martes, 5 de marzo de 2013

Mahalia Jackson en oración mística.





Debía de tener unos veinte años cuando me regalaron un doble vinilo con los grandes éxitos de Mahalia Jackson (1911-1972): “Take my Hand, Precious Lord”, “I’ve Been Buked”, “I Will Move On Up A Little Higher”… A mí me gustaba oír especialmente en el tocadiscos de mis padres, de pie, de noche, con unos cascos horribles que me dejaban las orejas acartonadas, canciones como “Walk in Jerusalem”, “Dig a Little Deeper” o “Nobody Knows The Trouble I’ve Seen”. Su letra y su melodía no exigen simplemente ser escuchadas. Estremecen el cuerpo hasta dejarlo atento a los movimientos del espíritu. Empiezas escuchándote a ti mismo para acabar olvidándote y para, inquieto, estar pendiente de una palabra que, próxima, parece no llegar a alcanzarte nunca…

No necesitaba intelectualizar para darme cuenta que Mahalia Jackson se identificaba con su canto hasta el punto que me atravesaba un latigazo del oído al corazón cada vez que la escuchaba lanzar un agudo desgarrado. Ignorante como soy en música, Jackson me emocionaba profundamente, porque no es sólo virtuosismo privilegiado lo que transmitía sino que en su voz sigue estando ella misma. No es que hace veinte años fuese muy creyente, pero ya empezaba a distinguir las voces de los ecos, las posturas de la disposición. De aquel don se podía disfrutar en cualquier situación; pero para penetrar su secreto había que ser, de alguna manera, cristiano.

Entre todas sus canciones hay una que no he podido dejar de escuchar, aunque con largos intervalos, durante todos estos años. Digo que con intervalos, porque crea en mí una impresión tan honda que suele dejarme exhausto. Puedo estar una hora oyéndola una y otra vez hasta que, en alguna ocasión, llega un momento en que me introduce en ella misma y todo adquiere una precisión y una claridad que solo la oscuridad y la soledad pueden hacer soportable.

No es exactamente un éxtasis ni un abandono de las fuerzas espirituales, sino un intenso sentimiento de fe, lo que la tradición medieval llamaba conocimiento de sí, que incluye a la vez la conciencia de las propias miserias y la sorprendente noticia de que te han sido perdonadas, quitadas de encima como losas que te aplastaban.

Mahalia Jackson era baptista. Yo soy católico y no tengo ningún afán liberal, es decir, protestantizante en el sentido católico de aquel término. Como digo en mi perfil, soy güelfo y, aunque quizás de una especie derrotada, deseo no dejar de serlo jamás. Pese a ello, y no tan paradójicamente como pueda parecer a primera vista, admiro de los baptistas su profundo sentido cristológico. Jesucristo, el Señor, es el centro de la vida del creyente.

Los admiro porque, entre tantos denominados católicos, ha cundido la horrenda idea teológica de que Jesucristo, bien enterrado, no ha resucitado sino en nuestros corazones, estando presente en la comunidad de todas esas personas de sonrisas sórdidas de complicidad y de flatulentas miradas de autosatisfacción mundana, que saben que al final nos tendremos que dar cuenta de que son el futuro -aunque sean ancianos-, de que nos quieren –aunque sigan acaparando, con codicia, los despojos de sus mayores− y de que no tenemos derecho a deponer su tiranía.

Están convencidos de que representan el auténtico espíritu de Jesús, a quien consideran aquel maestro galileo que sermoneaba en las montañas sobre el amor al prójimo -a ser posible por nivel de renta- como Buda, con una sonrisa, podía recomendar abstenerse del mal y Gandhi, escuálido, predicar la no violencia. Son antijerárquicos: es comprensible que se declaren seguidores de un muerto, porque, ausente, ¿quién les puede pedir cuenta de sus actos? Niegan el infierno, porque ¿quién se atreverá a contrariarlos? 

“En la habitación de arriba, hablando con mi Señor”, canta con contención finalmente desencadenada Mahalia Jackson en “In the Upper Room”. En medio de la tiniebla que nos rodea, con la angustia ante los peligros que acechan, imagino la luz del Cenáculo. Caminar es cansado, sin saber si la estancia, iluminada, estará vacía. Hace falta un acto de fe en la realidad que se hace en él visible para llegar hasta ella y decansar. Mi vivencia de la canción es eucarística. La certeza de Mahalia, como una nueva María de Betania,  enseña una vía contemplativa. Cara a cara con Jesús, uno no se recluye en el individualismo pietista sino que trasciende los límites de la comunidad para unirse a quien lo ha sostenido en ella como a su cuerpo mismo.

El verso “Talking with my Lord and, oh yeah, with your God” desarma mis dudas cada vez que oigo hasta el aliento que Mahalia toma para pronunciar cada palabra con la nitidez del amor entregado. Durante casi cinco minutos repite esta oración del corazón con un dominio abrasado de la emoción que me exalta y me extenúa (la franja 4:21-5:08 del audio es estremecedora). A través de esa voz he hallado consuelo y salud. Que el Señor le haya concedido esa morada sin fin que anticipó en la oración de su canto.

"In the upper room with Jesus
Sitting at His blessed feet
Daily there my sins confessing
Begging for his mercy to me
Trusting His grace and power
Seeking there His love in prayer
It has been how I feel, Lord, speak in secret,
As I sat with him in prayer"


En la habitación de arriba, muerte y resurrección, siempre vida cotidiana, con su Señor… y, oh sí, mi Dios.


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