El hijo pródigo, El Bosco (1490-1506) |
Mi amigo germanófilo me recomendaba los diarios de Ernst Jünger (1895-1998) calificándolos de
extraordinarios, pese a mi escepticismo. Siempre he desconfiado del autor de El trabajador (1932), por razones
superficiales: por esa figura suya tan estilizada y por su mirada de gélida
inteligencia hanseática. Finalmente, me he convencido de que debía leer Jardines y carreteras (1942), su primer diario de la Segunda Guerra Mundial.
Al acabar su lectura, matizaría el adjetivo que empleó mi amigo: más que
extraordinarios, son prodigiosos, es decir, se salen extrañamente de lo común.
Me parece una claudicación biempensante la costumbre
de excusarse ideológicamente por disfrutar la obra de un autor si es de
derechas. Jünger, que no era exactamente nazi, como presuponía Walter Benjamin, sino más bien prusiano, escribió
sus diarios con los hilos narrativos de un mundo apocalíptico. El poder de su
palabra convocó, y consumó en su escritura, su atómica destrucción. La lucidez de sus
descripciones, radiológica, hechiza con el engaño de una verdad que es exasperadamente
moderna. Procuran un doloroso placer estético; bajo su marcial apariencia, una
lava helada congela los abrasados ojos de sus lectores.
En la nota introductoria de la edición de Tusquets a
Radiaciones I, el traductor Andrés
Sánchez Pascual resalta que en Jardines y
carreteras “ni Hitler ni el Partido, entonces en la cumbre de su gloria,
son mencionados con una sola palabra”, pues “lo decisivo de este primer diario es
la visión de la guerra desde una perspectiva nueva, el sufrimiento”. No estoy
tan seguro, en cambio, de que quien habla en esas páginas no siga siendo, bajo
la disciplina anónima del uniforme de la retaguardia, el soldado de la Gran
Guerra que resiste a la deshumanización técnica intentando conservar el sentido
de la caballerosidad y del honor: “Lo único que la destrucción hace es quitar
la sombra de las imágenes”.
Jünger muestra algo quijotesco en sus inútiles
esfuerzos por conservar la biblioteca de Laón o el castillo de los
Rochefoucauld o por seguir la etiqueta invitando a los oficiales franceses prisioneros
a cenar en su alojamiento. Pero más inquietante es leer sus jardines y sus carreteras
como la primera salida cervantina de un nuevo caballero andante que en la
guerra no desea ser otra cosa que un entomólogo y un poeta. Lo afirma
implacable en el prólogo a sus diarios: “El oficio, el ministerio de poeta es
uno de los más excelsos de este mundo. A su alrededor se concentran los
espíritus cuando él transubstancia la Palabra: huelen que allí está haciéndose
una ofrenda de sangre”.
¿Cómo van a tener cabida los jerarcas nazis, si a
Jünger lo que le apasiona, lo que le obsesiona, en aquellas páginas es apresar
insectos y encontrar fósiles entre los cráteres de las bombas para observar con
detenimiento sus formas y sus colores? Su morosidad, su delectación, en la
contemplación auditiva de las aves que salen a su paso por los campos y que
clasifica con sus nombres alemanes y franceses llega a angustiar.
Heredero de la cultura pagana alemana del siglo XIX, cuyo poder demónico tamizaba todavía el recuerdo del cristianismo, Jünger reflexiona sobre la Vida que, inmensamente rica, irisa una luz tan deslumbrante
que sólo el nihilismo es capaz de interpretar. Es preciso remontarse al paraíso
bíblico del que solo Herodoto puede dar testimonio auténtico. Antimoderno más
que reaccionario, Jünger es así otro alemán que hace de la exégesis una parábola
metafísica del ser olvidado, una lucha sin cuartel entre libertad y destino,
tiempo y eternidad: “Nuestra libertad consiste en descubrir lo pre-formado –cuando
creamos, lo que hacemos es adentrarnos en la Creación”.
Poco antes de la guerra, Ernst conversa en
Kirchhorst con su hermano Friedrich George sobre la tabla del Bosco El hijo pródigo, que les había
impresionado vivamente años atrás. Conocida también como El viajero,
se ha solido ver en su protagonista una imagen del homo viator medieval que, dejando atrás el vicio, regresa al camino
de la virtud. Para los hermanos Jünger, sin embargo, ante
la representación de un hombre canoso, “se ve claro que ya no llegará a su
casa; en esto la dureza del pintor sobrepasa a la del texto de la Biblia”. La
parábola de la misericordia anticipa así una justicia -¿protestante?- inflexible: “Especialmente
terrible resulta que en este cuadro se concentre en la perspectiva de un único
instante la totalidad de una vida equivocada”.
Poco más de un año después, en el verano de 1940, el
capitán Jünger, viajero de la ocupación alemana en el medio de su camino vital,
vislumbra que entre lanzarse al ataque y cincelar una frase perfecta prefiere
el riesgo de la última. Dispuesto a escalar acantilados de la inteligencia, oficiará
el rito de la desesperación, transfiguración del individuo en voluntad.
“Hace un año todavía me parecía que lo más alto era la alquimia, el influjo invisible sobre fuerzas y cosas por medio de fórmulas mágicas, por medio del encantamiento. Pero me parece que mejor aún que eso es que las palabras, como si fueran alas, nos lleven a aquellas zonas en cuyo éter ingrávido no se tiene ya precisión de alas. Alguna vez nos desprenderemos también de estas envolturas multicolores”.
Goetheano, prodigioso, el gnóstico Jünger, viajero pródigo, penetra a
veces, con sus ecos multicolores, en aquel éter ingrávido que nos despoja de
palabras.
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