La oración en el huerto, Francisco de Goya (1819) |
Me ha costado convencer a mi discípulo blanchotiano de que
no sólo le convenía sino de que casi tenía el deber de realizar al menos una
estancia trimestral en París para avanzar en la redacción de su tesis doctoral.
Como es un bohemio sedentario, se ha escurrido hábilmente durante meses….
Estoy convencido por experiencia de que vivir en el
extranjero ejerce simbólicamente de rito de paso. Como toda salida de uno mismo
nos obliga a hacernos dolorosamente conscientes de nuestra finitud. Mientras el
discípulo empieza a vivir, el maestro, sin embargo, empieza a darse cuenta de
que su meta ya no está en la cumbre de una montaña sino en descubrir el camino
del descenso. En esa separación no se plantea sólo una cuestión biológica ni
tampoco moral, sino, específicamente, metafísica. Entre maestro y discípulo la
relación es intensamente finita: se apaga uno para que brille el otro.
Vivir no es una enfermedad, pero la enfermedad nos recuerda
a cada paso –y en los casos extremos con una exigencia inaplazable− que la
muerte es la posibilidad radical de nuestra imposibilidad existencial, nuestra
plenitud más honda y más vacía. La muerte no es así una experiencia ajena sino
su extrañeza aneja. Palíndromo inquietante, lo que nos decide se sustrae en
nuestra finitud.
Como me siento vicariamente parisino por mi discípulo –y, por
ello, heideggeriano convaleciente−, leí hace un par de meses de un tirón Pasar Getsemaní (Salamanca, 2013) de Emmanuel Falque (1963), profesor del Institute
Catholique de Paris. Publicado originalmente en 1999, es el primer volumen del
triduo filosófico que su autor ha completado con Métamorphose de la finitude (2004) y Les noces de l’Agneau. Essai
philosophique sur le corps et l’eucharistie (2011).
Subtitulado “Angustia, sufrimiento y
muerte. Lectura existencial y fenomenológica”, Pasar Getsemaní –cuyo título en francés
tiene una fuerza personalizadora que se pierde al traducirlo: Le Passeur de Géthsemani− es una
reflexión cristiana que quiere asumir y sobrepasar los planteamientos
existenciarios de Heidegger. A Falque cabe agradecer que relea una tradición
literaria que encuentra en M. Blondel y en Ch. Péguy referentes aparentemente
olvidados de una corriente pascaliana que se actualiza, no obstante, de manera
crítica.
El
núcleo de la argumentación de E. Falque es provocativo. Especializado en
patrística y filosofía medieval, Falque pretende explorar una tercera vía entre
pelagianismo y origenismo –es decir, entre la confianza en la libertad del
hombre para alcanzar su salvación y la confianza en la sola gracia de Dios− con
la que parece desear enfrentarse a los estertores “legalistas” de la doctrina de san Anselmo en Cur Deus homo.
Para
nuestro autor, la Muerte y la Resurrección de Cristo no sería un misterio de redención sino de comunión. Atribuir carácter sacrificial y expiatorio a la muerte de
Cristo proyectaría una imagen de perfectibilidad, en cierto sentido psicótica,
al verdadero modo cristiano de
afrontar la muerte en el plan creador de Dios. La muerte no sería, en modo
alguno, la consecuencia de un pecado original que convertiría al hombre en
culpable ni a Cristo en la víctima atroz de un Dios vengativo. Más bien, “la
imagen inalterable de una naturaleza originalmente
alterada en nosotros […] hace así de nuestra finitud originaria el sentido
verdadero de la imago Dei inscrita en
nosotros”. ¿Pecado? Sí, si se entiende como “auto-encerramiento de sí por sí
mismo injertado o encajado en una finitud, como tal, no
pecadora”.
Lamento
no poder hacer toda la justicia que se merece a la precisión y a la riqueza de
matices filosóficos de la exposición de E. Falque. Con todo, no renuncio a
detenerme, discrepante, en sus consecuencias sobre un aspecto que es básico en la fe
cristiana y sobre el que cada vez más incesantemente medito: el sentido
espiritual que une el Jardín del Edén y el Huerto de Getsemaní. ¿Es posible dar
por descontada la Caída separando el pecado del sufrimiento físico y de la
muerte biológica como consecuencias “que no se siguen de él en absoluto”?
¿Acaso es “en absoluto” inevitable identificar finitud –en los términos de
Falque añadir “no culpable” debiera ser redundante− con la Muerte? Tengo mis
dudas, medievales quizás y romanas…
En
origen la finitud humana no tiene culpa. De hecho, la Creación misma es un acto
de amor que “limita” la omnipotencia divina. En su cima, el hombre manifiesta
la imagen y semejanza de Dios como
criatura. Al comer del árbol del Bien y del Mal, descubre que en su condición
de criatura no es como Dios. Así entra la muerte en su
finitud y reconoce con angustia su suspensión en el abismo del ser. La muerte
no es el castigo por el pecado sino que el pecado lo aherroja en su finitud.
Si
pudiera adoptar un sentido levemente kierkegaardiano, me atrevería a decir que el
Huerto de Getsemaní es la repetición del Edén que anula el pasado de la Caída.
Jesucristo no es la confirmación de la imagen adamita sino que es, desde la
eternidad, el nuevo Adán. Ante la posibilidad como posibilidad, ante Nada, recorre
el camino inverso de Adán. Diviniza lo humano restaurando a través de su Muerte
el árbol de la Vida en medio de nuestra finitud. Carga con nuestro pecado no
para satisfacer una deuda sino para expiar
–para borrar− la Culpa: no somos como Dios. En tanto que muero mi propia
muerte, con su angustia y con sus sufrimientos, en Cristo, rehago con Él, y
jamás sin Él, el camino al Paraíso.
“Sufrir y morir en comunión «con» el Hijo no quiere decir, pues, no sufrir más y no morir ya, ni hurtar la cualidad «en cada caso mía» a mi sufrimiento y a mi muerte: todo lo contrario. Al sufrir y al morir por mí y conmigo, Cristo no sufre ni muere «en mi lugar». El verdadero «lugar» del sufrimiento para el cristiano equivale así primero, a aceptar ocupar su lugar… no en lugar de Cristo sino con Cristo resucitado que sufre conmigo pero no sin mí. A la manera de un Pasante, por tanto, que se hace cargo de aquel (al) que (él) pasa, así también Cristo convierte desde hoy el sentido de mi sufrimiento para que yo haga de éste, con él, la modalidad de mi propia vida: como lugar de recepción de otro lugar o de algo otro de mi vida, o sea, de lo otro de mi sufrimiento y de lo otro del Padre en mi sufrimiento”.
(E. Falque, Pasar Getsemaní)
En un
par de semanas mi discípulo blanchotiano estará ¿acomodado? en París. Memento mori.
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