Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
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martes, 16 de octubre de 2018

El peregrino absoluto (I).



La cena de Emaús,
Rembrandt (1648)

Hace casi dos años mi heterónimo sondeó si estaría dispuesto a emprender la aventura de un nuevo blog bajo la advocación de Léon Bloy. Desde entonces el peregrino absoluto ha ido publicando los reflejos contemporáneos de aquellos lugares comunes cuya exégesis, pura e implacable, el león de Aquitania practicó con sarcasmo derrotado más de un siglo atrás. En el medio de su camino, observa que sus piezas van encajando en un libro por venir, seguramente impublicable, cuyo destino quizás querría esquivar, aunque sepa que se ha esforzado por merecerlo. Apenas puede descifrar todavía su misión sino a través de una dolorosa técnica de introspección que recién ha comenzado a atisbar entre los trazos de una escritura tan férreamente dispuesta como distanciada intelectualmente.

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Cavalcanti ha dedicado una entrada reciente a la lectura de El cubilete de dados de Max Jacob. Al regresar a sus poemas en prosa con detenimiento, mi memoria, discontinua, se sorprende con una inesperada iluminación sobre la imprevista genealogía de El peregrino absoluto, ese extraño libro que, a medida que Cavalcanti da a luz sus entradas en otro postblog, estoy preparando como una exégesis de nuevos lugares comunes. Mediante juegos combinatorios aspiraría a convertirlo en un bizarro oficio de nuestras horas ilógicas.

Como no sé escribir sino como he aprendido a leer, en los últimos meses le había comentado a Ángel Ruiz que, bajo el magisterio de Léon Bloy, el estilo de este nuevo volumen me parecía estar marcado sobre todo por la personalidad del Barroco español, en especial por tres de sus autores cuya huella fue tan honda en mi juventud que no me atrevo a regresar a sus libros. Como propios de una emboscada obra de teología política, pienso en la desesperante concentración del Oráculo manual de Baltasar Gracián, en la amarga sátira de La Hora de todos de Francisco de Quevedo y, en sordina, en el moralismo de Juan de Zabaleta en El día de fiesta. Le añadía a Ángel que me angustiaba más otra influencia sobre los análisis lógicos y lingüísticos que no se cansa de desplegar el libro: los pecios de Rafael Sánchez Ferlosio.

Sin embargo, la relectura de Jacob ha atraído mi atención, más allá de su forma, a su “situación”. Nunca he estado seguro de que la forma breve que adopta cada comentario, jamás superando las doscientas palabras, corresponda al aforismo. A punto de cuajar, resistiéndose, ¿no fracasarán como poemas en prosa? ¿No estarán intentando negarse a cumplir el imperativo del amigo Ignacio Trujillo de que retomase la poesía? En absoluta líricas, plantean conatos de situaciones ficticias, reducidas a sus líneas gramaticales y míticas, clásicas y judeocristianas, e inundadas de un extraño aire poético mediante el abuso de la adjetivación o la proliferación de los paralelismos y las derivaciones. ¿No es esta sobrecargada atmósfera retórica la señal de alerta que mi superyó poético emite para represar la proyección anarcorreaccionaria de mis deseos inconscientes?

En Le poème en prose. De Baudelaire jusqu’à nous jours (1959), Suzanne Bernard distinguía dos modos compositivos de este subgénero poético característico de la modernidad: uno “formal” y otro que denominaba “iluminación”. En sentido arquitectónico, el primero estaría regido por un principio de organización artística, mientras que el segundo se orientaría según una tendencia de destrucción anárquica. En los textos de mi peregrino absoluto, por su voluntad de reacción contra el nuevo filisteísmo globalista, puede descubrirse un inquietante subrayado de la dimensión estructural. Tras esa férrea y repetida determinación dispositiva, sospecho que asoman, irreductibles y neuróticas, unas veladas pulsiones caóticas y autodisolventes.

A causa de su filiación bloyana, ¿guardaría acaso este libro en marcha una sorpresiva inclinación simbolista, de un malditismo genéticamente extemporáneo? ¿Quisiera en realidad acogerse a la sombra antimoderna de Baudelaire? Mediante insinuaciones de una críptica abstracción, ¿pagaría el impuesto de mi admirado Mallarmé? ¿No se estaría refugiando de la presión que sobre sus fantasías culpables ejercen Rimbaud y hasta Lautréamont?...

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En una época atiborrada, hasta la náusea, de obscenas transparencias, da la impresión de que mi heterónimo se dedica a redactar, entre el pastiche y la parodia, un ejemplo de esas notas íntimas que los grandes escritores solían mantener como un diario de campo antes de convertirse en esos impúdicos cuadernos que han saqueado con fruición necrofilológica sus críticos. Timorato discípulo, peregrino absoluto a quien su mundo desea bloquear el paso del Absoluto, repasa los Diarios de su maestro Bloy para alcanzar a reconocer, miope y astigmático, las facciones del rostro anónimo que está esculpiendo. Como Rimbaud, ¿será “un engendro que se desahoga al pie del Himalaya”? O como un cruce de Baudelaire y Flaubert, ¿repasa las líneas del “croquis del infierno” “vomitando sobre el siglo próximo"?

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