martes, 26 de febrero de 2013

Ausiàs March o el cuerpo-poema.





De un tiempo a esta parte parecía haber olvidado que los contemporáneos de este blog vivieron hace siete u ocho siglos y que siguen viviendo, en realidad, olímpicamente, en el reino en que la palabra se alea en el yunque de la desesperación poética. Simbolizada por Dante y Cavalcanti, con ella no me refiero a la desesperación de una vida –la del poeta− expresada a través de poemas, sino que procuro contemplar la desesperación del poema, en cualquier arte, por decir la vida –más allá del poeta− chispeando a cada martillazo verbal.

Pensando sobre por qué la palabra sincera, que quizás sólo puede ser la del poeta, consuela y hasta exalta tanto, por más que constate y hasta finja la soledad de nuestra condición humana, de improviso me ha venido escuchar a Raimon cantando “Veles e vents” de Ausiàs March (1397-1459). Y así, cada vez que oigo su voz poética, por una de esas motivaciones arbitrarias de la sensibilidad, siempre se me activa en los labios un verso del mallorquín Ramon Llull (1232-1315): “Vull morir en pèlag de amor” (“Quiero morir en piélago de amor”).

Lo foll por Cristo quería decir, ciertamente, una cosa muy distinta del foll valenciano que, con sus versos, montaba escenarios fúnebres donde amar fuera ausentarse del mundo. Sus damas, esquivas, se escapan de los abrazos torpes, apasionados, del deleite verbal. Atrayéndole hacia su verdad, sin permitirle el galardón de la posesión trascendente de la plenitud física, consumen el deseo que mueven en la respiración jadeante del poema. 

Tengo para mí que Ausiàs March no se evadía de la realidad ni sublimaba el amor carnal oponiéndolo esquemáticamente al amor espiritual. Con la distancia que la escritura funda, el poeta trazaba la muerte del espacio biográfico para así explorar mejor, a través de la retórica y de las convenciones poéticas de su época, la consistencia imaginaria de la dama. Amarla es asumir el límite último de la muerte: alcanzarla es perderla; perderla es saberse alcanzado, inexorablemente, por la nada.

A juicio de la crítica. amor y muerte configuran los dos ciclos centrales de la poesía marquiana. Creo que el caballero de Gandía, agotado ante el monumental edificio de la poesía trovadoresca, se revuelve contra el cancionero petrarquesco, en vida y en muerte de Laura, lanzándose a tumba abierta sobre la contradicción irresoluble que los poetas florentinos del siglo XIII vivieron en llaga textual. 

Laura (an. 1463)
La Beatriz de Dante se le presenta en todas las pastoras de Cavalcanti. En ellas encuentra la sombra de la muerte, vivida con una intensidad salvaje para la sensibilidad italiana. La sensualidad del valenciano es terriblemente ascética, no por privación sino por depuración. Es por eso que, en su poesía “religiosa”, llegará a tomar conciencia brutal de la escindida identidad, irrecuperable y persistente, de una muerte que es, en el fondo, el aliento trágico del amor.

Mucho se ha hablado de la singularidad estilística de March. Joan Fuster consideraba, paradójicamente, que el estricto valor poético de la oscura palabra marquiana procedía de que “la violencia sintáctica, el desprecio de cualquier molicie musical, la incapacidad de articular la frase en un fluir amistoso, le dan una configuración arisca y enrarecida”. Un poco a la manera de Gabriel Ferrater, hay que reconocer que, cuando March habla de deleite, está revolcándose por la arena levantina, mirando, deslumbrado, el mar afilado de las palabras. Su acto amoroso es un acto verbal. 

Mientras Cavalcanti, en el límpido alambique de su inteligencia, extrae las notas de algoritmos métricos, el valenciano golpea con la fiereza del herrero la materialidad de la lengua. “Veles i vents” es, en este sentido, casi un contraejemplo de “Donna mi prega”: dos formas distintas de copular. Las puras correspondencias y rimas internas del stilnovista se truecan en asperezas silábicas. A la rigurosa argumentación escolástica se le oponen imágenes de la cotidianeidad y antítesis tópicas que, como los vientos del deseo, nacen del choque frontal entre sílabas y pronombres.


“Yo tem la mort per no sser vos absent,
per que Amor per mort es anullats;
mas yo no creu que mon voler sobrats
pusqua esser per tal departiment.
Yo so gelos de vostr'escas voler,
que, yo morint, no meta mi 'n oblit;
sol est penssar me tol del mon delit
—car nos vivint, no creu se pusqua fer−”

“A la muerte temo, que de vos me separa,
y porque Amor por muerte es anulado;
mas no creo que mi querer, superado
pueda ser por tal separación.
Me temo que vuestro escaso amor
me abandone al olvido, apenas yo muera;
tan sólo este pensamiento aturde mi placer
-pues no creo que tal suceda mientras viva−”


Deleite y olvido (delit y oblit) riman como los amantes en el lecho, en el abrazo fugaz que hace exclamar al poeta “Yo soy aquel más extremo amador / tras aquel a quien Dios la vida quita”. La lucidez paroxística del sentimiento teje, así, la identidad del poeta que se sabe más allá de la vida a través del Amor. Por ello puede jactarse de que “su poder en acto se mostrará / y mis dichos con hechos probaré”.

El hábito que se ciñó Ausiàs March, cuyo rostro sólo nos es conocido por sus versos, es el grito ronco, terrible, de la verdad del cuerpo que se hace poema.


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