Confieso que, entre las actividades diarias, leo siempre una
tira de Calvin & Hobbes para
poder mirar el mundo con cierta benevolencia escéptica. Los personajes de un
niño hiperactivo de seis años, egoísta, liante y metafísico, y de su tigre de
peluche, coqueto, estupefacto y astuto, creados por Bill Watterson en 1985, son
los héroes ácratas de mi primera juventud.
Reconozco que tal confesión testimonia mi escaso compromiso revolucionario, pero situarse irónicamente bajo el favor del reformador de Ginebra y del atormentado filósofo inglés protege, sin acritud, de los tópicos políticos al uso. El más pernicioso: el de la bondad educativa de nuestras escuelas.
Recuerdo que, al abandonar el colegio para ir a la universidad, sentí como si hubiese cumplido una condena de trece años y pudiese estrenar la libertad. Era un niño disciplinado y aplicado, pero sospechoso de leer, en lugar de tebeos y revistas porno, a gente tan disparatada como Turgueniev, Dostoievski o Flaubert.
Calvin tiene que vérselas con la Srta. Carcoma, su maestra, y el Sr. Escupitajo, director de la escuela. Nosotros nos las veíamos con el Hno. Sapo, de ruindad canónica, y con el Hno. Jabalí, director tarzánico. Si con un zarpazo no entrabas en razón, con un rugido asumías que en la selva la ley también era natural y positiva. Brutal, sí, pero también muy instructiva. La edad te lo hace entender.
Con los años uno se casa y tiene hijos y los hijos llegan a una escuela nueva, en teoría liberada de los tics franquistas de aquella ansiada pedagogía de la transición. La escuela de ahora educa en valores (como dice un amigo perplejo: los valores en la Bolsa, en el Evangelio Cristo; pero las escuelas cristianas siempre han sabido que no hay que exagerar). Así que (quien lo probó lo sabe), si antes te pasabas de listo, te podía caer una bofetada que te sacase de la mesa. Ahora le explican al niño: “¿No te das cuenta? Todos te queremos”.
En una sociedad malcriada e irresponsable, los padres energuménicos no toleran la más mínima contrariedad de sus niños tumefactos afectiva e intelectualmente. La escuela reacciona a la defensiva, con un argumentario victimista más o menos eficaz. Antes, unos padres llamados por la escuela eran informados del comportamiento de sus hijos. Hoy en día, enfrentados a la maestra o el maestro y a una psicopedagoga, nada más que se terminan las presentaciones, son interrogados sobre sus costumbres domésticas.
La palabra clave, en el ámbito educativo, es diálogo. Es el ábrete sésamo que debería resolver todos los problemas. En una ocasión, una maestra me miró con ojos desconfiados cuando quise razonar que el diálogo debe acabar en un acuerdo entre dos partes, pero cuando la relación entre ambas no es equilibrada, no hay diálogo sino una petición que la parte más poderosa puede conceder o no y según qué condiciones. La escuela quiere recuperar la autoridad, pero sin pagar el precio de su autoritaria buena conciencia.
Por todo ello, como en la viñeta que encabeza este post, sigo teniendo la misma sensación –y creo descubrirla en mi hijo también calvinista- que la de Calvin cuando sale a la pizarra para mostrar un objeto y expresar sus sentimientos. Mirando a sus compañeros y a nosotros lectores, nos suelta con candor, con furia, con irritación:
"Para la clase de hoy he traído un avión de juguete.
Es muy normal, supongo, pero me gusta llevarlo encima.
¡Es para recordarme que, en cuanto ahorre un poco de dinero, compraré un billete y me iré tan lejos de vosotros, estúpidos, que alucinaréis!
(Ante el director). No es una “actitud”. ¡Es un hecho!"
En aquella escuela de sapos, jabalíes, orangutanes y cocodrilos, encontré, sin embargo, al único maestro que Dios me ha concedido en la vida. Le llamaban garbancete, porque no superaba el metro y medio de estatura. Calvo, sin cuello, con las extremidades pegadas al tronco, casi sin poder separarlas, aquel fraile diminuto, que había sido corneta de un tercio requeté durante la Guerra Civil, amaba con pasión las lenguas clásicas y su cultura.
Flemático, irónico, intransigente, me inoculó la pasión del saber humanista sin una sola prédica, sólo enseñándome a escandir los versos de Virgilio. Su fe, discreta y sin fisuras, la proclamaba con ansiedad a través de una anécdota que repetía constantemente, entre nuestras chanzas malhumoradas: no quería asirse a las sábanas en la agonía como aquel que gritaba: “Señor, ¡estas manos están vacías!”.
Siempre fue consciente de que estaba ahorrando para irme bien lejos de todos ellos, incluso de él. De haber llegado a leer este post, habría vuelto a decir lo que, en una ocasión, le espetó al director enfrente de mí: “¡Deje al chico que se explique!”. ¿Cómo explicar a una escuela lo que, en último término, excede método, enseñanza, aprendizaje? Ser uno mismo es querer ser múltiple.