Conservo, lejano, no menos vivo, el recuerdo de una amistad juvenil
tan intensa que, inevitablemente, se debió perder por aquellas distancias
físicas y morales que exploramos hasta la extenuación. Trotamundos estepario, mi
amigo añoraba poder desplazarse de Lisboa a Moscú en tren, mientras yo le
correspondía, glacial, en una inmovilidad antártica.
Nos enzarzábamos en discusiones interminables a propósito de
literatura, de filosofía o de cine. A
veces, solía traer a alguna amiga que acababa preguntándose, me temo, qué
deseábamos realmente. Lo que deseábamos, ya digo, era vivir en la imaginación:
él, geográficamente; yo, moralmente. Ella nos servía para hacernos más evidente
de dónde queríamos huir: de la realidad estudiantil que habría de encaminarnos
a una vida falsamente ordenada y serena. Reconozco que éramos cruelmente
jóvenes.
Mi amigo solía arrastrarme a ver películas que cumplían su
deseo exacerbado de la feminidad: italianas, polacas, rusas o alemanas.
Mastroianni era su ídolo. Todavía veo fulgurantes sus ojos y me parece oír su
inconfundible risa nerviosa mientras devoraba Oci ciornie (1987) de Nikita Michalkov. Perdido por Rusia,
cantando, libre, parecía como si también él pudiese oler el rastro de Anna;
como si le pareciese una injusticia del tiempo que todavía no hubiese topado
con ella.
Aun sabiendo que le crispaban, para compensar, me acompañaba
a ver películas francesas, donde las mujeres, esquivas, incendiaban el deseo
intransitivo de Rilke. Me preguntaba, furioso, cómo soportaba sin subirme por
las paredes esa impotente retención del acto de poseer. Infernal, le contestaba
que las delicias de la inteligencia se ensayaban en el orgasmo del vacío.
Muchos años después, volvimos a vernos en Praga, donde se
había instalado. Él había encontrado finalmente a Anna sin permitirse cometer los errores de su maestro Mastroianni. Yo, lejos del usurpador Marais, había logrado,
exhausto, fundir mi corazón con el de Madeleine, de Tous les matins du monde (1991). Discutimos, como de costumbre,
sobre el deseo y sobre la nada cuyo abismo de matices tanto me sigue atrayendo.
Indignado divertidamente, como siempre, aceptó mi homenaje a la luz de Praga, tan hiriente en
la tarde como la de Roma.
Todos estos recuerdos me vienen a la palabra tras haber
visto hace unos días La genou de Claire (1970),
de Erich Rohmer. Ya maduro, me llega este Cuento moral para recordarme lo que amé y lo que, insensatamente, sufrí. Como Jerôme,
también creí descubrir hace mucho tiempo en una rodilla la belleza del deseo y,
también como él, tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano no para tocarla sino
para bordearla. Como si en su vaciado estuviera contenido el secreto de su
verdad. De alguna manera, como los adolescentes de los cincuenta imitaban a las
grandes estrellas del Hollywood dorado, remedaba sin saberlo aquellas películas francesas en las que quería aprender la pulsión inconclusa de una identidad que se quería múltiple.
"Jerôme: Nunca he perseguido a una chica que no me pareciera predispuesta.
Aurora: ¿Y esta no lo está?
Jerôme: Bueno esta es bastante rara. Provoca en mí un deseo evidente, pero sin sentido. Y aún es más fuerte por no tener sentido. Es un deseo puro. Un deseo de nada. Un no quiero hacer nada, pero el hecho de sentir ese deseo me molesta. Yo creía que ya no iba a desear a ninguna mujer. Además no quiero nada con ella. Aunque se me echara encima la rechazaría. Y aunque no quiero nada de ella, me da la impresión de tener una especie de como derecho sobre ella. Un derecho que nace de la fuerza misma de mi deseo. Es un sentimiento que había tenido antes y que he vuelto a experimentar ahora con mucha intensidad. La perturbación que me provoca me da como un derecho sobre ella. Sabes, estoy convencido que la merezco más que cualquier otro. Verás, ayer por ejemplo en el tenis, no sé, miraba a los enamorados y me decía que toda mujer tiene un punto vulnerable. Para unas es la base del cuello, el talle, las manos. Para Claire, en aquella posición, sobre aquella escalera, era la rodilla. Era el punto magnético de mi deseo, el punto preciso en el que primero hubiera puesto la mano si hubiera podido seguir ese deseo sin pensar en nada más. Y era allí donde su amigo había puesto la suya. Con toda la inocencia, con toda la torpeza, aquella mano sobre todo era torpe, y eso me chocó.
Aurora: Pero eso es fácil, sencillamente pon la mano en su rodilla y ya está el exorcismo.
Jerôme: No, es mucho más difícil de lo que tú te crees. Una caricia tiene que ser consentida. Sería más fácil seducirla".
La pasión de la palabra, el deseo de la nada, el instante
fraguado por el arte de mirar anticipan, en un sostenido ilegible, la
percepción fragmentaria, pero colmada, de la felicidad. Vuelta la mirada atrás,
comprendo que así me entrené en la ciencia del amor antes de que fuese preciso
desprenderse de todo aquello, para alcanzar una pureza imposible pero real. Allá,
allá lejos, en la música de Sainte-Colombe. Aquí, aquí cerca, mi Madeleine.
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