martes, 30 de julio de 2013

Muñoz Molina y el integrista.



Madrid desde la torre de bomberos de Vallecas (1997-2006),
Antonio López 

De Antonio Muñoz Molina (1956) tengo el recuerdo estudiantil de una charla que impartió, invitado por Antonio Prieto, en un aula de la Universidad. Conservo la imagen de un hombre sencillo, directo y con un áspero acento jienense que suavizaba con una sonrisa tímida mientras desgranaba su trayectoria, desde sus estudios de Historia del Arte y como administrativo en Granada hasta la publicación de sus primeras novelas, cuyo éxito parecía sinceramente sorprenderle a él mismo con una alegría contagiosa.

Algunos de mis compañeros, con irónico desdén, si no con inconfesable envidia, consideraban que con sus colaboraciones en el diario El País Muñoz Molina aspiraba a sustituir en el escalafón del moralismo de izquierdas a Antonio Gala. Su postura cívica desprendía un cierto aroma a predicación laica que recordaba a aquellos señores de la Institución Libre de Enseñanza que teníamos tan mitificados en los años setenta y ochenta. Su denuncia del terrorismo era valiente, pero adolecía de un sentimentalismo que me chafó la lectura de Plenilunio (1997). Dejé de leerlo. Lo único que sabía de él durante los últimos años es que le habían nombrado director del Instituto Cervantes en Nueva York.

Hace unos meses ha publicado Todo lo que era sólido (2013), un ensayo-memoria-relato sobre las causas de la crisis económica, moral y social que vivimos en España. A través de su itinerario biográfico e intelectual, presenta un testimonio de la generación que ha ido construyendo y construyéndose la España de los últimos treinta y cinco años. Sin coartadas ni complacencias, denuncia la hipocresía y la degradación de la política española, tratando de rehacer el hilo de una democracia que, desde muy pronto, a rebufo de sus aciertos y de la prosperidad que ha traído, se despeñó por lo que parecen nuestros vicios seculares: el energumenismo, el simulacro, la ostentación, la intransigencia; en suma, la mediocridad.

No es un libro apocalíptico, ni mucho menos. Su lema podría resumirse en una frase que repite en distintas ocasiones: “No está el mañana ni el ayer escrito” [?]. En un tiempo de incertidumbres Muñoz Molina reclama un consenso que no consiste en las componendas tan propias de este país, sino en la capacidad civilizada para ceder ante el adversario. Se trataría de preservar los acuerdos mínimos que garanticen la continuidad de unos avances sociales y políticos que, aunque precarios, son el gran logro de la enorme transformación de la España rural y atrasada de hace sesenta años en un país moderno, pese a todas las deficiencias que, como rémoras del pasado, pueden detectarse en este tránsito acelerado.

En ocasiones, este libro parece un ajuste de cuentas, en sordina, con sus propias lealtades, con sinceridad crítica. Como si Muñoz Molina sospechase que su nombramiento como gestor cultural no se debiese tanto a que es uno de los mejores novelistas españoles actuales con unas tendencias políticas claras, sino a que su profesionalidad habría sido la excusa para la recompensa de una sinecura. Hay que pensar que en aquella época -¡hace cuatro años!- alguien como Irene Zoe Alameda/Amy Martin era nombrada directora de otro Instituto Cervantes. La comparación, además de injusta, es odiosa. 

Hay que agradecer a Muñoz Molina que se salte la cantinela de que vivimos una crisis de valores; la crisis que padecemos es precisamente el resultado de la especulación sórdida con cualquier valor o principio, ya sea por el uso inadecuado de los recursos públicos, ya sea por la agresividad con que se desea silenciar al adversario, ya sea por la utilización partidista, de cualquier signo, de la memoria histórica. Son completamente fundadas sus críticas del derroche grotesco, económico y moral, de nuestros políticos. Sus discrepancias con el nacionalismo me parecen sensatas. Su animadversión a la Iglesia y a la religión se debe, sin duda, al lado más oscurantista de la historia española, pero también a un analfabetismo espiritual difícil de erradicar.

Con unas menciones a fray Luis de León, a Casiodoro de Reina y a José María Blanco White, la Santísima Trinidad del progresismo español, nuestra intelectualidad de izquierdas suele resolver de un plumazo la complejidad teológica del pensamiento europeo. Cioran elogió a De Maistre; Walter Benjamin se inspiró en Angelus Silesius. Entre nosotros, Fernando Savater podría descolgarse con unas risotadas sarcásticas sobre Jaume Balmes

Muñoz Molina afirma sin ambages: “Por definición una cultura democrática debería ser laica”. En suma, una cultura confesional debe de ser, por definición, antidemocrática. Más aún, cabe suponer que, con esta mentalidad, una cultura laica debería evitar cualquier contacto con el espacio religioso, a no ser que permita expresar la disensión respecto del servilismo que, como un virus, se inocularía en cualquiera de sus formas institucionales. A Muñoz Molina se le ha olvidado que una de las instituciones que está en primera línea haciendo frente a tantísimas necesidades materiales en estos momentos es la Iglesia católica. Y cuando digo la Iglesia me refiero no a los obispos, sino a todas esas personas, ciudadanos que votan a este, a aquel y al otro partido político, nacionalistas o no, que se organizan movidos por su fe para paliar y superar situaciones de injusticia y de abandono.

Para Muñoz Molina, como para la izquierda española en general, parece que lo importante es lo adjetivo y lo sustancial se reduce a un factor cultural retrógrado. De este modo, en el fondo uno no tendría derecho a la educación y a la sanidad; el suyo sería un derecho a la educación “pública” y a la sanidad “pública”. Como lo público es lo de todos, la educación y la sanidad serían logros “nuestros”. Y quien no quiera lo “nuestro”, que se lo pague. ¿Quiero decir que a la derecha le preocupa la educación y la sanidad? En eso estoy de acuerdo con nuestro autor. Más bien, le preocupa lo “suyo”; por ello, le encantaría privatizarlas. A mí me basta que garanticen a todo ciudadano una educación y una sanidad de calidad, por lo que es imprescindible, pero no absoluta, la necesidad de la intervención pública.

Comparto que es preciso invertir “públicamente” en educación y sanidad, pero, también como ciudadano, no aceptaré –a lo sumo, me aguantaré- que el Estado, a cambio, me imponga su ideología a través de ellas, por muchos votos que lo respalden. Me opondré civilizadamente al aborto, a la eutanasia y a la ideología de género por motivos religiosos que puedo explicar también con argumentos “racionales”.

Negarle a alguien la posibilidad de llegar a ser me parece un crimen, y, si no les gusta la palabra, una radical injusticia, por más “amasijo de células” o “células defectuosas” que sea en un determinado momento. Que podamos estar seguros de que toda vida está protegida bajo cualquier circunstancia (sea pobre o rica, esté sana o enferma, sea honorable o malvada) es una difícil conquista de la civilización. Es un retroceso que el Estado legisle las condiciones y la oportunidad de la tutela jurídica de la vida o de la familia en función de sentimientos y no de hechos. Que el Estado, arrogándose de nuevo como sustancial lo que es adjetivo (en este caso, la palabra mágica “democrática”), determine qué es matrimonio es el primer paso de regreso hacia la tiranía. El Estado como Voluntad de Poder: nada es más que lo que YO decido que sea. Por supuesto, puede resultar muy satisfactorio y reivindicatorio, pero es sumamente peligroso.

“No tener miedo de defraudar o de irritar a los que reclaman de nosotros la confirmación de sus prejuicios. Cancelar la indulgencia española hacia la vaguedad biensonante. Comprobar los hechos. Examinar los actos. Prestar más atención a las personas que actúan a las que hablan; las que en cada ámbito de la vida han sostenido el país y han logrado que siguiera progresando mientras la clase política se entregaba al parasitismo y a la alucinación, y mientras una parte de la clase periodística e intelectual colaboraba en el simulacro del gran Retablo de las maravillas o se ensimismaba tanto en sus propias fantasmagorías que no veía lo real o no lo consideraba digno de rebajarse a observarlo”.


Soy un integrista, pues. Y quizás también un aguafiestas, cuya figura describe sagazmente el propio Muñoz Molina. Mis razones tienen un fondo irreductible respecto de las suyas. Pero tal vez coincida con él en el temor que nos suscitarían, en boca de un español, aquellas palabras de D. Quijote que tan bien nos definen a pesar nuestro: “Yo sé quién soy”.



1 comentario:

  1. Ahora, cuando las cosas van mal, cuando la crisis está en todas las noticias; con un gobierno del pp con el que hacer tiro al blanco, critica. Cuando el gobierno era del psoe, cuando no había crisis, cuando había toda la, ahora malvada, especulación, cuando el era director del instituto cervantes en nueva york, gastando con el dinero del estado, es decir, el de todos, ¿que hacía entonces?: callarse com una etc. etc.
    ¿Existe mejor definición de la hipocresía, mejor ilustración de la mentalidad llamada "progre" que esta?

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