Ovid banished from Rome, J. W. Turner (1838) |
Como representante del profesorado, he asistido a una Junta
de Gobierno de mi Universidad. El Rector inicia la sesión presentando un
informe de su gestión en los últimos meses. Comenta su participación en la CRUE
(Comisión de Rectores de las Universidades Españolas). Informa sobre Reales
Decretos pendientes y sobre la opinión del Ministro en algún tema en concreto
con vistas al curso 2015-2016. Al mismo tiempo explica algunas negociaciones
con el “Govern” de la Generalitat sobre financiación.
Miro alrededor, a las treinta personas que estamos asistiendo
a esta Junta y que siguen impasibles la explicación. Me pregunto si debo
intervenir. Al acabarse su exposición, pido la palabra. La conversación se
desarrolla en catalán, más o menos en estos términos.
-Rector, no sé si mi pregunta es ingenua. He escuchado con atención tu informe en que señalas perspectivas de acción de las universidades catalanas para el curso 2015-2016. Dada la situación política y social del país, con una consulta prevista para el mes de noviembre y con el presidente Mas dispuesto, según ha publicado la prensa, a declarar unilateralmente la independencia de Cataluña, ¿os ha comunicado el Govern algún escenario de futuro para el desenvolvimiento de la política universitaria si el proceso de transición nacional, como es su deseo, es irreversible?
-Si me estás preguntando si públicamente se ha comunicado en algún Consejo o Comisión los pasos que podrían darse, la respuesta es no. Privadamente, tampoco.
-Muchas gracias.
Me he sentido avergonzado de ser ciudadano catalán. Si hay
que ir al abismo, por lo menos uno lleva el equipo completo de montañismo para
despeñarse con “dignitat”. Debo recordar que el Secretari d'Universitats es un
notorio entusiasta de la transición nacional. ¿De qué se trata, pues? ¿De
distraer al personal para mantener en pie el negocio que cada uno tiene montado
y con el que va tirando? Con esos mimbres ni se hace Catalunya ni tampoco
España. Imprevisión, aventurerismo, inconsciencia.
Estoy contra la independencia por razones históricas,
sociales, políticas, económicas y hasta emocionales. De hecho los nacionalistas
catalanes resultan un tipo acabado de la españolidad que detesto. Siguiendo
el tópico, los gallegos tienen sus caciques; los andaluces sus señoritos; los
catalanes, nuestros amos de fábrica. En momentos así, recuerdo a un inglés que,
en cierta ocasión, me definió España como san Agustín el mal: ausencia de
bien. Más que un error moral, me apena pensar que tal vez mi amada Península
sea un error geográfico.
El independentismo de Artur Mas siempre me ha parecido la apuesta
histérica de los convergentes para no perder las palancas del control
(asfixiante) del país, en un momento de crisis social y política que ha dado ya
los primeros síntomas de un posible estallido. Con la independencia Mas intenta
ponerse al frente de “otra” manifestación que contrarreste la que puede
avecinarse. A su lado, el trágico irresponsable de Lluís Companys, que necesitó que el
Partido Comunista garantizase mínimamente la legalidad republicana en Cataluña, es un
modelo de estadista.
Ni nazis, ni fascistas, ni totalitarios, ni toda esa palabrería
grandielocuente que suelen dedicarse mutuamente unos y otros. Nuestros nacionalistas son algo más parecido a sátrapas, a déspotas. Como sus pares del resto del "Estado", aunque ahora fuera de sus casillas con completa voluntad, con una impunidad que empieza a espantar, han hecho de
la democracia un mecanismo aparentemente perfecto para prolongar el
sistema franquistein que se ha adherido como una segunda piel a España. El
español se queja y se altera. Desalterarlo será más difícil.
Releo con desolación las Meditaciones
del desierto de Agustí Calvet. El 30 de septiembre de 1946 hablaba con pena
de la “congénita incapacidad política de los catalanes, el incurable
«hibridismo» de Cataluña, la debilidad radical de su nacionalidad”. Parecería
como si ahora nos fuésemos a comer el futuro, que es un plato de garbanzos revenidos que
nadie, en sus cabales, quiere probar. En lugar de probar a plantear con otros
territorios una remodelación estatal (no repartiéndose las cartas con los jefes de las mesnadas partitocráticas), se están dando alas a oportunistas y a
desesperados. A los primeros todavía; a los segundos no será fácil
convencer de que mejor la nada de siempre para ellos que una esperanza
apocalíptica, pendenciera, para todos.
“Por eso a menudo doy gracias a Dios, que en medio de tanta miseria me ha concedido el consuelo de poder vivir ahora en Madrid, tras el hundimiento integral de Cataluña. En Barcelona –cada vez que vuelvo allí− me siento como un forastero. Es un tormento incomparable, que Dante no llegó a conocer. Cuando una patria yace prostituida, es muy distinto que sea tu propia madre o la de otro. En Madrid el inmenso envilecimiento del país no me produce ni frío ni calor. Es algo por mí previsto, y hasta cierto punto pintoresco. En Barcelona, en cambio, la prostitución casi integral de los catalanes de hoy es algo que me aplasta” (Gaziel, Meditaciones del desierto).
Si no fuera por mi madre, de Madrid ya no me queda nada, ni
tan siquiera la infancia. De Barcelona, temo que sólo el camino de la diáspora.
Ya me gustaría que fuese un, improcedente, exabrupto verbal.
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