Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
Quiere ofrecer reflexiones, opiniones y lecturas a personas atentas a la vida del espíritu y de la cultura.

viernes, 14 de junio de 2019

El oficio de morir según Cesare Pavese.



Le Suicidé,
Édouard Manet (1887)

En plena juventud dediqué unos años a estudiar italiano en el caserón austracista situado al final de la calle Mayor de Madrid. A la salida, casi de noche, callejeaba por sus alrededores, siempre dispuesto a colarme en la iglesia de los Servitas, frente a la antigua tumba de Juan de Herrera, antes de embocar la casa de Larra… Con fantasías velazqueñas compensaba esas inclinaciones románticas, entre esotéricas y suicidas, no cesando de aspirar en primavera el ocaso lejano del monte del Pardo.


Recuerdo la intensidad desesperada de aquella mitad fragmentada de una vida que veo despedirse, sin melancolía, en la plenitud ahora de la siega. Algunos de sus destellos se han grabado en el metal de mi sensibilidad como imágenes que anticipaban algunas intuiciones que, trabajosamente, he cincelado a tientas en los pasillos de este claustro virtual.

Alguna película de Roberto Rossellini no basta para explicar la densidad humana que sobre la identidad de mi carne imaginaria fuera tecleando aquella cultura italiana adquirida a salto de mata autodidacta, a través, por ejemplo, de las páginas de Primo Levi o Carlo Ginzburg leídas con ansiedad. Quizás incluso la forma de las entradas de este blog no habría encontrado su perfil más vago sin la lectura fascinada de La luz de la noche de Pietro Citati. Después de un cuarto de siglo, aún me estremezco leyendo, profético, el primer párrafo del cuento “I sette messaggeri” de Dino Buzzati: “Partito ad esplorare il regno di mio padre, di giorno in giorno vado allontanandomi dalla città e le notizie che mi giungono se fanno sempre più rare”.

Regresa, pues, con fuerza el sentido desolado de una férrea y casi histérica autodisciplina a la que sólo una abrumada conciencia puede conceder la piedad de su olvido. La descubrí, impotente, en la sintaxis flexible y quirúrgica de Il mestiere di vivere (1952) de Cesare Pavese (1908-1950). Las entradas de sus diarios (1935-1950), que comenzó casi a la edad en que me habían alcanzado, trazaban algo mucho más decisivo que la introspección narrativa de su atormentada psicología. En sus immagine-racconto latía la sensibilidad estética que formulaba con exactitud la abismal transparencia de nuestras fantasías más caóticas.

A medida que menos me detengo con más indulgencia en los remiendos que debí improvisar en el transcurso de mi gris itinerario, voy comprendiendo hasta qué punto “para obtener un verdadero relato del pensamiento debería evocar el complejo interior de quien medita sobre los propios medios de pensar; y no parece un gran tema”. Observo mis fracasos y no los lamento. Abstracto, oscuro, procuro desdibujar la anécdota hasta liberar la sombra de su duelo. 

Me sigue consolando la lacónica lucidez de Pavese: “Hay algo más triste que fracasen los propios ideales: que tengan éxito”. Siendo su combustible más poderoso las ambiciones de la juventud, que no dejan de lubricar la inextinguible vanidad, debí afrontar su agotamiento o con desengaño barroco o con esperanza gótica. Sobre igual fondo de cenizas, tal vez haya escogido la mejor parte, pues, a fin de cuentas, “para explicar la vida, no sólo hace falta renunciar a muchas cosas, sino tener el coraje de callar esta renuncia”. Las mejores entradas de un diario son aquellas a las que aluden, tenues, los puntos y aparte.

Por todo ello he intentado seguir al pie del espíritu un abrumador consejo autobiográfico de Pavese: “Ir al destierro es nada; volver de allá es atroz”. Casi como anotaciones al margen, no debería ser necesario insistir en que las reflexiones que más me siguen impresionando están apenas esbozadas en ese tipo de aforismos que desvelan la sensación de la propia vida como una narración precaria, la clave de cuyo simbolismo queda por hacer objetivamente: “Es la originalidad de estas páginas: hay una confianza metafísica en este esperar que la sucesión psicológica de tus pensamientos se configure en una construcción”. Se escribe con el anhelo de que la sombra poética del propio espíritu deje su marca ausente sobre una palabra huérfana.

Leyendo no buscamos ideas nuevas, sino pensamientos ya pensados por nosotros que adquieren sobre la página un sello de confirmación. De los otros nos golpean las palabras que resuenan en una zona ya nuestra -que ya vivimos- y haciéndola vibrar nos permiten comprender nuevas ideas dentro de nosotros. ¡Qué grande es el pensamiento que hace todo esfuerzo inútil! Basta dejar aflorar nuestro yo, acompañarlo, darle la mano, como si se tratase de otro: confiar en que somos más definitivos de cuanto podamos saber”.
(Cesare Pavese, El oficio de vivir) 

Sin palabras, un gesto. No escribir de menos.

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