Una película como Journal d’un curé de campagne (1951), de Robert Bresson (1901-1999), adaptando el
título homónimo (1936) de George Bernanos (1888-1948), puede parecer o una pieza
arqueológica o el vehículo de una paradójica y honda catequesis. En ella nos
enfrentamos, desnudamente, a la cuestión de la fe ante un Dios que se
manifiesta, escondidamente, en lo oculto de un hombre vulgar. Sin importar las
convicciones religiosas del espectador, verla así puede seguir siendo una
experiencia de ascesis cinematográfica imposible de ser igualada por ninguna
otra cinta del género de sacerdotes. Imágenes secas, implacables, inconsolables.
Corre por youtube un video de factura preciosista que combina
momentos protagonizados por el cura rural de Bresson con el fondo musical de Knockin' on Heaven’s Doors de Bob Dylan.
Nos presenta las escenas del cura, cada vez más demacrado, bebiendo vino y
cayéndose una y otra vez. Irónicamente, esta lectura, tan posmoderna -el cura, como un antihéroe de western crepuscular al estilo de Billy el Niño-, coincide con la de los personajes más odiosos del film, como el
Conde, incapaces de comprender la grandeza que se encierra en una infeliz
criatura arrojada a la incomprensión y a la miseria material y espiritual.
En la debilidad del cura de Ambricourt, cuya dimensión
sociológica no es sino una metáfora de su realidad teológica, se encarna una
iglesia pobre, la iglesia de los creyentes en Jesús, varón de dolores, sin
ningún atractivo humano, como proclamaba Isaías en sus cantos del Siervo (Is
52, 13-53,12); una iglesia abierta a todo aquel a quien le falta la única
riqueza necesaria, Dios mismo, como le pasa a Séraphita, a la Condesa, o al
propio cura rural.
Esta película apabullante en sus primeros planos, en sus
silencios, da una lección de terrible humanidad: apabullados por el peso del
pecado y del mal cotidiano, insoportables en su cruel vulgaridad, brilla en
cada uno el rostro de Cristo, la gloria de su resurrección, en el
anonadamiento y en el vaciamiento de sí mismo, abiertos a la gracia que
transforma la fragilidad, la finitud, la soledad cósmica.
De esta mirada sobre la naturaleza humana se ha criticado su
ascendiente jansenista, aunque habría que decir que se trata más bien de una
visión pascaliana. Lo que se olvida añadir es que Bresson captó, con una
singular penetración, la intuición poética de Bernanos en su novela, a través
de la cual, como ocurre en toda la cultura católica francesa del siglo XX, la
herida de Port-Royal se intenta cauterizar con el “caminito” de Teresa de Lisieux
(1873-1897).
Tengo grabado a fuego en el corazón dos escenas de la
película que sintetizan este desposorio espiritual entre la dialéctica de
Blaise Pascal y el camino de Teresa. Tras la muerte de la Condesa, el cura de
Ambricourt escribe en su diario que le ha pasado lo peor que puede imaginar: encontrarse
careciendo de resignación y de valor. “C’est la tentation m’est
venue…” deja escrito, antes de que le veamos dirigirse, junto a su maestro el cura
de Torcy, a una pequeña cabaña en un collado. Allí, el de Torcy le reprende por
su comportamiento, como a un niño que no discierne bien las situaciones. Le
recomienda orar, aunque sea solo mecánicamente, con los labios. Le recuerda que
la fe se forja volviendo al lugar en que Jesús se encontraba hace dos mil años.
En ese momento a Ambricourt se le caen las lágrimas, mientras se oye su voz en
off: “El Señor me había mostrado la gracia, a través de los labios de mi maestro,
de que nada podría separarme del lugar que me estaba reservado para la eternidad.
Yo era prisionero de la Santa Agonía” (en el video, de 68:15 a 73:41).
Resuenan las palabras de Pascal: “Jesús estará en agonía
hasta el fin del mundo”. Pero Ambricourt
no vela solo el destino de Jesús: él mismo ha sido asociado a él. Como alter Christus, el sacerdote tentado
contra la fe, en oscuridad permanente, se entrega libremente a ese destino en
el Getsemaní de su ministerio, haciendo lo único que nadie le puede arrebatar:
amar hasta el extremo de despojarse de sí mismo.
Como en Teresa, es “demasiado pequeño para subir la dura
escala de la perfección”, pero se siente llamado a vivir el abandono de Jesús
en medio de las tinieblas que le envuelven: la incomprensión, el rechazo, la
enfermedad, la muerte. El camino que el cura de Ambricourt recorre hasta la luz
final que, en la última escena de la película, va perfilando, entre sombras, la
cruz desnuda a la que se abraza, sigue las pisadas de Teresa, cuando meses
antes de su muerte, exclamaba como él a punto de expirar: “Todo es gracia”. En
tal manera puede decirse que su felicidad consiste en “seguir mirando,
fijamente, la luz invisible que se oculta a su fe”, como la definiese la santa
carmelitana.
En medio de los sufrimientos, en medio de la niebla de fe,
se acrecienta el espíritu de fe de Ambricourt, porque sabe que su Señor no le
manda nada imposible. En el trato último con su amigo, con la compañera de éste,
permanece más radicalmente fiel a su vocación, entregándose en el abandono sin
guardarse nada para sí. Se hace ofrenda de amor a Dios, tratando de
identificarse más plenamente con Cristo en su Pasión. Como dice Teresa: “Conoces
mejor que yo mi debilidad, mi imperfección, sabes muy bien que jamás podría
amar a mis hermanas como tú las amas, si tú
mismo, Jesús mío, no las amaras también
en mí”.
Este mandamiento nuevo
que, según Teresa, le asegurará la voluntad de Cristo de amar en él a todos
aquellos a quienes le ha ordenado amar (incluso a quienes le han perseguido) explica
mejor el conocido fragmento de la novela, ausente en la película, en que Ambricourt,
angustiado como Jesús en el Huerto, descubre la gracia última, más allá incluso
del olvido de sí mismo, que es amarse como a cualquiera de los miembros
dolientes de Jesucristo. Siendo todos ante Dios pobres, el gesto último de
humildad es perdonarse la propia flaqueza hasta el punto ya no de amar a los
otros como a uno mismo sino de amarse uno a sí mismo en los otros:
“En efecto, lamento mi debilidad ante el doctor Laville. Debería avergonzarme de no experimentar ningún remordimiento, pues ¿qué idea de un sacerdote he podido dar a un hombre tan firme, tan resuelto? No importa. Se ha acabado. La especie de desconfianza que he sentido por mí, por mi persona, creo que se ha disipado para siempre. Esta lucha ha llegado a su fin. No la entiendo ya. Me he reconciliado conmigo mismo, con este pobre despojo.
Odiarse a sí mismo es más fácil de lo que parece. La gracia es olvidarse. Pero si todo el orgullo estuviese muerto en nosotros, la gracia de las gracias sería amarse humildemente a uno mismo, como a cualquiera de los miembros dolientes de Jesucristo”.
Entre Pascal y Teresa de
Lisieux, las palabras visuales de Bresson dialogan con las imágenes verbales de
Bernanos. Como un icono de Cristo, el cura de Ambricourt.