Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
Quiere ofrecer reflexiones, opiniones y lecturas a personas atentas a la vida del espíritu y de la cultura.

martes, 30 de julio de 2013

Muñoz Molina y el integrista.



Madrid desde la torre de bomberos de Vallecas (1997-2006),
Antonio López 

De Antonio Muñoz Molina (1956) tengo el recuerdo estudiantil de una charla que impartió, invitado por Antonio Prieto, en un aula de la Universidad. Conservo la imagen de un hombre sencillo, directo y con un áspero acento jienense que suavizaba con una sonrisa tímida mientras desgranaba su trayectoria, desde sus estudios de Historia del Arte y como administrativo en Granada hasta la publicación de sus primeras novelas, cuyo éxito parecía sinceramente sorprenderle a él mismo con una alegría contagiosa.

Algunos de mis compañeros, con irónico desdén, si no con inconfesable envidia, consideraban que con sus colaboraciones en el diario El País Muñoz Molina aspiraba a sustituir en el escalafón del moralismo de izquierdas a Antonio Gala. Su postura cívica desprendía un cierto aroma a predicación laica que recordaba a aquellos señores de la Institución Libre de Enseñanza que teníamos tan mitificados en los años setenta y ochenta. Su denuncia del terrorismo era valiente, pero adolecía de un sentimentalismo que me chafó la lectura de Plenilunio (1997). Dejé de leerlo. Lo único que sabía de él durante los últimos años es que le habían nombrado director del Instituto Cervantes en Nueva York.

Hace unos meses ha publicado Todo lo que era sólido (2013), un ensayo-memoria-relato sobre las causas de la crisis económica, moral y social que vivimos en España. A través de su itinerario biográfico e intelectual, presenta un testimonio de la generación que ha ido construyendo y construyéndose la España de los últimos treinta y cinco años. Sin coartadas ni complacencias, denuncia la hipocresía y la degradación de la política española, tratando de rehacer el hilo de una democracia que, desde muy pronto, a rebufo de sus aciertos y de la prosperidad que ha traído, se despeñó por lo que parecen nuestros vicios seculares: el energumenismo, el simulacro, la ostentación, la intransigencia; en suma, la mediocridad.

No es un libro apocalíptico, ni mucho menos. Su lema podría resumirse en una frase que repite en distintas ocasiones: “No está el mañana ni el ayer escrito” [?]. En un tiempo de incertidumbres Muñoz Molina reclama un consenso que no consiste en las componendas tan propias de este país, sino en la capacidad civilizada para ceder ante el adversario. Se trataría de preservar los acuerdos mínimos que garanticen la continuidad de unos avances sociales y políticos que, aunque precarios, son el gran logro de la enorme transformación de la España rural y atrasada de hace sesenta años en un país moderno, pese a todas las deficiencias que, como rémoras del pasado, pueden detectarse en este tránsito acelerado.

En ocasiones, este libro parece un ajuste de cuentas, en sordina, con sus propias lealtades, con sinceridad crítica. Como si Muñoz Molina sospechase que su nombramiento como gestor cultural no se debiese tanto a que es uno de los mejores novelistas españoles actuales con unas tendencias políticas claras, sino a que su profesionalidad habría sido la excusa para la recompensa de una sinecura. Hay que pensar que en aquella época -¡hace cuatro años!- alguien como Irene Zoe Alameda/Amy Martin era nombrada directora de otro Instituto Cervantes. La comparación, además de injusta, es odiosa. 

Hay que agradecer a Muñoz Molina que se salte la cantinela de que vivimos una crisis de valores; la crisis que padecemos es precisamente el resultado de la especulación sórdida con cualquier valor o principio, ya sea por el uso inadecuado de los recursos públicos, ya sea por la agresividad con que se desea silenciar al adversario, ya sea por la utilización partidista, de cualquier signo, de la memoria histórica. Son completamente fundadas sus críticas del derroche grotesco, económico y moral, de nuestros políticos. Sus discrepancias con el nacionalismo me parecen sensatas. Su animadversión a la Iglesia y a la religión se debe, sin duda, al lado más oscurantista de la historia española, pero también a un analfabetismo espiritual difícil de erradicar.

Con unas menciones a fray Luis de León, a Casiodoro de Reina y a José María Blanco White, la Santísima Trinidad del progresismo español, nuestra intelectualidad de izquierdas suele resolver de un plumazo la complejidad teológica del pensamiento europeo. Cioran elogió a De Maistre; Walter Benjamin se inspiró en Angelus Silesius. Entre nosotros, Fernando Savater podría descolgarse con unas risotadas sarcásticas sobre Jaume Balmes

Muñoz Molina afirma sin ambages: “Por definición una cultura democrática debería ser laica”. En suma, una cultura confesional debe de ser, por definición, antidemocrática. Más aún, cabe suponer que, con esta mentalidad, una cultura laica debería evitar cualquier contacto con el espacio religioso, a no ser que permita expresar la disensión respecto del servilismo que, como un virus, se inocularía en cualquiera de sus formas institucionales. A Muñoz Molina se le ha olvidado que una de las instituciones que está en primera línea haciendo frente a tantísimas necesidades materiales en estos momentos es la Iglesia católica. Y cuando digo la Iglesia me refiero no a los obispos, sino a todas esas personas, ciudadanos que votan a este, a aquel y al otro partido político, nacionalistas o no, que se organizan movidos por su fe para paliar y superar situaciones de injusticia y de abandono.

Para Muñoz Molina, como para la izquierda española en general, parece que lo importante es lo adjetivo y lo sustancial se reduce a un factor cultural retrógrado. De este modo, en el fondo uno no tendría derecho a la educación y a la sanidad; el suyo sería un derecho a la educación “pública” y a la sanidad “pública”. Como lo público es lo de todos, la educación y la sanidad serían logros “nuestros”. Y quien no quiera lo “nuestro”, que se lo pague. ¿Quiero decir que a la derecha le preocupa la educación y la sanidad? En eso estoy de acuerdo con nuestro autor. Más bien, le preocupa lo “suyo”; por ello, le encantaría privatizarlas. A mí me basta que garanticen a todo ciudadano una educación y una sanidad de calidad, por lo que es imprescindible, pero no absoluta, la necesidad de la intervención pública.

Comparto que es preciso invertir “públicamente” en educación y sanidad, pero, también como ciudadano, no aceptaré –a lo sumo, me aguantaré- que el Estado, a cambio, me imponga su ideología a través de ellas, por muchos votos que lo respalden. Me opondré civilizadamente al aborto, a la eutanasia y a la ideología de género por motivos religiosos que puedo explicar también con argumentos “racionales”.

Negarle a alguien la posibilidad de llegar a ser me parece un crimen, y, si no les gusta la palabra, una radical injusticia, por más “amasijo de células” o “células defectuosas” que sea en un determinado momento. Que podamos estar seguros de que toda vida está protegida bajo cualquier circunstancia (sea pobre o rica, esté sana o enferma, sea honorable o malvada) es una difícil conquista de la civilización. Es un retroceso que el Estado legisle las condiciones y la oportunidad de la tutela jurídica de la vida o de la familia en función de sentimientos y no de hechos. Que el Estado, arrogándose de nuevo como sustancial lo que es adjetivo (en este caso, la palabra mágica “democrática”), determine qué es matrimonio es el primer paso de regreso hacia la tiranía. El Estado como Voluntad de Poder: nada es más que lo que YO decido que sea. Por supuesto, puede resultar muy satisfactorio y reivindicatorio, pero es sumamente peligroso.

“No tener miedo de defraudar o de irritar a los que reclaman de nosotros la confirmación de sus prejuicios. Cancelar la indulgencia española hacia la vaguedad biensonante. Comprobar los hechos. Examinar los actos. Prestar más atención a las personas que actúan a las que hablan; las que en cada ámbito de la vida han sostenido el país y han logrado que siguiera progresando mientras la clase política se entregaba al parasitismo y a la alucinación, y mientras una parte de la clase periodística e intelectual colaboraba en el simulacro del gran Retablo de las maravillas o se ensimismaba tanto en sus propias fantasmagorías que no veía lo real o no lo consideraba digno de rebajarse a observarlo”.


Soy un integrista, pues. Y quizás también un aguafiestas, cuya figura describe sagazmente el propio Muñoz Molina. Mis razones tienen un fondo irreductible respecto de las suyas. Pero tal vez coincida con él en el temor que nos suscitarían, en boca de un español, aquellas palabras de D. Quijote que tan bien nos definen a pesar nuestro: “Yo sé quién soy”.



martes, 23 de julio de 2013

Pablo d'Ors y su yo.







Me atrevería a decir que Pablo d’Ors (1963) es un novelista de culto. Oí hablar de él con admiración hace quince o veinte años. Era un sacerdote que comenzaba a dar a conocer algunos relatos y que, según me decían, había logrado zafarse de la tentación de la literatura confesional que caracterizara el estilo de curas como José Luis Martín Descalzo, José María Cabodevilla –el prosista católico español más elegante, sencillo y profundo del posconcilio- o Santiago Martín, que, aunque con incursiones puntuales en la ficción, no ha sido propiamente novelista. ¡Por fin parecía rota la maldición del P. Luis Coloma! ¡No más Pequeñeces ni Ratoncito Pérez para modelar una imagen católica de las preocupaciones espirituales del hombre del siglo XXI!

Desde los relatos de El estreno y la novela Las ideas puras (2000) hasta El olvido de sí (2013), nuestro autor se ha insertado y se ha afirmado en la tradición literaria moderna centroeuropea, dentro de unas coordenadas morales y estéticas singulares y reconocibles. Lecciones de ilusión (2008), quizás su novela más ambiciosa, ha merecido los elogios unánimes de la crítica. A partir de El amigo del desierto (2009) se advierte un intento de profundizar en una de las vetas abiertas en aquellas novelas cuyos protagonistas suelen ser artistas en busca de identidad. Se trata de la exploración biográfica de la intimidad espiritual. Los elementos autobiográficos, esparcidos aquí y allí, proporcionan una extraña densidad aérea a estos textos en que sigue brillando el poder narrativo de su autor.

A finales de 2012 Pablo d’Ors publicó Biografía del silencio, un ensayo sobre el valor y el poder de la meditación. En su blog se ha anunciado una cuarta edición (!). Tengo un ejemplar entre las manos. Es un breviario de apenas 100 páginas, en octava, donde se nos comunica el proceso de autoconocimiento que ha experimentado el autor a través de la práctica de la meditación en un sentido oriental, mediante lo que denomina “sentadas”. Imagino que formará parte de su experiencia compartida en el seminario de entrenamiento espiritual “Buscadores de la Montaña” que ha fundado como sacerdote católico, discípulo zen y escritor, tal como se le define en la contrasolapa de este libro. 

A tal seminario se alude en las páginas finales del librito para intentar salir al paso de la posible acusación de que la suya se trate, en el fondo, de una búsqueda egoísta. D'Ors expone que, aunque el camino interior es único para cada cual, pues nadie más que uno está llamado a recorrerlo, ello no quiere decir que sea un camino aislado sino compartido con otros buscadores, incluso bajo la orientación de un maestro que no dirige ni suplanta sino que tan sólo, con libertad y paz, orienta. A fin de cuentas, también podría caracterizarse este libro con el ideograma que ilustra esta entrada. Palabra y monasterio: poesía.

Este libro me ha entristecido, sin embargo.

Mediante la repetición de ejercicios de concentración y de respiración, asociados a la postura sentada, d’Ors nos cuenta cómo se ha visto desbloqueado y liberado contemplando su interior. Desapegándose, ha ido descubriendo un mundo de una realidad intensa y auténtica cuyo acceso habrían taponado hasta entonces sus ensoñaciones, sus ambiciones o sus temores. Básicamente, la idea que el autor pretende transmitir consiste en que el silencio y el dolor, la soledad y la vulnerabilidad le han abierto insospechadas ventanas de libertad interior y de relación con los otros que el voluntarismo occidental y el ascetismo cristiano no le habían permitido abrir de par en par hasta ahora.  

Lamento confesar que, durante la lectura de este libro, no he podido evitar que el aburrimiento engendrase acedia ante el cúmulo de tópicos y lugares comunes que se suceden con cierta humilde autocomplacencia. La mercancía que ofrece se puede adquirir sin dificultad en cualquier curso de meditación zen y cristianismo en que los jesuitas, desde Tony de Mello, han sobresalido. Es cierto que, al margen de algunos apuntes, d’Ors tiene la honestidad de no establecer vínculos entre ambos. Con todo, al cerrar el volumen y para levantarme el ánimo, he tenido que acudir a los Padres del Desierto

Cuando el yo lo ocupa todo, porque en el fondo yo y mundo forman una unidad por descubrir, apenas hay sitio para Cristo. No prejuzgo la sencillez de vida d’Ors, que ha estado muy comprometida con la atención humana y espiritual en hospitales. Quizás por ello me entristecen más sus páginas. No me extraña, sin embargo, el éxito de este libro. Es un camino individual para, por, con y en uno mismo, cuyos primeros grandes resultados se pueden conseguir entre seis y doce meses mediante la obtención de unos conocimientos que están bien redactados pero que no deben confundirse con la simplicidad, que no elementalidad, de un itinerario de meditación.

Como digo, lamento las pocas referencias, más bien negativas, a la tradición cristiana. Como tantos otros, por desgracia, d'Ors es víctima de una interpretación moralista de los principios de renuncia y sacrificio, de la que cierto cristianismo europeo decimonónico es en gran medida responsable por sus dificultades para advertir su dinamismo pneumático. Es una situación tanto más dramática en una época que ha perdido además el sentido sacrificial que sostiene la celebración litúrgica del misterio cristiano en que Dios mismo se hace presente realmente en el pan de la unidad alimentando, fortaleciendo y anticipando la esperanza de los creyentes en comunión.

Me sorprendre que un hombre de la formación de d’Ors, en nombre de una experiencia más o menos adánica, legítima personalmente pero literariamente frustrante, haya querido dar la espalda a toda una tradición que habría enriquecido su escritura. En ella incluiría, entre otros, los nombres de Evagrio Póntico, Juan Clímaco, Bernardo de Claraval o Ricardo de San Víctor.


“He decidido comer y beber con moderación, dormir lo necesario, escribir únicamente lo que contribuya a hacer mejores a quienes me lean, abstenerme de la codicia y no compararme jamás con mis semejantes. También he decidido regar mis plantas y cuidar de un animal. Visitaré a los enfermos, conversaré con los solitarios y no dejaré que pase mucho tiempo sin jugar con algún niño. De igual modo he decidido recitar mis oraciones todos los días, postrarme varias veces ante lo que considero sagrado, celebrar la eucaristía: escuchar la palabra, partir el pan y repartir el vino, dar la paz. Cantar al unísono. Y pasear, que para mí es fundamental. Y encender la chimenea, lo que también es fundamental. Y hacer la compra sin prisa; saludar a los vecinos, aunque no me guste su cara; llevar un diario; llamar regularmente por teléfono a mis amigos y hermanos. Y hacer excursiones y bañarme, y leer solo buenos libros, o releer los que me han gustado”.


Dichoso Pablo de poder vivir para sí en esa búsqueda de paz que no sé si llamar también tranquilidad. Tras haber leído su libro, entre el zen que predica y el hesicasmo que conoce, no puedo sino volver a invocar: “Señor Jesús, Hijo de Dios, ten compasión de nosotros que somos pecadores”.


martes, 16 de julio de 2013

Amado y paradójico padre Brown.





Comienzo con una anécdota que oía de pequeño sobre mi tío Leopoldo. Principios de los años cuarenta; histeria germanófila en España. El P. Félix García, el “literato” agustino, que había sido combatiente en la Guerra Civil, acude una vez por semana a tomar café a casa de mi abuela, en que, por razones familiares, se mantienen excéntricas simpatías anglófilas. Gran lector de G. K. Chesterton (1874-1936), Leopoldo discute vivamente en una ocasión con el P. Félix que, con condescendencia, considera al inglés un escritor superficial y un apologeta poco fiable. Indignado, mi tío sale de la habitación exclamando que ese hombre –estupefacto, claro, ante aquel arranque− no ha leído nada del autor de El hombre que fue Jueves. A partir de entonces, cada vez que el religioso hacía su visita, Leopoldo se sentaba en una butaca frente a él desplegando un periódico que le permitía no tener que mirarlo.

Mi tío moriría muy joven. El psiquiatra Carlos Castilla del Pino, compañero suyo de colegio, lo juzgó en sus memorias como uno de los pocos católicos que conoció que, aun profesando el tomismo de la posguerra, era una buena persona. Mi tío leía con pasión al P. Brown.

He visto hace poco la película The Detective (1954), con Alec Guinnes en la piel del cura de Essex y con un jovencísimo Peter Finch en el papel de Flambeau. Aun gustándome, me ha dejado un regusto ácido. La curiosidad me ha hecho regresar a Chesterton, cuyo relato “La cruz azul”, seleccionado para abrir El candor del P. Brown, inspiró su argumento.




En la película, con motivo de un Congreso Eucarístico en Roma, el P. Brown lleva envuelto en papel de estraza una cruz de un valor indefinido que atrae la atención de Flambeau, el ladrón más sagaz de Europa. Disfrazado de sacerdote, el francés se gana, durante el viaje al continente, la confianza del detective aficionado que, pese a su ingenio, no puede impedir que le sea arrebatado su tesoro en las catacumbas de París. Desde ese momento, el P. Brown insiste en su único propósito que es salvar el alma del ladrón. Con toques de farsa y de vodevil amoroso, el sacerdote inglés no ceja en su empeño de recuperar la inocencia en el fondo del corazón de Flambeau que, como el hijo pródigo, regresa finalmente a la iglesia. Allí se sentará junto a la rica viuda por la que sintió un galante chispazo en una de las trampas “espirituales” que le tendió el astuto P. Brown.

El relato de Chesterton es, en cambio, de una inteligencia sin más concesiones que la humildad paradójica de su protagonista. Si el P. Brown de Guiness hace gala de una excentricidad candorosa, el P. Brown original es inclasificable. Conserva ojos puros ante el mal, sin dejarse engañar. Reconoce la inocencia o la culpabilidad por medio de los malentendidos. No pretende principalmente atraer a la iglesia (así, con minúsculas) a ninguno de los criminales con que topa; tampoco a ayudarlos a escapar de la policía. Ni los reduce ni los libera. Sólo les ayuda a ponerse ante su conciencia para que puedan alcanzar la libertad personal de “entregarse”. 

Al P. Brown no le espanta tanto el pecado como el dolor y la ceguera que lo provocan. Sus ladrones y sus asesinos son, a menudo, transformistas. Se disfrazan, se duplican, intercambian papeles en los escenarios esquizoides donde despliegan sus crímenes como en una representación teatral. El P. Brown se esfuerza por alcanzar la verdad -no por descubrir la lógica de los sucesos- planteando correctamente la operatividad de las paradojas del alma humana. El demonio busca el misterio y la oscuridad hasta en la luz. Dios pone al descubierto hasta lo insignificante.

En “La cruz azul”, a través de la mirada perpleja del inspector Aristide Valentin que los persigue por todo Londres, el lector sigue las pistas paradójicas, en apariencia sin sentido (nonsense), de aquellos dos sacerdotes que se alejan hacia Hampstead. Todo se resuelve en una memorable conversación final donde, más que un juego de intelectos, asistimos al diálogo de una de esas parejas que crecen del humus folclórico. Flambeau enorme y corpulento (nada que ver con el Finch menudo y estilizado) y el P. Brown, rechoncho y bajito (nada que ver con el Guiness fornido y pillo) son un nuevo Don Quijote y Sancho, a la manera chestertoniana, con los papeles intercambiados. El sencillo y anodino cura de pueblo penetra los secretos del corazón con la sabiduría de un semiólogo. El astuto transformista Flambeau se rinde, anonadado, con la ingenuidad de un alumno aventajado.

El espíritu católico de Chesterton es tan inglés que ofrece a los meridionales ese sano empirismo que descubre en los signos huellas de la verdad y el bien. El Cardenal Newman le había abierto el camino con su Gramática del asentimiento, por donde transita con humorismo y realismo el estilo de Chesterton que es toda una visión estética del mundo. La razón del catolicismo no reduce a normas la realidad sino que la contempla aceptando la irrupción de lo milagroso y de lo imprevisto como el fondo inmortal que anida en la naturaleza humana. No el qué o el quién debe atraer nuestra curiosidad sino el cómo debe suscitar nuestra sed de conocimiento.

“Hasta ahora el crimen estaba meridianamente claro […] pero, cuando [Valentin] se paraba a pensar en todo lo ocurrido hasta el momento, en todo lo que le había conducido hasta aquel triunfo, se exprimía en vano el cerebro tratando de encontrarle el menor sentido. ¿Qué tenía que ver el robo de la cruz de plata de un cura de Essex con arrojar un plato de sopa contra la pared? ¿Qué tenía que ver con llamar naranjas a las nueces o con pagar un cristal y luego romperlo? La caza había terminado, pero, en cierta manera, se le había escapado el cómo. Normalmente, cuando fracasaba (lo que ocurría muy pocas veces) era porque no había comprendido las pistas, pero aún así se le escapaba el criminal. Ahora había atrapado al criminal, pero no comprendía las pistas”.


Como el P. Brown, me gustaría saber inclinarme para recoger el paraguas que siempre termino perdiendo.


martes, 9 de julio de 2013

Félicité de Lamennais, el hermano.





Me eduqué con los hermanos menesianos. Su fundador, Jean-Marie de La Mennais (1780-1860), fue uno de aquellos ardientes apóstoles y apologetas franceses del siglo XIX de los que la Iglesia Católica todavía está convaleciente. Al lado de su hermano Félicité (1782-1854), que contaba con jóvenes discípulos aventajados como Henri Lacordaire o Charles de Montalembert, organizaron una "escuela del sentido común", cuyos afluentes, brotando de las fuentes contrarrevolucionarias y ultramontanas de la Francia de la Restauración, acabarían desembocando en el liberalismo, en el modernismo y, finalmente, en la democracia cristiana.

Entre las minúsculas paredes de la Congregación de los Hermanos de la Instrucción Cristiana era un secreto a voces que si el Venerable La Mennais no había alcanzado la gloria de los altares se debía, principalmente, al pesado recuerdo de su hermano Félicité, “el apóstata”, al que la hagiografía ilustrada del Corsario de Dios, "nuestro" Fundador, retrataba ojeroso, con los pómulos ligeramente salientes y una mirada entre inflamada y torva.

La relación entre ambos hermanos fue tan estrecha como dramática. Tras su ruptura con la Iglesia, Félicité evitó el reencuentro con Jean-Marie y hasta modificó su apellido: Lamennais por La Mennais. Sobre este extremo, sin embargo, hay otras versiones. De todos modos, su muerte, rechazando los sacramentos y pidiendo ser enterrado sin ninguna clase de rito religioso, destrozó al P. La Mennais, el cual, al enterarse de la noticia, recorrió la casa de La Chênaie, donde tanto habían estudiado y trabajado juntos, gritando “¿Dónde estás, Féli?”. Después cayó desplomado y, tras levantarse, jamás permitió volver a mencionar en su presencia el nombre del hermano fallecido.

Hugues-Félicité Robert de Lamennais había sido, en efecto, un hombre atormentado, aunque llegara a alcanzar algunos de los más sonados triunfos del catolicismo francés del primer tercio del siglo XIX. Huérfano a edad muy temprana, se había educado junto a un tío de ideas abiertas. Mientras su hermano Jean-Marie progresaba en una piadosa virtud, Félicité era un ávido lector de la biblioteca doméstica, desde los clásicos a los contemporáneos. Su insatisfacción vital corría pareja a unas aptitudes literarias e intelectuales muy notables. Animado por un celo fraterno y religioso, con toda la buena intención de la que está empedrado el infierno, parece que Jean-Marie acabó de decidirle a cometer el error de su vida: hacerse sacerdote, como él.

En 1817 Lamennais sacó de la imprenta el primer volumen de su Ensayo sobre la indiferencia en materia de religión. Esta publicación provocó una conmoción tal en los círculos intelectuales, políticos y eclesiásticos franceses como quizás no se había producido desde la aparición de El genio del cristianismo del también bretón  y malinense Chautebriand en 1802.

En su libro, tras denunciar el indiferentismo religioso que habría arrastrado a Europa hacia el ateísmo, Lamennais proponía la restauración del poder espiritual de la Iglesia Católica en un momento que, tras la desaparición de Napoleón, la restauración legitimista parecía alentar la esperanza infundada de que el ciclo de la Revolución había acabado. Su testimonio entusiasmó a la juventud católica, pero a gran parte de la jerarquía católica, cuyos obispos seguían profesando veladamente ideas galicanas, aquella llamada no acababa de convencer. Pese a ello, Lamennais, comprometido en la formación intelectual del clero, acudió al Vaticano y recibió la aprobación de León XII, mientras se llegaba a decir que había estado a punto de conseguir el capelo cardenalicio, honor que habría declinado.

Hoy en día puede parecer contradictorio asegurar que las tesis ultramontanas que Lamennais sostuvo en sus primeros escritos contenían, aunque fuera reactivamente, todo el potencial revolucionario que su época padecía. Si no fuera así, tendría a la fuerza que resultar extraña su evolución hacia un democratismo republicano. En el ultramontano ya latía el demócrata y en el demócrata no dejaba de resonar el ultramontano. Si se me admitiese la descabellada comparación anacrónica, podría decirse que leer a Lamennais produce al mismo tiempo el efecto de un escrito de Leonardo Boff redactado a partir de las categorías de Charles Maurras y viceversa. Sobre un oxímoron tal, Lamennais era capaz de erguirse triunfante.

Desde mediados de los años 20 su pensamiento avanza, pues, imparable hacia una especie de democracia teocrática, en que la separación de la Iglesia y Estado queda muy definida, a fin de evitar la intromisión del segundo en el papel histórico, social y espiritual que corresponde a la primera. Lamennais se desilusiona pronto de la Monarquía y, a continuación, de la Iglesia que servía de soporte ideológico a un régimen obsoleto, corroído en su propia constitución. Buen lector de De Maistre, seguramente recordaría que el saboyano advirtió que los Borbones habían perdido su derecho a gobernar Francia, porque, con el triunfo de la Revolución, habrían traicionado su misión histórica.

Las soluciones que Lamennais va ensayando frente a estas aporías políticas y religiosas se dirigen hacia un radicalismo espiritual, vagamente comunitarista, de incipiente preocupación social, que se concreta en torno a las fechas del advenimiento de la Monarquía de Julio, a través de su actividad en L'Avenir en defensa de las garantías del ejercicio del derecho a la libertad religiosa

Roma observa cada vez con más preocupación el activismo periodístico y político de Lamennais. Gregorio XVI le da el primer toque de atención serio con la encíclica Mirari vos (1832), en la que se condenan, entre otros errores modernos, la libertad de conciencia, la libertad de imprenta, la rebelión contra el poder y... la petición del celibato opcional. Espoleado, Lamennais publica, en un anonimato bien visible, Palabras de un creyente (1834) –traducidas por Larra en 1836 al español−. La ruptura es inevitable. El Papa dedica su encíclica Singulari nos a reprobar esta obra de Lamennais, el cual da el paso definitivo de negarse a cualquier retractación. El resto es una etapa de creciente soledad y aislamiento, pasado ya el periodo esplendoroso de su influencia.

Decía al principio que de estos apologetas decimonónicos la Iglesia todavía no se ha repuesto. Por un lado, gracias a ellos, la Iglesia Católica en Francia, y, como consecuencia en toda Europa, conoció a lo largo del siglo XIX un resurgir impensable tras la destrucción material, moral, espiritual que le había infligido la Revolución y el periodo napoleónico. Su aliento y su ejemplo cristalizaron en multitud de iniciativas apostólicas, masculinas y femeninas, dedicadas a la enseñanza y a la atención social.

Por otra parte, a medida que el impulso inicial se fue agotando a lo largo del siglo XX, por inevitable ley histórica, los problemas dogmáticos, pastorales y espirituales con que la modernidad había retado a la Iglesia, y cuyas paradojas aquellos apóstoles se habían esforzado en plantear en los términos más rigurosos que podían, regresaron con nueva fuerza cristalizando, como era previsible, en torno al Concilio Vaticano II. 

Bajo los tonos agudos de un estilo grandielocuente como el de Lamennais, no puede evitarse la sensación de que la historia se repite, como analizaba Marx, con aire de farsa: obispos criptogalicanos, ultramontanos cismáticos, liberales apóstatas... Como ha vuelto a recordar Benedicto XVI, en todo error hay una parte de verdad; lo terrible es que cuanto más grande es el error, mayor porción de verdad contiene.

Basta hacerse una idea de este retorno diferente de las mismas, que no idénticas, preocupaciones recorriendo la actual oferta apolegética de un signo o de otro en los portales de internet, que representan para el publicismo posmoderno lo que la prensa en en el siglo XIX. En medio, se encuentra imparable el declive de Europa, agresivamente indiferente, ante la que los mejores apologetas se esfuerzan  en testimoniar que la vida y la muerte, aunque puedan ser tratadas como farsa, no dejan de ser igualmente trágicas en nuestras sociedades posmodernas.


Al pueblo.
Este libro ha sido especialmente compuesto para vosotros; a vosotros, pues, lo ofrezco. En medio de los males que son vuestro lote, en medio de las congojas que sin descanso os aquejan, séale dado prestaros animación y consuelo.
A vosotros que cargáis el peso de cada día, yo querría que pudiese ser para vuestra pobre alma fatigada lo que es, al mediodía, en un rincón del campo, la sombra de un árbol, por enclenque que sea, para aquel que ha trabajado toda la mañana bajo los ardientes rayos del sol.
Pésimos tiempos habéis conocido; pero esos tiempos pasarán […].
Esperad y amad. Todo lo endulza la esperanza, y todo lo hace el amor posible.
Hombres hay en este momento que sufren mucho, porque os han amado mucho. Yo, hermano suyo, he escrito el relato de lo que han hecho por vosotros, y de lo que por esta causa han hecho contra ellos; y cuando la violencia se haya usado, entonces lo publicaré, entonces lo leeréis con lágrimas menos amargas y amaréis también vosotros a esos hombres que tanto os han amado”.


Hasta como profeta Lamennais talló un modelo que los contestatarios posconciliares han repetido cada vez con menos convicción y con más irritación. “¿Dónde estás, Féli?”. Acaso en las perplejidades, y en los silencios, de unos y otros.



martes, 2 de julio de 2013

El monje Pombo.


Monje meditando (1632),
Francisco de Zurbarán

Álvaro Pombo (1939) es un novelista inclasificable, a contracorriente y libre, incluso para jugar el juego de ganar los premios Planeta y Nadal. Libre porque su escritura suena como una viola de Marin Marais en medio de conciertos editoriales prêt-a-porter; a contracorriente, porque es capaz de tocar temas como la teología de la liberación, la homosexualidad o la historia de San Bernardo de Claraval con un rigor de estilo y de pensamiento inconfundible; inclasificable, porque poesía, filosofía y narración forman en sus obras un todo inseparable.

En una sociedad descristianizada como la española Pombo tiene el cuajo de titular su última novela Quédate con nosotros, Señor, porque atardece (Barcelona, 2013), tomando prestadas las palabras que los entristecidos discípulos de Emaús le dirigen al misterioso acompañante, el Resucitado, que enciende sus corazones explicándoles las Escrituras (Lc 24).

Al leer el resumen de la contracubierta, cansado como estoy de los cristianos liberales, sentí la tentación de dejar el libro en la pila de inmediato. En La Gorgoracha, un ficticio monasterio trapense granadino (no un convento, como dice erróneamente la entradilla), formado por seis monjes (no frailes, término utilizado erróneamente por Pombo como sinónimo), uno de ellos, el P. Abel, aparece ahorcado. El prior intenta imponer la versión alternativa del accidente. La aparición de unos escritos del suicida, cuya existencia escondida aprovecha un antiguo compañero de estudios, Matías Belarte, para desprestigiar a la comunidad a través de sus columnas periodísticas, acaban provocando una transformación en su vocación hasta el punto que deja el monasterio para convertirse en un sacerdote de (discreto) éxito radiofónico. Raimundo e Ignacio, los otros dos monjes protagonistas, de diferente edad y temple, ven su mundo común y su propio interior  -sobre todo, el de Raimundo- tambalearse y, sin embargo, acaban verificados, por emplear la terminología sartreana que Pombo glosa a su manera a lo largo de estas páginas.

Lo sorprendente de esta novela consiste en que todas las presuposiciones que se pudieran hacer de unos motivos y temas tan tópicos literariamente (desde el manuscrito encontrado hasta el autoritarismo sinuoso del prior) se transforman en la voz de Pombo en un nuevo acercamiento profundo y atrevido al fondo de la experiencia cristiana. Se puede no estar de acuerdo –yo no estoy de acuerdo del todo, y en ese casi seguramente se juega lo más fundamental- pero es indudable que, heterodoxo o no, Pombo es hombre de fe apasionada y, en singular coherencia, de una fidelidad extrema a las coordenadas éticas del universo estético que ha construido en su obra entera.

En esta novela Pombo vuelve a los temas centrales de toda su producción novelística: la falta de sustancia, la religación y el bien, analizadas bajo las categorías de autoconciencia narrativa que ha ido explorando explícitamente durante la última década: la verosimilitud, la verdad, la verificación. De un modo nuevo, vuelve a su obsesión sobre el poder hímnico de la palabra que se enfrenta con el límite de la muerte posibilitando y, a la vez, cancelando la capacidad persuasiva de toda retórica narrativa.

Abel se suicida para demostrar, como el necio al que S. Anselmo opone su argumento ontológico, que no hay Dios. Intenta derruir la experiencia subjetiva de su comunidad. En efecto, la insustancialidad del prior, acomodado a una espiritualidad exterior que se (des)cifra en su amistad con la condesa de Vélez, lo conduce fuera de los muros, esperando encontrar en las cosas de este mundo el Dios cuya luz, tal como la definía el Maestro Eckhart, Abel ha comprendido que no es más que un efecto de tedio cotidiano. En cambio, Ignacio y Raimundo, a caballo entre el estadio estético y el estadio ético, son capaces de dar el salto de la fe aun cuando éste escape a su propia (auto)conciencia. Sólo la novela como mirada de un Dios escondido puede objetivar, aunque sea precariamente, el afán trascendente de la finitud humana.

Magistralmente, Pombo traza con rápidas pinceladas el desencanto posconciliar, que no equivale sin más a la crisis del posconcilio. En esos pocos hombres anacrónicos, capaces de entregar su vida a repetir, hasta confundirse con ellas, las palabras eternas de una liturgia que anhela anticipar ya la celestial, el autor es capaz de retratar al carboncillo las aspiraciones y los fracasos de una generación ilusionada que ha topado no ya con la institución eclesiástica sino con los engaños psicológicos de la propia imagen que, en su momento histórico y social, se habían llegado a construir. Intelectuales, literatos o políticos, como digo, estos monjes se ven abocados a un salto de la fe que cuestiona su vida sin resolver nada en apariencia pero que da un sentido en fuga a sus existencias.

No es de extrañar que los personajes que acaban emergiendo sean anodinos o antipáticos, mostrando que, bajo las apariencias, refulge la debilidad humilde. El airado Raimundo, remiso a remover el pasado, y la dulce Margareta, agnóstica, afrontan con seriedad la experiencia de la muerte y la búsqueda interior de la paz.

Pombo no es un kumbayá ni un progresista al uso. A mí me deslumbra su convencimiento de que toda la originalidad del cristianismo gira en torno al misterio pascual, el de la Muerte y de la Resurrección. No sé por qué, mientras leía esta novela, me resonaban en el fondo ecos de Thomas Merton, que serán, sin duda, subjetivos, pero que quizás, en otro post, me ayuden a explicarme algo más del itinerario narrativo de estos monjes del silencio y de la vida.


“De pronto parece que ahí fuera queda atrás, a un lado, un mundo monótono. Aquí dentro hay, al parecer, un mundo excepcional. Contra lo que pudiera pensarse, lo excepcional sucede dentro y lo ordinario afuera. Contra todo pronóstico, la originalidad viene de la anulación del yo, procede de la anulación del yo, y la vulgaridad de la exaltación del yo. ¿Son nuestros seis monjes originales, genuinos, únicos? Ninguno de los seis reclamaría para sí semejante gansada. Dirían, supongo, que forman parte de la Iglesia, una y única, y que sus voces litúrgicas son anónimas. Estas es la gracia del relato: que lo anónimo sea de pronto singular y que regrese, en plena extrañeza, día tras día, al anonimato, en la liturgia de las horas”.


Recuerdo ver pasear a Pombo en bicicleta por la Moncloa hace veinticinco años. Leyendo sus descripciones de la Ciudad Universitaria y del Parque del Oeste, logré reconciliarme con la vulgaridad de mis paseos estudiantiles aquellas mañanas de sábado de luz iridiada. Y ahora que atardece, su modo de narrar, murmurado en voz baja, sigue acompañándome en la liturgia anónima de la lectura.