martes, 26 de marzo de 2013

Robert Bresson, entre Pascal y Teresa de Lisieux.






Una película como Journal d’un curé de campagne (1951), de Robert Bresson (1901-1999), adaptando el título homónimo (1936) de George Bernanos (1888-1948), puede parecer o una pieza arqueológica o el vehículo de una paradójica y honda catequesis. En ella nos enfrentamos, desnudamente, a la cuestión de la fe ante un Dios que se manifiesta, escondidamente, en lo oculto de un hombre vulgar. Sin importar las convicciones religiosas del espectador, verla así puede seguir siendo una experiencia de ascesis cinematográfica imposible de ser igualada por ninguna otra cinta del género de sacerdotes. Imágenes secas, implacables, inconsolables.

Corre por youtube un video de factura preciosista que combina momentos protagonizados por el cura rural de Bresson con el fondo musical de Knockin' on Heaven’s Doors de Bob Dylan. Nos presenta las escenas del cura, cada vez más demacrado, bebiendo vino y cayéndose una y otra vez. Irónicamente, esta lectura, tan posmoderna -el cura, como un antihéroe de western crepuscular al estilo de Billy el Niño-, coincide con la de los personajes más odiosos del film, como el Conde, incapaces de comprender la grandeza que se encierra en una infeliz criatura arrojada a la incomprensión y a la miseria material y espiritual.

En la debilidad del cura de Ambricourt, cuya dimensión sociológica no es sino una metáfora de su realidad teológica, se encarna una iglesia pobre, la iglesia de los creyentes en Jesús, varón de dolores, sin ningún atractivo humano, como proclamaba Isaías en sus cantos del Siervo (Is 52, 13-53,12); una iglesia abierta a todo aquel a quien le falta la única riqueza necesaria, Dios mismo, como le pasa a Séraphita, a la Condesa, o al propio cura rural.

Esta película apabullante en sus primeros planos, en sus silencios, da una lección de terrible humanidad: apabullados por el peso del pecado y del mal cotidiano, insoportables en su cruel vulgaridad, brilla en cada uno el rostro de Cristo, la gloria de su resurrección, en el anonadamiento y en el vaciamiento de sí mismo, abiertos a la gracia que transforma la fragilidad, la finitud, la soledad cósmica.

De esta mirada sobre la naturaleza humana se ha criticado su ascendiente jansenista, aunque habría que decir que se trata más bien de una visión pascaliana. Lo que se olvida añadir es que Bresson captó, con una singular penetración, la intuición poética de Bernanos en su novela, a través de la cual, como ocurre en toda la cultura católica francesa del siglo XX, la herida de Port-Royal se intenta cauterizar con el “caminito” de Teresa de Lisieux (1873-1897).

Tengo grabado a fuego en el corazón dos escenas de la película que sintetizan este desposorio espiritual entre la dialéctica de Blaise Pascal y el camino de Teresa. Tras la muerte de la Condesa, el cura de Ambricourt escribe en su diario que le ha pasado lo peor que puede imaginar: encontrarse careciendo de resignación y de valor. “C’est la tentation m’est venue…” deja escrito, antes de que le veamos dirigirse, junto a su maestro el cura de Torcy, a una pequeña cabaña en un collado. Allí, el de Torcy le reprende por su comportamiento, como a un niño que no discierne bien las situaciones. Le recomienda orar, aunque sea solo mecánicamente, con los labios. Le recuerda que la fe se forja volviendo al lugar en que Jesús se encontraba hace dos mil años. En ese momento a Ambricourt se le caen las lágrimas, mientras se oye su voz en off: “El Señor me había mostrado la gracia, a través de los labios de mi maestro, de que nada podría separarme del lugar que me estaba reservado para la eternidad. Yo era prisionero de la Santa Agonía” (en el video, de 68:15 a 73:41).

Resuenan las palabras de Pascal: “Jesús estará en agonía hasta el fin del mundo”.  Pero Ambricourt no vela solo el destino de Jesús: él mismo ha sido asociado a él. Como alter Christus, el sacerdote tentado contra la fe, en oscuridad permanente, se entrega libremente a ese destino en el Getsemaní de su ministerio, haciendo lo único que nadie le puede arrebatar: amar hasta el extremo de despojarse de sí mismo.

Como en Teresa, es “demasiado pequeño para subir la dura escala de la perfección”, pero se siente llamado a vivir el abandono de Jesús en medio de las tinieblas que le envuelven: la incomprensión, el rechazo, la enfermedad, la muerte. El camino que el cura de Ambricourt recorre hasta la luz final que, en la última escena de la película, va perfilando, entre sombras, la cruz desnuda a la que se abraza, sigue las pisadas de Teresa, cuando meses antes de su muerte, exclamaba como él a punto de expirar: “Todo es gracia”. En tal manera puede decirse que su felicidad consiste en “seguir mirando, fijamente, la luz invisible que se oculta a su fe”, como la definiese la santa carmelitana.

En medio de los sufrimientos, en medio de la niebla de fe, se acrecienta el espíritu de fe de Ambricourt, porque sabe que su Señor no le manda nada imposible. En el trato último con su amigo, con la compañera de éste, permanece más radicalmente fiel a su vocación, entregándose en el abandono sin guardarse nada para sí. Se hace ofrenda de amor a Dios, tratando de identificarse más plenamente con Cristo en su Pasión. Como dice Teresa: “Conoces mejor que yo mi debilidad, mi imperfección, sabes muy bien que jamás podría amar a mis hermanas como tú las amas, si tú mismo, Jesús mío, no las amaras también en mí”.

Este mandamiento nuevo que, según Teresa, le asegurará la voluntad de Cristo de amar en él a todos aquellos a quienes le ha ordenado amar (incluso a quienes le han perseguido) explica mejor el conocido fragmento de la novela, ausente en la película, en que Ambricourt, angustiado como Jesús en el Huerto, descubre la gracia última, más allá incluso del olvido de sí mismo, que es amarse como a cualquiera de los miembros dolientes de Jesucristo. Siendo todos ante Dios pobres, el gesto último de humildad es perdonarse la propia flaqueza hasta el punto ya no de amar a los otros como a uno mismo sino de amarse uno a sí mismo en los otros:

“En efecto, lamento mi debilidad ante el doctor Laville. Debería avergonzarme de no experimentar ningún remordimiento, pues ¿qué idea de un sacerdote he podido dar a un hombre tan firme, tan resuelto? No importa. Se ha acabado. La especie de desconfianza que he sentido por mí, por mi persona, creo que se ha disipado para siempre. Esta lucha ha llegado a su fin. No la entiendo ya. Me he reconciliado conmigo mismo, con este pobre despojo.
Odiarse a sí mismo es más fácil de lo que parece. La gracia es olvidarse. Pero si todo el orgullo estuviese muerto en nosotros, la gracia de las gracias sería amarse humildemente a uno mismo, como a cualquiera de los miembros dolientes de Jesucristo”.

Entre Pascal y Teresa de Lisieux, las palabras visuales de Bresson dialogan con las imágenes verbales de Bernanos. Como un icono de Cristo, el cura de Ambricourt.


martes, 19 de marzo de 2013

El delirante Vertigo de Hitchcock.






He vuelto a ver Vértigo o De entre los muertos (1958), de Alfred Hitchcock, por enésima vez. La primera ocasión que la vi debía de tener catorce años. Con un par de amigos, en una reposición de cine de barrio, en pantalla grande, asistí a una sesión, casi vacía, de aquellos envejecidos cines que o desaparecieron o se han convertido en horrendas multisalas que de tanto en tanto recuperan esos mismos films ahora en sesiones de noche casi llenas de treintañeros.

Durante un par de veranos pasaron en aquel Conde Duque de la calle Alberto Aguilera varias películas de Hitchcock de los años 50. De todas ellas sólo Vértigo –quizás también La ventana indiscreta- me dejó una impresión, ni inolvidable ni imborrable, sino obsesiva. Viéndola, viví una intensa experiencia de malestar y de fascinación, de repugnancia y de deseo. Hay películas que se ven antes de tiempo y, por ello, hacen tanto mal que marcan a fuego la educación sentimental. Vértigo debería estar prohibido para adolescentes, porque verla puede activar de tal manera su tortuosa imaginación que nunca más quieren regresar del todo de entre los fantasmas de la ficción.

Mucho se ha hablado de todos los aspectos de esta película que hace menos de un año desbancó a Ciudadano Kane de la cima de la reciente lista Sight and Sound's de las mejores películas de la historia. Eugenio Trías, recientemente fallecido, revisitó, con la intensidad del cinéfilo, lo bello y lo siniestro, el vértigo y la pasión, de esta extraña cinta hitchcockiana. Si en su momento fue un éxito relativo, porque a mitad del metraje el espectador se enteraba de quién era el asesino, hoy en día se la considera hasta un referente del cine de David Lynch. Sin duda, es una película hipermoderna por su refundición de los temas más delirantemente románticos de nuestro imaginario cultural. Es una película que habla del amor, de la muerte, del sexo, de los terrores del alma y de las iluminaciones de la fantasía.

En sus conversaciones con François Truffaut, Hitchcock resaltó tres puntos que le interesaban de la historia. Por encima de todo, “los esfuerzos que hacía James Stewart para recrear una mujer, a partir de la imagen de una muerta”. En un segundo plano, le atraía “la resistencia de Judy a convertirse de nuevo en Madeleine”. Por último, “hay otro aspecto que llamaría «sexopsicológico» y es, aquí, la voluntad que anima a este hombre para recrear una imagen sexual imposible; para decirlo de manera sencilla, este hombre quiere acostarse con una muerta; esto es necrofilia”.

Al volver a verla, los dos últimos aspectos se me han hecho desagradablemente evidentes. Scottie (James Stewart) procede a una violación consentida de Judy (Kim Novak) en la segunda parte de la película. La escena en la casa de modas es pavorosa. Como una niña, Judy se pone de cara a la pared, acorralada por el dominado depresivo que se ha transformado en un voraz y feroz depredador de su psique. La violación no se produce cuando la recupera tal como fue en la fantasía de la realidad, fruto consciente de una repetición tan maníaca como lúcida. Desnudándola mientras la está vistiendo, alcanza un orgasmo que debe ser repetido como (auto)destrucción al arrastrarla hasta al campanario, tras descubrir que le había engañado. Al resistirse en la misión, Judy intensifica hasta el paroxismo de la muerte el deseo sexual de Scottie, de manera que, por un amor tanto más enloquecido que el de él mismo, ella no puede dejar de encarnar la ficción necrofílica de una terrible relación sadomasoquista.

Y, sin embargo, en las imágenes de esta película siguen intactos los detalles que se me grabaron en la adolescencia, como heridas subconscientes. Las enumero: las miradas de James Stewart; el bucle del pelo rubio de Novack; la vulgar carnalidad de Judy; el amor alucinado de Scottie.

Pocos actores como Stewart han sido capaces de expresar la angustia de un alma rota, estupefacta, aterrorizada. En ¡Qué bello es vivir! hay un primer plano de su rostro, convulso, cuando comprende que su mundo no ha existido, verdaderamente aterrador. En Vértigo, es capaz de expresar la impotencia, la codicia sexual, el delirio, la tristeza y la locura con un vigor cansado que me resulta magistral. Si tuviese que quedarme con una mirada suya en la película, elegiría la del beso final cuando, mientras ella se lo come literalmente, él, encantado, observa que le envuelve, mientras gira la cámara, la caballeriza de la misión de San Juan Bautista donde intentaba retener a Madeleine.

El bucle del pelo rubio de Novack es idéntico no sólo al peinado de Carlota Valdés sino, sobre todo, a la espiral por la cual cae en la locura Scottie. Que él le haga recuperar el peinado es una invitación a fundirla en un instante de repetición más allá de toda creencia. 

Cuando vi por primera vez la película, casi me ofendió físicamente que Madeleine tuviese la apariencia de Judy. Su brutal sensualidad (en la v.o.s., hasta su desagradable voz) era tan manifiesta que sólo podía curarla de sí misma su transformación en una imposible Madeleine. Lograrla era tan inquietante como (más inquietantemente) pacificador.

El amor alucinado de Scottie es, sobre todo, visual. Al ver a Madeleine de perfil en Ernie’s por primera vez, el fondo rojo se hace más intenso durante unos segundos casi fuera del tiempo. Al recuperarla en el hotel de Judy, el vaporoso verde mortal recuerda que la repetición del amor es tan matizada que es ya de ultramundo. Pero el fuego del apartamento de Scottie, mientras Madeleine desnuda lo contempla bajo un batín rojo, enciende la distancia del espectador.





Hace unas líneas no dije la verdad. Hay otra mirada de Stewart. Scottie y Judy han alcanzado el campanario. Él la está forzando a decir la verdad, a desengañarlo, a hacerlo consciente de que no amó un fantasma, ni tan siquiera una ficción, sino pura irrealidad. Despechado, furioso, en un instante su cara se desencaja en un gesto de ternura alucinada, mientras pronuncia unas palabras que estremecen de espantosa renuncia: “I loved you so, Maddy”.


martes, 12 de marzo de 2013

El abecedario luminoso de Miguel d'Ors.



Campo de trigos con cuervos (1890),
Vincent Van Gogh

Debo atribuir a una mezcla de azar y providencia, que no vienen al caso explicar, haber leído el recientísimo y extenso poemario Átomos y galaxias (Sevilla, 2013) de Miguel d’Ors (1946). La coincidencia ha sido felicísima, pues es un libro excepcional, en el doble sentido de un libro raro y fuera de la regla. De una exquisita perfección técnica, se congregan en este libro los temas y los motivos clásicos de la poesía de su autor: la familia, la memoria de la infancia, el alpinismo, el tradicionalismo político, la religiosidad tradicional, el humorismo de los miguel d’ors que se cuelan por las rendijas de los versos… Como siempre en su poesía, admirada incluso por sus oponentes ideológicos, es el tratamiento suavemente (auto)irónico, en escorzo, el que confiere una profundidad sencilla y cercana a una visión del mundo tan singular, tan incorrecta hoy en día, tan a su modo irrealmente real.

Sin duda, es el libro, otoñal, de un maestro de la palabra poética en posesión plena de su propia voz, con un añadido que lo hace aún más impresionante: la ligera gravedad elegíaca que depura y hasta purifica la melancolía y la nostalgia que han atravesado de continuo la poesía de d’Ors. No es que en ella resuene ahora un improbable pathos estoico que contempla desapegado los inútiles y dolorosos esfuerzos por alterar la armonía cósmica, sino que la traspasa una serenidad cristiana, algo cervantina, que, habiendo atisbado en el horizonte las líneas del fin, desea seguir anudando, mientras tanto, los hilos rotos con calma confiadamente inquieta.

D’Ors no sólo es uno de los contadísimos poetas religiosos españoles actuales sino, posiblemente, el más riguroso de todos. Reconozco que el apenas disimulado enfado con que José Luis García Martín despachó los salmos que componían las “Lecciones de Historia” de Es cielo y es azul (1984) siempre me ha hecho disfrutar aún más de aquellos versos tendenciosos y demagógicos, en la mejor línea –y esto es una (relativa) maldad- de Ezra Pound o de Ernesto Cardenal. Sin que quepa ver en mis palabras la más mínima ironía, que le saliese bien a d’Ors alabar “unos pocos millares de silencios postrados / bajo la lucecita latiente del Sagrario” da una pequeña idea del dominio lírico que ha sido siempre capaz de ejercer sobre la emoción religiosa.

Despojada de una intención polémica directa, salvo en casos muy matizados, la religiosidad d’orsiana fertiliza ahora toda la andadura de Átomos y galaxias. El libro se organiza como un abecedario poético en que las primeras letras de los títulos de los poemas −cien, como los cien cantos de Dante en busca del Paraíso− se van sucediendo en orden alfabético. Es éste el primer detalle de la disposición de un libro que combina contrapuntísticamente el virtuosismo formal, escondido bajo la cálida sencillez de una dicción en apariencia clara, con la expresión íntima, contenida, de una dura ascesis por renunciar a la obsesión de detener el tiempo en el verso.

Como de costumbre en d’Ors, el poema sigue deseando eternizar el recuerdo que dé cuenta de la asombrosa maravilla de ser, desde la luz o la nieve hasta una cereza o un sapo. Así por ejemplo, en auténticas joyas del más puro lirismo, como “Perdón”, el poeta pide a la vida que le perdone haber cazado una oropéndola a los doce años. Pero, bajo el canto sostenido de la elegía, consciente de la cercanía de la muerte, se va abriendo cauce una reflexión del yo lírico que indaga en el sentido poético del dogma de la inmortalidad.

Profundo conocedor de la poesía modernista, en especial de Manuel Machado y de Rubén Darío, d’Ors proyecta sobre la voz del poema la imagen del alma. Las recreaciones (o, por utilizar un término que le es especialmente querido, las “variaciones”) sobre los más diversos géneros (elegía, epigrama, sonetos…), estrofas (romances, romancillos, sextillas…) y metros (alejandrinos, octosílabos…) no son solo juegos profundamente serios con una memoria que es, al mismo tiempo, cultural e individual, sino que son también una profesión de fe en el misterio que conjura –y revela- la Poesía. En ella coinciden con las galaxias de la tradición los átomos de la vida: “Alma, abeja misteriosa / que vas libando en la vida / para hacer de los recuerdos / la miel de la Poesía”. Bucear en ellos provoca una dolorosa felicidad, pues, a diferencia de Antonio Machado, para quien se canta lo que se pierde, para d’Ors el consuelo es que no se pierde lo que se canta; más aún, se gana (“Canto”).

En los poemas más conseguidos se llega a palpar una emoción casi franciscana con que logra plasmar la intuición del soneto “Pied Beauty” del poeta católico Gerard Manley Hopkins que sirve de pórtico a todo el libro. Alérgico en apariencia a “modernidades” seculares, d’Ors, que se propone lógicamente no vivir la vida a través del arte, no se conforma con la mera contemplación. Aspira a ver, con los ojos de la vida, el arte que se ha arraigado en ella: transfigurar en el verso una belleza que lo desborda, atento, en cambio, a contenerla en ese instante fugaz que cada lectura, imprevista e imprevisible, renueva milagrosamente, como en Gonzalo de Berceo o en Vincent Van Gogh; como en el propio d’Ors (“Olivia”). Condenado todo a morir, queda la esperanza de que tanta hermosura, que es verdad y que es bien, no puede perderse, pues el Creador habrá de releer, al fin, con el juicio, su entera creación.

La reflexión sobre la propia muerte, cuyo aliento se nota casi físicamente, es un tema mayor de este poemario. En cierto modo, los desastrosos miguel d’ors con que el yo poético ha tenido que ir lidiando a lo largo de los años le reflejan, de una manera paradójicamente unamuniana, la suerte inmortal de su fragilidad. Aunque persisten las muletas del tradicionalismo, como asideros intelectuales para afrontar la descomposición de nuestra naturaleza finita (“Antepasado”, “Entierro”), en último término el poeta descubre tras la cadencia de su discurso, en su entonación y en su ritmo, un anticipo de plenitud que se le escapa en el ahora pero que está seguro que cumplirá su afán. Es la fe en la resurrección. No una fe en el alma que reanima su cuerpo, sino la fe en que su cuerpo glorioso dará al alma alcance en una comunión de definitiva palabra poética:


Cuerpo 

Hablo de ti, pero eres tú quien habla.
Y si te miro es sólo
con estos ojos que son parte tuya.
Inseparables, confundidos desde
el diminuto instante del origen,
he vivido bastante –hemos vivido,
mi viejo compañero (y aquí están
nuestra arrugas, nuestra cicatrices)−
para saber que no eres algo que yo posea:
eres, de alguna forma, inexplicable,
yo mismo, mi existencia; la única manera
en la que puede estar en este mundo
eso que en estos versos vengo llamando yo. 

Y sin embargo vas abandonándome,
perdiendo fuerzas; ya no me sostienes
como antes; ya adivino cada tarde
más cercano el momento de nuestra despedida.
A ti te confiarán a una tierra piadosa
en la que, entre raíces, larvas y aguas a tientas,
irás desvaneciéndote en olvido
y yo, echado a los brazos de la Misericordia,
esperaré la bienaventurada
hora en la que regreses, luminoso
y eterno, y nos unamos nuevamente
en una juventud ya inamovible.


Como un ejercitatorio de bien morir, el aparente tono menor de los poemas últimos de Miguel d’Ors guarda la sabiduría honda de los ríos pequeños que no cesan de fluir, siempre el mismo y siempre nuevo. Como el Almofrey.



martes, 5 de marzo de 2013

Mahalia Jackson en oración mística.





Debía de tener unos veinte años cuando me regalaron un doble vinilo con los grandes éxitos de Mahalia Jackson (1911-1972): “Take my Hand, Precious Lord”, “I’ve Been Buked”, “I Will Move On Up A Little Higher”… A mí me gustaba oír especialmente en el tocadiscos de mis padres, de pie, de noche, con unos cascos horribles que me dejaban las orejas acartonadas, canciones como “Walk in Jerusalem”, “Dig a Little Deeper” o “Nobody Knows The Trouble I’ve Seen”. Su letra y su melodía no exigen simplemente ser escuchadas. Estremecen el cuerpo hasta dejarlo atento a los movimientos del espíritu. Empiezas escuchándote a ti mismo para acabar olvidándote y para, inquieto, estar pendiente de una palabra que, próxima, parece no llegar a alcanzarte nunca…

No necesitaba intelectualizar para darme cuenta que Mahalia Jackson se identificaba con su canto hasta el punto que me atravesaba un latigazo del oído al corazón cada vez que la escuchaba lanzar un agudo desgarrado. Ignorante como soy en música, Jackson me emocionaba profundamente, porque no es sólo virtuosismo privilegiado lo que transmitía sino que en su voz sigue estando ella misma. No es que hace veinte años fuese muy creyente, pero ya empezaba a distinguir las voces de los ecos, las posturas de la disposición. De aquel don se podía disfrutar en cualquier situación; pero para penetrar su secreto había que ser, de alguna manera, cristiano.

Entre todas sus canciones hay una que no he podido dejar de escuchar, aunque con largos intervalos, durante todos estos años. Digo que con intervalos, porque crea en mí una impresión tan honda que suele dejarme exhausto. Puedo estar una hora oyéndola una y otra vez hasta que, en alguna ocasión, llega un momento en que me introduce en ella misma y todo adquiere una precisión y una claridad que solo la oscuridad y la soledad pueden hacer soportable.

No es exactamente un éxtasis ni un abandono de las fuerzas espirituales, sino un intenso sentimiento de fe, lo que la tradición medieval llamaba conocimiento de sí, que incluye a la vez la conciencia de las propias miserias y la sorprendente noticia de que te han sido perdonadas, quitadas de encima como losas que te aplastaban.

Mahalia Jackson era baptista. Yo soy católico y no tengo ningún afán liberal, es decir, protestantizante en el sentido católico de aquel término. Como digo en mi perfil, soy güelfo y, aunque quizás de una especie derrotada, deseo no dejar de serlo jamás. Pese a ello, y no tan paradójicamente como pueda parecer a primera vista, admiro de los baptistas su profundo sentido cristológico. Jesucristo, el Señor, es el centro de la vida del creyente.

Los admiro porque, entre tantos denominados católicos, ha cundido la horrenda idea teológica de que Jesucristo, bien enterrado, no ha resucitado sino en nuestros corazones, estando presente en la comunidad de todas esas personas de sonrisas sórdidas de complicidad y de flatulentas miradas de autosatisfacción mundana, que saben que al final nos tendremos que dar cuenta de que son el futuro -aunque sean ancianos-, de que nos quieren –aunque sigan acaparando, con codicia, los despojos de sus mayores− y de que no tenemos derecho a deponer su tiranía.

Están convencidos de que representan el auténtico espíritu de Jesús, a quien consideran aquel maestro galileo que sermoneaba en las montañas sobre el amor al prójimo -a ser posible por nivel de renta- como Buda, con una sonrisa, podía recomendar abstenerse del mal y Gandhi, escuálido, predicar la no violencia. Son antijerárquicos: es comprensible que se declaren seguidores de un muerto, porque, ausente, ¿quién les puede pedir cuenta de sus actos? Niegan el infierno, porque ¿quién se atreverá a contrariarlos? 

“En la habitación de arriba, hablando con mi Señor”, canta con contención finalmente desencadenada Mahalia Jackson en “In the Upper Room”. En medio de la tiniebla que nos rodea, con la angustia ante los peligros que acechan, imagino la luz del Cenáculo. Caminar es cansado, sin saber si la estancia, iluminada, estará vacía. Hace falta un acto de fe en la realidad que se hace en él visible para llegar hasta ella y decansar. Mi vivencia de la canción es eucarística. La certeza de Mahalia, como una nueva María de Betania,  enseña una vía contemplativa. Cara a cara con Jesús, uno no se recluye en el individualismo pietista sino que trasciende los límites de la comunidad para unirse a quien lo ha sostenido en ella como a su cuerpo mismo.

El verso “Talking with my Lord and, oh yeah, with your God” desarma mis dudas cada vez que oigo hasta el aliento que Mahalia toma para pronunciar cada palabra con la nitidez del amor entregado. Durante casi cinco minutos repite esta oración del corazón con un dominio abrasado de la emoción que me exalta y me extenúa (la franja 4:21-5:08 del audio es estremecedora). A través de esa voz he hallado consuelo y salud. Que el Señor le haya concedido esa morada sin fin que anticipó en la oración de su canto.

"In the upper room with Jesus
Sitting at His blessed feet
Daily there my sins confessing
Begging for his mercy to me
Trusting His grace and power
Seeking there His love in prayer
It has been how I feel, Lord, speak in secret,
As I sat with him in prayer"


En la habitación de arriba, muerte y resurrección, siempre vida cotidiana, con su Señor… y, oh sí, mi Dios.