciertamente, como la naturaleza
entera del hombre, está dañado, pero se olvida precipitadamente que la orden de
crecer y multiplicarse es anterior al pecado original. Por ello, las palabras
del Señor Jesús se aplican a restaurar la imagen trinitaria de la comunidad de
amor entre hombre y mujer “desde el principio”. La esperanza es inconmovible en
la caridad por la fe.
En mi entrada anterior recordaba que Léon Bloy consideraba
que la tarea del artista era imaginar el Paraíso terrenal, lo único que el
hombre había realmente conocido. Podría decirse que aquel era
el jardín de las delicias en tanto que jardín de la casa del Padre por donde al
atardecer Él mismo paseaba. Más allá, Jesucristo, el nuevo Adán, ha abierto a los hombres
el camino para entrar en el Paraíso Celeste, siendo el matrimonio indisoluble la
garantía escatológica de una tierra y de un cielo nuevos. El matrimonio cristiano
recupera aquella imagen a la espera de una plenitud celeste, por cuanto participa íntimamente del misterio pascual, es decir, los esposos cristianos
viven en su unión el misterio de la Muerte y la Resurrección de Jesucristo.
El Jardín de las Delicias, Tríptico abierto |
El Jardín de las Delicias, Tríptico cerrado |
“Cristo amó a su Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para consagrarla, purificándola con el baño del agua y la palabra, y para presentársela gloriosa, sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e inmaculada. Así deben también los maridos amar a sus esposas, como cuerpos suyos que son. Quien ama a su esposa, a sí mismo se ama. Pues nadie ha odiado jamás su propia carne, sino que le da alimento y calor, como Cristo hace con la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. Es este un gran misterio: y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia” (Ef. 5, 25-32).
El matrimonio cristiano es ya prenda de la vida eterna.
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