Estas líneas son un desahogo ante una foto que representa la inmundicia intelectual y moral de una élite económica sin escrúpulos. Una foto kennedyana (con insignia incluida) y unas palabras-clave esconden sin pudor la pretensión de seguir timando a los clientes con la tranquilidad de espíritu de que nadie, en el fondo, puede al final sentirse engañado.
Cada vez que en los últimos meses he pasado por delante de
una sucursal bancaria en pleno centro de la ciudad me he topado bien visible con el cartel que encabeza
esta entrada. Con la que ha caído en los
últimos años, incluido rescates millonarios a fondo perdido de bancos y cajas que han
estafado, con casi total impunidad, a ancianos, enfermos y hasta bebés (!), esas cuevas capitalistas tienen todavía la desfachatez de utilizar
las peores y más putrefactas convenciones de la retórica comercial. ¡Menudo síntoma de la degeneración moral en que nuestra sociedad chapotea!
Esa imagen procura transmitir la sensación de que el proyecto de un equilibrado hombre de negocios maduro merece el respaldo convencido del banco. Conscientes ambos de que su compromiso con la sociedad no se agota en el presente, su desinterés generoso es palabrería confortable de un futuro atractivo. Con su mirada serena y su media sonrisa, el ejecutivo parece asegurarnos que vislumbra con certeza lo que aún no vemos, pero que sin duda llegará. ¿A qué esperamos para dar un voto de confianza a la entidad que facilitará ese sueño? Sé realista: pide lo imposible. A plazos y por adelantado...
Mientras tanto, tras la vitrina se lucha denodadamente por sacar los réditos de una inversión publicitaria con las técnicas de markéting aprendidas en las escuelas de negocios. Los pequeños emprendedores, no tan serenos ni tan bien peinados -y más jóvenes-, ven esfumarse a igual velocidad sus ilusiones, que sí contribuyen al futuro de todos, y el capital que arriesgaron para iniciar su aventura empresarial. Los créditos fluyen según las reglas de un mercado liberalmente oligárquico que, en el mejor de los casos, convierte a los autónomos en vasallos de grandes empresas que externalizan sus servicios.
Mientras tanto, tras la vitrina se lucha denodadamente por sacar los réditos de una inversión publicitaria con las técnicas de markéting aprendidas en las escuelas de negocios. Los pequeños emprendedores, no tan serenos ni tan bien peinados -y más jóvenes-, ven esfumarse a igual velocidad sus ilusiones, que sí contribuyen al futuro de todos, y el capital que arriesgaron para iniciar su aventura empresarial. Los créditos fluyen según las reglas de un mercado liberalmente oligárquico que, en el mejor de los casos, convierte a los autónomos en vasallos de grandes empresas que externalizan sus servicios.
Quienes han predicado en el desierto de nuestras Universidades
que la ética aplicada enseñada en los estudios de ADE (Administración y Dirección de Empresas) es una estafa piramidal de proporciones colosales han sido arrinconados entre risitas de conmiseración y acusaciones directas de
reaccionarismo. Al oír con idéntica voz engolada a los gerifaltes de esas instituciones hablar
ahora de que estamos
asistiendo (¡atentos a la cursilería!) a una crisis de valores y que ellos
trabajan por un compromiso corporativo de la solidaridad (¡temblad, becarios!),
dan ganas de gritar como exclamaba mi abuela: “¡Caballeros, lo que ustedes han perdido es la vergüenza y los principios!”. Les quedan, repito, los valores.
Eso es para ellos la ambición: generar un negocio que se debe mantener bajo una fachada de respetabilidad y de seguridad jurídica hasta que se tambalea y cae. Quien ha firmado una hipoteca o un crédito, podrá quedarse en la calle por haber vivido por encima de sus posibilidades o por no haber sido proactivo en la gestión. Quien lo ha arruinado, será recompensado con una indemnización: los contratos están para ser cumplidos, excepto en los casos más obscenos.
Eso es para ellos la ambición: generar un negocio que se debe mantener bajo una fachada de respetabilidad y de seguridad jurídica hasta que se tambalea y cae. Quien ha firmado una hipoteca o un crédito, podrá quedarse en la calle por haber vivido por encima de sus posibilidades o por no haber sido proactivo en la gestión. Quien lo ha arruinado, será recompensado con una indemnización: los contratos están para ser cumplidos, excepto en los casos más obscenos.
¿De verdad que el empresario que abre su negocio cada día y que lucha por mantenerlo
a flote, y con él a las familias de sus empleados, tiene que soportar el
chantaje de esos MBA impuestos pararrevolucionariamente por el capitalismo
financiero? ¿O soportar la cháchara de esa filosofía prostituida y mimada por los grandes partidos -la filosofía "en" valores- dispuesta a aparentar que está repartiendo la sopa
de ajos que no repite? ¡La mala conciencia obliga a hacer continuos sacrificios ante el altar de este nuevo Moloch...! ¿Donde se ha quedado el único Nombre que Pedro proclamó que bajo el cielo nos ha sido dado para que podamos alcanzar la salvación (Hchs. 4, 12)? Tampoco hay que molestar(se).
Hace unos meses me tocó evaluar un trabajo final de máster sobre
cinismo y deseo, que se movía entre Alexandre Kojève y Jacques Lacan. El alumno, ateo práctico, enlazaba la frase de Jesús
de perdonar a quienes no saben lo que hacen con las modificaciones de Marx (no
lo saben, ¡pero lo hacen!) y de Sloterdijk (lo saben, ¡y aún así lo hacen!).
¿Cómo explicar a un joven que será mártir de unos procesos en los que es imposible creer? En los términos actuales, ¿sólo cabe la desesperación ante un sistema
perfectamente despiadado para el que la integridad no pasa de ser también una mercancía?
“Nació de aquí gran penuria de dinero contante, procurando cobrar cada cual sus créditos, y también porque vendiéndose los bienes de tantos condenados, todo el dinero caía en manos del Fisco o en el Erario. Acudió a esto el Senado, ordenando que los deudores pudiesen pagar a sus acreedores, dándoles de lo procedido por las usuras, las dos partes en bienes raíces en Italia. Mas ellos lo querían por entero: ni era justo faltar a la fe y la palabra a los convenidos. Comenzó con esto a haber grandes voces ante el Tribunal del pretor. Y las cosas que se habían buscado por remedio venían a hacer el efecto contrario, a causa de que los usureros tenían reservado todo el dinero para comprar las posesiones. A la abundancia de los vendedores siguió la vileza de los precios, y cuando cada uno estaba más cargado de deudas, tanto vendía con más dificultad. Muchos quedaban pobres del todo, y la falta de la hacienda iba precipitando también la reputación y la fama, hasta que César lo reparó poniendo en diversos bancos dos millones y quinientos mil ducados (cien millones de sestercios) para ir prestando sin usura a pagar dentro de tres años, con tal que el pueblo quedase asegurado del deudor en el doble de sus bienes raíces. Con esto se mantuvo el crédito, y poco a poco se iban hallando también particulares que prestaban. La compra de los bienes raíces no fue puesta en práctica conforme al decreto del Senado, porque semejantes cosas, aunque al principio se ejecutan con rigor, a la postre entra en lugar del cuidado la negligencia” (Tácito, Anales, libro VI).
Pese a toda la artillería en contra, refugiarse en los clásicos sigue permitiendo adquirir lucidez ante el
presente; la esperanza, en cambio, se labra en el único Nombre bajo el cielo.
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