Despedida al atardecer, Moritz von Schwind (1859) |
Mi heterónimo lleva unos meses oyendo, hasta en
público, el consejo bienintencionado de que debería matarme (sic). Que necesita
dar un paso adelante. Que escriba novelas o, mejor, que redacte ensayos que
pueda presentar a premios que, además de recompensar, si llega el caso, su
compromiso intelectual, le sirvan de provecho académico y, por qué no,
económico. Que puedo perjudicarle, vamos. Yo sólo soy
un abad stilnovista que, aunque apenas vende treinta ejemplares de sus libros, por lo visto merecería la pena de muerte universitaria. En España las bromas siempre van muy de veras.
Tengo la impresión de que mi heterónimo no es otro Judas que por treinta monedas
de plata, que ni siquiera le han ofrecido, traicione a quien le ha salvado, para así poder colgarse mejor de un árbol antes de que sus entrañas se desparramen. Mi
heterónimo no es un suicida. Me temo que en la sangre de nuestra libertad tendrían que lavarse otras vestiduras blancas. Quien ya lo ha probado, lo sabe, aunque creo que, a estas alturas, no merecemos la pena. Puede que sea cierto que por nuestro
orgullo no hayamos buscado el aplauso de los mejores. Por humildad nos hemos
conformado con el de los buenos.
No obstante, poco a poco el cansancio
de la jornada se ha ido adueñando de nuestros miembros. Es la hora del atardecer; no
de la noche. Entre Cavalcanti y su heterónimo han recreado una sinderésis compartida. El uno es
la proyección ideal del otro; sin tal dosis de irrealidad su existencia carecería de sentido humano. A diferencia del admirado Pessoa, nuestra heteronimia no da voz
ni biografía a una posibilidad exenta de nosotros mismos fracasados. Ni tampoco
es exactamente un apócrifo machadiano: un fingido él. Entre el lisboeta y el sevillano,
Cavalcanti se encamina ad Orientem
Peninsulae. Es la fábula de nuestra vida: la imagen escatológica de una fe
ciega en la resurrección de los muertos -de la carne poética, transfigurada, gloriosa-. Ahora y siempre.
Cavalcanti no se despide; se retira a orar en la
celda de su monasterio. Quisiera también meditar mientras pasea por sus
claustros como un peregrino absoluto. En otro lugar de la red dará la palabra a su heterónimo, con constancia litúrgica. Un
día de cada semana, en cada una de las horas del oficio, sucesivamente,
introducirá alguna reflexión breve sobre los lugares comunes de nuestra época. Bajo el patronazgo de Léon Bloy, imitará, tímido y liberto, la exégesis de tantos
tópicos como le abruman. Fiel a su promesa, sin embargo, no dejará caer en saco
roto que «donna me prega» seguir caminando. Seguirá perseverando en este
espacio a un ritmo más pausado, más polifónico.
Tiempos inciertos requieren decisiones a la
intemperie. Tal vez fracase o sienta, exhausto, los límites de mi edad madura.
No importa. He corrido la mitad de mi carrera y me paro a contemplar mi estado.
A aquel que fui no me aferro, a quien seré no empeñaré que sé quién soy. Llevado
a un monte altísimo podré observar algunas plazas de este mundo y su gloria (Mt. 4, 8-11). No
puedo negar que, más que apetecibles, transmiten la confianza de que,
adorándolas, podría evitar la soledad del eremitorio. En la tentación de mi
incredulidad repetiré como una letanía: «Al Señor, tu Dios, adorarás, y a Él solo darás culto».
“Pero nosotros nos inclinamos a creer más bien en la dignidad del hombre, y a pensar que es lo más noble en él el más íntimo y potente recurso de su conducta. Porque esta misma desconfianza de su propio destino y esta incertidumbre, de que carecen acaso otros animales, van en el hombre unidas a una voluntad de vivir que no es un deseo de perseverar en su propio ser, sino más bien de mejorarlo. El hombre es el único animal que quiere salvarse, sin confiar por ello en el curso de la Naturaleza. Todas las potencias de su espíritu tienden a ello, se enderezan a este fin. El hombre quiere ser otro. He aquí lo específicamente humano. Aunque su propia lógica y natural sofística lo encierren en la más estrecha concepción solipsística, su mónada solitaria no es nunca pensada como autosuficiente, sino como nostálgica de lo otro, paciente de una incurable alteridad”.
(Antonio Machado, Juan de Mairena. Sentencias, donaires, apuntes y recuerdos de un profesor apócrifo)
Y he aquí que los ángeles se acercaron y Cavalcanti
servía entre ellos.
Que sea muy seguido, ti preghiamo.
ResponderEliminarPregate e vi sarà dato, cercate e trovarete, bussate e vi sarà aperto. En esta desnudez halla el espíritu su descanso...
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