Madrid desde la torre de bomberos de Vallecas (1997-2006), Antonio López |
De Antonio Muñoz Molina (1956) tengo el recuerdo estudiantil
de una charla que impartió, invitado por Antonio Prieto, en un aula de la
Universidad. Conservo la imagen de un hombre sencillo, directo y con un áspero
acento jienense que suavizaba con una sonrisa tímida mientras desgranaba su
trayectoria, desde sus estudios de Historia del Arte y como administrativo en
Granada hasta la publicación de sus primeras novelas, cuyo éxito parecía
sinceramente sorprenderle a él mismo con una alegría contagiosa.
Algunos de mis compañeros, con irónico desdén, si no con inconfesable envidia, consideraban
que con sus colaboraciones en el diario El
País Muñoz Molina aspiraba a sustituir en el escalafón del moralismo de
izquierdas a Antonio Gala. Su postura cívica desprendía un
cierto aroma a predicación laica que recordaba a aquellos señores de la
Institución Libre de Enseñanza que teníamos tan mitificados en los años setenta
y ochenta. Su denuncia del terrorismo era valiente, pero adolecía de un
sentimentalismo que me chafó la lectura de Plenilunio
(1997). Dejé de leerlo. Lo único que sabía de él durante los últimos años es que le habían nombrado
director del Instituto Cervantes en Nueva York.
Hace unos meses ha publicado Todo lo que era sólido (2013), un ensayo-memoria-relato sobre las
causas de la crisis económica, moral y social que vivimos en España. A través
de su itinerario biográfico e intelectual, presenta un testimonio de la
generación que ha ido construyendo y construyéndose la España de los últimos
treinta y cinco años. Sin coartadas ni complacencias, denuncia la hipocresía y
la degradación de la política española, tratando de rehacer el hilo de una
democracia que, desde muy pronto, a rebufo de sus aciertos y de la prosperidad
que ha traído, se despeñó por lo que parecen nuestros vicios seculares: el
energumenismo, el simulacro, la ostentación, la intransigencia; en suma, la
mediocridad.
No es un libro apocalíptico, ni mucho menos. Su lema podría
resumirse en una frase que repite en distintas ocasiones: “No está el mañana ni
el ayer escrito” [?]. En un tiempo de incertidumbres Muñoz Molina reclama un
consenso que no consiste en las componendas tan propias de este país, sino en la
capacidad civilizada para ceder ante el adversario. Se trataría de preservar los
acuerdos mínimos que garanticen la continuidad de unos avances sociales y políticos que,
aunque precarios, son el gran logro de la enorme transformación de la España
rural y atrasada de hace sesenta años en un país moderno, pese
a todas las deficiencias que, como rémoras del pasado, pueden detectarse en este tránsito acelerado.
En ocasiones, este libro parece un ajuste de cuentas, en
sordina, con sus propias lealtades, con sinceridad crítica. Como si Muñoz
Molina sospechase que su nombramiento como gestor cultural no se debiese tanto
a que es uno de los mejores novelistas españoles actuales con unas tendencias
políticas claras, sino a que su profesionalidad habría sido la excusa para la
recompensa de una sinecura. Hay que pensar que en aquella época -¡hace cuatro años!- alguien como Irene Zoe Alameda/Amy Martin era nombrada directora de otro Instituto Cervantes. La comparación, además de injusta, es odiosa.
Hay que agradecer a Muñoz Molina que se salte la cantinela
de que vivimos una crisis de valores; la crisis que padecemos es precisamente
el resultado de la especulación sórdida con cualquier valor o principio, ya sea
por el uso inadecuado de los recursos públicos, ya sea por la agresividad con
que se desea silenciar al adversario, ya sea por la
utilización partidista, de cualquier signo, de la memoria histórica. Son
completamente fundadas sus críticas del derroche grotesco, económico y moral,
de nuestros políticos. Sus discrepancias con el nacionalismo me parecen
sensatas. Su animadversión a la Iglesia y a la religión se debe, sin duda, al lado más oscurantista de la historia española, pero también a un analfabetismo espiritual difícil de erradicar.
Con unas menciones a fray Luis de León, a Casiodoro de Reina
y a José María Blanco White, la Santísima Trinidad del progresismo español, nuestra intelectualidad de izquierdas suele resolver de un plumazo la
complejidad teológica del pensamiento europeo. Cioran elogió a De Maistre; Walter Benjamin se inspiró en Angelus Silesius. Entre nosotros, Fernando Savater podría descolgarse con
unas risotadas sarcásticas sobre Jaume Balmes.
Muñoz Molina afirma sin ambages: “Por definición una cultura
democrática debería ser laica”. En suma, una cultura confesional debe de ser, por definición, antidemocrática. Más aún, cabe suponer que, con esta mentalidad, una cultura laica debería evitar cualquier contacto
con el espacio religioso, a no ser que permita expresar la disensión respecto
del servilismo que, como un virus, se inocularía en cualquiera de sus
formas institucionales. A Muñoz Molina se le ha olvidado que una de las
instituciones que está en primera línea haciendo frente a tantísimas
necesidades materiales en estos momentos es la Iglesia católica. Y cuando digo
la Iglesia me refiero no a los obispos, sino a todas esas personas, ciudadanos
que votan a este, a aquel y al otro partido político, nacionalistas o no, que
se organizan movidos por su fe para paliar y superar situaciones de injusticia
y de abandono.
Para Muñoz Molina, como para la izquierda española en
general, parece que lo importante es lo adjetivo y lo sustancial se reduce a un
factor cultural retrógrado. De este modo, en el fondo uno no tendría derecho a
la educación y a la sanidad; el suyo sería un derecho a la educación “pública”
y a la sanidad “pública”. Como lo público es lo de todos, la educación y la
sanidad serían logros “nuestros”. Y quien no quiera lo “nuestro”, que se lo
pague. ¿Quiero decir que a la derecha le preocupa la educación y la sanidad? En
eso estoy de acuerdo con nuestro autor. Más bien, le preocupa lo “suyo”; por
ello, le encantaría privatizarlas. A mí me basta que garanticen a todo
ciudadano una educación y una sanidad de calidad, por lo que es imprescindible,
pero no absoluta, la necesidad de la intervención pública.
Comparto que es preciso
invertir “públicamente” en educación y sanidad, pero, también como ciudadano,
no aceptaré –a lo sumo, me aguantaré- que el Estado, a cambio, me imponga su
ideología a través de ellas, por muchos votos que lo respalden. Me opondré
civilizadamente al aborto, a la eutanasia y a la ideología de género por
motivos religiosos que puedo explicar también con argumentos “racionales”.
Negarle a alguien la posibilidad de llegar a ser me parece
un crimen, y, si no les gusta la palabra, una radical injusticia, por más “amasijo
de células” o “células defectuosas” que sea en un determinado momento. Que
podamos estar seguros de que toda vida está protegida bajo cualquier
circunstancia (sea pobre o rica, esté sana o enferma, sea honorable o malvada)
es una difícil conquista de la civilización. Es un retroceso que el Estado
legisle las condiciones y la oportunidad de la tutela jurídica de la vida o de
la familia en función de sentimientos y no de hechos. Que el Estado, arrogándose
de nuevo como sustancial lo que es adjetivo (en este caso, la palabra mágica “democrática”),
determine qué es matrimonio es el primer paso de regreso hacia la tiranía. El
Estado como Voluntad de Poder: nada es más que lo que YO decido que sea. Por supuesto, puede resultar muy satisfactorio y reivindicatorio, pero es sumamente peligroso.
“No tener miedo de defraudar o de irritar a los que reclaman de nosotros la confirmación de sus prejuicios. Cancelar la indulgencia española hacia la vaguedad biensonante. Comprobar los hechos. Examinar los actos. Prestar más atención a las personas que actúan a las que hablan; las que en cada ámbito de la vida han sostenido el país y han logrado que siguiera progresando mientras la clase política se entregaba al parasitismo y a la alucinación, y mientras una parte de la clase periodística e intelectual colaboraba en el simulacro del gran Retablo de las maravillas o se ensimismaba tanto en sus propias fantasmagorías que no veía lo real o no lo consideraba digno de rebajarse a observarlo”.
Soy un integrista, pues. Y quizás también un aguafiestas,
cuya figura describe sagazmente el propio Muñoz Molina. Mis razones tienen un
fondo irreductible respecto de las suyas. Pero tal vez coincida con él en el temor que
nos suscitarían, en boca de un español, aquellas palabras de D. Quijote que tan
bien nos definen a pesar nuestro: “Yo sé quién soy”.