Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
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martes, 8 de abril de 2014

Enrique García-Máiquez, en plano inclinado.



Detalle Maestà (1308-1311),
Duccio di Buoninsegna

Ayer hizo dos años que Enrique García-Máiquez presentaba a los lectores de su blog “Rayos y truenos” su libro El pábilo vacilante (Sevilla, 2012), en el que recogía una selección de sus entradas entre 2008 y 2011. Con retraso consumado, al tercer año, Cavalcanti, lector epigonal, aprovecha unas ya entrevistas luces pascuales para esbozar unas cuantas notas gramaticales y escatológicas sobre este extraordinario dietario.

Como no pocos gramáticos del siglo XII, abandoné las escuelas para entregarme a la disciplina de las letras, en silencio y en soledad. Por ello comprendo muy bien la admirada (y admirable) reseña que Ángel Ruiz dedicara al libro del poeta ¿atlántico? En ella concluía renunciando, gozoso, a explicar la inmediatez de su emoción, pues “no sé, yo me he dado de baja de la Teoría de la Literatura”. Güelfo monacal, pese a todo no puedo abjurar de la emoción teórica, con minúscula.

De El pábilo vacilante he disfrutado también las formas de su contenido. Aunque no deseo entrar en cuestiones genéricas, he leído sus páginas a partir de una píldora aforística que su autor, medio a escondidas, nos ha regalado recientemente: “La novela es a nuestros diarios lo que la épica a las primeras novelas. (La poesía, en cambio, no cambia)”. Con tal analogía de proporcionalidad tomista, la brújula de mi recuerdo me ha señalado las centenarias Meditaciones del Quijote (1914).

Allí Ortega caracterizaba la épica como la aspiración a la idealidad por medio de la aventura, mientras que la novela cervantina muestra aquel mundo imaginario a punto de quebrarse, rodeado de materialidad: “no las realidades nos conmueven, sino su representación”, es decir, la representación de la realidad en sus personajes.

Aunque la escritura de García-Máiquez parezca tan ligera, tan aérea, tan transparentemente autobiográfica, siente también la necesidad de advertir con honestidad al lector, aunque sea al vuelo, de que tal vez no quepa descartar un trasfondo de ironía “barroca”. La fama y la gloria –la paradójica vanidad−, el paso del tiempo, la muerte son motivos que tocan las fibras más profundas de su estética literaria. 

Sus aforismos metapoéticos no son meras “ocurrencias”, como chispazos de ingenio verbal, sino sobre todo reflejos fugaces de un camino de salvación: el itinerario moral de su vocación literaria. No olvidemos que sus "greguerianas", "chinchetas" trascendidas, vanguardismo medieval, son definidas como "serie de treinta metagreguerías".

La entrada “Vidas y venidas” es ejemplar para aproximarse al ejercicio de su "memoria ignífuga" . “El escritor de ficción se escapa; el autobiográfico se persigue. Sólo los buenos de uno y otro signo se alcanzan”. “El personaje aspira a persona, la persona a personaje”. En esos quiasmos formales e intelectuales, donde se acaba jugando la verdad de las metáforas, García-Máiquez proyecta una visión de la vida y el arte que se abrazan en una maravillada revelación (no por ello exenta de angustia íntima). 

La emocionada memoria de la madre fallecida, contenida en forma de necrológica; la fe apasionada de la esposa; y el amor al final cumplido de los hijos, expresan un pathos característicamente cristiano que, por más dantescos que seamos, siempre es trágicamente cómico: “Consummatum est” y “Nolite me tangere”. Su desgarro es feliz porque la felicidad sólo se consigue en unos pocos momentos en que el deseo y la nostalgia coinciden en un presente puro, glorioso, a la vez espiritual y corporal.

A Cavalcanti, claravalense y gótico, le admira que García-Máiquez sea un católico contrarreformista. Fascinado por los retablos barrocos y la música de Vivaldi y de Mozart elevándose como incienso hacia las bóvedas de sus anotaciones, su experiencia religiosa adopta un aire más “teológico” en las notas que suele dedicar, por ejemplo, a las Misas a las que asiste. En cambio, de sus haikus parecen brotar las plegarias de su más íntima liturgia poética. 

Tanto en sus pequeños poemas como en sus notas diarísticas siempre existe, empero, un esfuerzo tensísimo –elegantemente ocultado− por tejer un autorretrato que, como en la metáfora, devuelva otra imagen que redescriba su realidad en términos de transfiguración existencial y estética.

Decía al principio que no quería entrar del todo en cuestiones de género. El pábilo vacilante no me parece simplemente el trasvase reordenado y adaptado de las entradas de blog al formato de un libro. Ignoro si el blog debería ser considerado una forma posible de diario. Lo que tengo delante me impresiona como escritura autobiográfica atravesada por la ficción, o al revés. Quizás si la novela fue a la épica la ficción como vida, el diario será a la novela la conciencia vital de su ficción.

Por ello, no puedo dejar de oler pasajes umbrosos que García-Máiquez recorre en busca de Josep Pla. No creo que el pábilo vacilante se escriba sobre un cuaderno gris –de hecho, lo hace sobre un teclado-. El plano inclinado que dibuja una prosa tersa y afiladamente cálida –como la de los narradores de los años veinte y treinta− brilla igualmente en la nostalgia de un tiempo recobrado, apresado, en la imaginación. 

Lo insinuaré con un poema de Con el tiempo (2010), pues la razón está siempre de parte de que “la poesía, en cambio, no cambia”.


No hay cuidado 

Dicen que el hombre es lo que calla
y yo no callo nunca.
La mezcla mete miedo:
¿no estaré deshaciéndome a golpes
de transparencia y autobiografismo?

Pero –para decirlo todo− no hay cuidado.
Mi secreto
                 al contarlo
                                   da paso a otro secreto
y a otro secreto cada vez más hondo.

Siempre queda algo –no sé qué− que no se alcanza.
Será eso lo que soy.



Pla se refugió en Llofriu. García-Máiquez, que es del Puerto, se acoge a sagrado.


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