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Annunciazione (1333),
Simone Martini |
Fiel a mis costumbres, me he topado al azar sobre la mesa de
novedades poéticas de mi librería con Limbo
y otros poemas (Valencia, 2013), último poemario de Ada Salas (Cáceres, 1965)
que, por lo que había oído aquí y allá, es una de las voces más recomendables
de mi generación. Al leer el primer poema, titulado (Epílogo), sin embargo me
quedé petrificado. No es habitual darse
de bruces con un primer verso como éste: “Lo que añurga y atora”.
Me fue difícil no añurgarme y poder seguir adelante, no
pensando en el mal que ha hecho la teoría literaria adoptando el estilo de
Heidegger para ver si podía verterlo en moldes métricos. Temí enfrentarme a uno
de esos cócteles en que si se agita un poco de Valente, con aromas finales entre
Celan y Jabès, puedes salir con una resaca deconstructiva durante unas semanas.
Pero Salas es lo suficientemente ecléctica como para conjurar
este riesgo combinando la vía vanguardista con la de una experimentación que
entronca con la reflexión lingüística modernista. Así que
entre sus citas, además de Hölderlin-Rilke-Trakl-Valente, con su oscura
propensión nocturna, la sombra eréctil de Apollinaire cobija ecos tan dispares como la de Marina Tsvetáieva y Fernando Pessoa, o tan disonantemente próximos como los de Ted Hughes y Sylvia Plath,
sin olvidar la clasicidad de Safo, Lope, Camôes y Garcilaso.
En el libro de Salas se encuentran intuiciones con los que
estoy en completo desacuerdo, teológicamente, pero que poéticamente requieren atención. Hay que reconocer que la poeta domina, sin ninguna
duda, los registros de su voz más personal. De estos poemas puede resaltarse,
con más o menos razón, la indagación del sentido en el borde del silencio, el
asomarse abisal a las dudas sobre las cosas sencillas e inmediatas o el
balbucir la verdad que en revelación la poeta acoge para sobrevivir en un
tiempo empobrecido –parafraseo a Viktor
Gómez−.
Pese a ello, no puedo evitar la impresión de que su singularidad
expresiva adopta el tono de una maniera, más que el de una búsqueda
fragmentada en su deseo de exactitud lírica. No acabo de ver hasta dónde la
emoción decantada de unos versos tejidos al hilo metafísico de unos pocos símbolos
(el mar, el perro, el cuerpo, la palabra, la luz, la muerte…) no sean sino ecos
de una forma de escritura que, en su aparente densidad, esconde un tintineo
vacío. El limbo, etimológicamente borde o umbral, corre entonces el riesgo de
convertirse en un lugar teológico de y en pena lírica.
Quizás esta sensación mía se deba a mi convencimiento de que
en este tipo de poesía más importante que la anécdota vital que pueda
desencadenarla es la experiencia material que la crea –no re-crea− poéticamente. Cuando en el primer poema la poeta reconoce
impotente que el dolor no se puede contar por más que se lo proponga: “Recoge /
los añicos y construye / con ellos / una historia –una / sucesión ordenada y
discreta / por fin / reconocible”, uno no puede estar de acuerdo con su
conclusión: “el dolor es la forma / más / acabada del caos”. No: el dolor es la
forma inacabada de la iluminación.
Para Salas, sí, la luz es una herida en la oscuridad
genesíaca que ha de protegerse en el hueco-olvido que los amantes intentan
suturar, obstinadamente consumidos en una lucha que se agota en su derrota
mutua. Los árboles, la intimidad, alimentan el animal indeterminado de la
palabra otoño, el declinar de la existencia hasta “desprenderse / de sí / hacia
una estampa que / -dejaste de creer en la / resurrección− dibuja la figura de
la muerte”. No extraña que la voz poética cuestione la deuda de amor de
Antígona con su hermano Polinices. En lucha con las fuerzas primordiales,
caóticas, su esterilidad no puede ser entendida como un acto erótico de
afirmación fraterna que escapa a las leyes de la inmanencia política.
La negación -¿antipatriarcal?- de la voluntad purificadora
de la luz se advierte de una manera precisa en las recreaciones ecfrásticas de Otros poemas, la última sección del
libro, donde se ensaya una alquimia alusiva entre modernidad y tradición
literario-visual a juzgar por sus referencias de cabecera. Me detengo en el
ciclo de siete breves poemas que forman Anunciación.
Poemas blasfemos, adaptan dramáticamente la voz de una Virgen sorprendida por
el ángel, inspirada en el recelo de la mirada de María Reina en el retablo de Simone Martini.
La irrupción inesperada de la Palabra –esa tira apenas visible
que sale de la boca de Gabriel en la pintura gótica- es vista como una
violación que deja abierta una llaga de odio allí donde el otro –el hijo−
reclama la presencia. “Y ahora yo / te escupo / oh ángel-mensajero-del-cobarde”
es la réplica –no angustiada, sino a-tea-
a otros versos de Limbo: “Vinimos
hasta aquí para beber la luz / pero la luz / nos escupió su desprecio”. No se
niega tan sólo la salvación. Su sola posibilidad resulta escandalosa,
una victoria sobre la muerte que, pudiéndola sólo ofrecer una libertad heterónoma, se niega con sorda ira, en asonancia posmoderna. No queda lugar para un espacio en profundidad, como el que proclama el dorado de Martini. El fiat evangélico, la
nueva creación inaugurada por María, incita la venganza femenina de un “cuerpo
/ mancillado / por la sed del Altísimo” que ha de dar a luz al hombre de
dolores muerto en cruz.
“Y tú
a quien hasta las
piedras llaman
Padre
qué secreto
placer en este escándalo
la que ha sido mi
carne ofrecida
en subasta
para eterno
alimento de los perros”.
Salas insiste en la imagen del muro, la trampa del lenguaje.
La negación de la vida. Frente al dios de este mundo, habrá que protegerse -me protejo- invocando luminosamente “Non serviam”.