Monje meditando (1632), Francisco de Zurbarán |
Álvaro Pombo (1939) es un novelista inclasificable, a
contracorriente y libre, incluso para jugar el juego de ganar los premios
Planeta y Nadal. Libre porque su escritura suena como una viola de Marin Marais
en medio de conciertos editoriales prêt-a-porter; a contracorriente, porque es
capaz de tocar temas como la teología de la liberación, la homosexualidad o la
historia de San Bernardo de Claraval con un rigor de estilo y de pensamiento
inconfundible; inclasificable, porque poesía, filosofía y narración forman en
sus obras un todo inseparable.
En una sociedad descristianizada como la española Pombo
tiene el cuajo de titular su última novela Quédate con nosotros, Señor, porque atardece (Barcelona, 2013), tomando prestadas
las palabras que los entristecidos discípulos de Emaús le dirigen al misterioso
acompañante, el Resucitado, que enciende sus corazones explicándoles las
Escrituras (Lc 24).
Al leer el resumen de la contracubierta, cansado como estoy
de los cristianos liberales, sentí la tentación de dejar el libro en la pila de
inmediato. En La Gorgoracha, un ficticio monasterio trapense granadino (no un convento, como dice erróneamente
la entradilla), formado por seis monjes (no frailes, término utilizado
erróneamente por Pombo como sinónimo), uno de ellos, el P. Abel, aparece
ahorcado. El prior intenta imponer la versión alternativa del accidente. La
aparición de unos escritos del suicida, cuya existencia escondida aprovecha un
antiguo compañero de estudios, Matías Belarte, para desprestigiar a la
comunidad a través de sus columnas periodísticas, acaban provocando una
transformación en su vocación hasta el punto que deja el monasterio para convertirse
en un sacerdote de (discreto) éxito radiofónico. Raimundo e Ignacio, los otros
dos monjes protagonistas, de diferente edad y temple, ven su mundo común y su
propio interior -sobre todo, el de Raimundo- tambalearse y, sin embargo, acaban verificados, por emplear la terminología sartreana que Pombo glosa
a su manera a lo largo de estas páginas.
Lo sorprendente de esta novela consiste en que todas las
presuposiciones que se pudieran hacer de unos motivos y temas tan tópicos literariamente
(desde el manuscrito encontrado hasta el autoritarismo sinuoso del prior) se
transforman en la voz de Pombo en un nuevo acercamiento profundo y atrevido al
fondo de la experiencia cristiana. Se puede no estar de acuerdo –yo no estoy de
acuerdo del todo, y en ese casi seguramente se juega lo más
fundamental- pero es indudable que, heterodoxo o no, Pombo es hombre de fe apasionada y, en singular coherencia,
de una fidelidad extrema a las coordenadas éticas del universo estético que ha
construido en su obra entera.
En esta novela Pombo vuelve a los temas centrales de
toda su producción novelística: la falta de sustancia, la religación y el bien,
analizadas bajo las categorías de autoconciencia narrativa que ha ido
explorando explícitamente durante la última década: la verosimilitud, la verdad,
la verificación. De un modo nuevo, vuelve a su obsesión sobre el poder hímnico
de la palabra que se enfrenta con el límite de la muerte posibilitando y, a la
vez, cancelando la capacidad persuasiva de toda retórica narrativa.
Abel se suicida para demostrar, como el necio al que S. Anselmo opone su argumento ontológico, que no hay Dios. Intenta derruir la experiencia
subjetiva de su comunidad. En efecto, la insustancialidad del prior,
acomodado a una espiritualidad exterior que se (des)cifra en su amistad con la
condesa de Vélez, lo conduce fuera de los muros, esperando encontrar en las
cosas de este mundo el Dios cuya luz, tal como la definía el Maestro Eckhart,
Abel ha comprendido que no es más que un efecto de tedio cotidiano. En cambio,
Ignacio y Raimundo, a caballo entre el estadio estético y el estadio ético, son
capaces de dar el salto de la fe aun cuando éste escape a su propia
(auto)conciencia. Sólo la novela como mirada de un Dios escondido puede
objetivar, aunque sea precariamente, el afán trascendente de la finitud humana.
Magistralmente, Pombo traza con rápidas pinceladas el
desencanto posconciliar, que no equivale sin más a la crisis del posconcilio.
En esos pocos hombres anacrónicos, capaces
de entregar su vida a repetir, hasta confundirse con ellas, las palabras
eternas de una liturgia que anhela anticipar ya la celestial, el autor es capaz de
retratar al carboncillo las aspiraciones y los fracasos de una generación
ilusionada que ha topado no ya con la institución
eclesiástica sino con los engaños psicológicos de la propia imagen que, en su
momento histórico y social, se habían llegado a construir. Intelectuales,
literatos o políticos, como digo, estos monjes se ven abocados a un salto de la fe que cuestiona su vida sin resolver nada en apariencia pero que da un sentido en fuga a sus existencias.
No es de extrañar que los personajes que acaban emergiendo
sean anodinos o antipáticos, mostrando que, bajo las apariencias, refulge la
debilidad humilde. El airado Raimundo, remiso a remover el pasado, y la dulce
Margareta, agnóstica, afrontan con seriedad la experiencia de la muerte y la búsqueda interior de la paz.
Pombo no es un kumbayá ni un progresista al uso. A mí me
deslumbra su convencimiento de que toda la originalidad del cristianismo gira
en torno al misterio pascual, el de la Muerte y de la Resurrección. No sé por
qué, mientras leía esta novela, me resonaban en el fondo ecos de Thomas Merton,
que serán, sin duda, subjetivos, pero
que quizás, en otro post, me ayuden a explicarme algo más del itinerario narrativo
de estos monjes del silencio y de la vida.
“De pronto parece que ahí fuera queda atrás, a un lado, un mundo monótono. Aquí dentro hay, al parecer, un mundo excepcional. Contra lo que pudiera pensarse, lo excepcional sucede dentro y lo ordinario afuera. Contra todo pronóstico, la originalidad viene de la anulación del yo, procede de la anulación del yo, y la vulgaridad de la exaltación del yo. ¿Son nuestros seis monjes originales, genuinos, únicos? Ninguno de los seis reclamaría para sí semejante gansada. Dirían, supongo, que forman parte de la Iglesia, una y única, y que sus voces litúrgicas son anónimas. Estas es la gracia del relato: que lo anónimo sea de pronto singular y que regrese, en plena extrañeza, día tras día, al anonimato, en la liturgia de las horas”.
Recuerdo ver pasear a Pombo en bicicleta por la Moncloa hace
veinticinco años. Leyendo sus descripciones de la Ciudad Universitaria y del
Parque del Oeste, logré reconciliarme con la vulgaridad de mis paseos
estudiantiles aquellas mañanas de sábado de luz iridiada. Y ahora que atardece,
su modo de narrar, murmurado en voz baja, sigue acompañándome en la liturgia
anónima de la lectura.
Álvaro Pombo es una voz amiga, el novelista que prefiero en la España de hoy, por su inclasificable potencia narrativa, filosófica, pero sobre todo teológica. Todo empezó con la lectura de su estudio de San Francisco, encontrado al azar, que me deslumbró. No va de nada y creo que busca en serio la verdad. Me gustaría saber hasta qué punto se siente cordialmente parte de la Iglesia, hijo suyo de verdad.
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