Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
Quiere ofrecer reflexiones, opiniones y lecturas a personas atentas a la vida del espíritu y de la cultura.

martes, 30 de diciembre de 2014

La muerte de Don Quijote.



Los últimos momentos de Cervantes,
Víctor Manzano (1856)


Antes de que acabe el año 2014 no dejaré escapar la ocasión de recordar la efeméride –¡qué palabra más campanuda!- de la publicación de las Meditaciones del Quijote (1914) de José Ortega y Gasset (1881-1956). Es cierto que su estilo sigue atrapando con tanta facilidad por su naturalidad, no exenta de las filigranas ampulosas que han caracterizado siempre la oratoria española. Ortega fue consciente de que, aunque prestidigitador de la palabra europea, estaba obligado a ejercer su oficio en un casino de provincias con la sonrisa ladeada y con el sombrero franco.

martes, 23 de diciembre de 2014

Mis Papas (V). Francisco, en invierno.



Aprobación de la regla de san Francisco,
Giotto (1300)


No dejo de escuchar aquí y allí que ha llegado un periodo primaveral a la Iglesia con la elección del papa Francisco. Me he asomado al balcón y me parece que estamos al final de un otoño extraño: hay días calurosos, otros son días de lluvias y el frío poco a poco se apodera de nuestros huesos. Tampoco tiene por qué ser mala señal. Por estas fechas, la duración de la luz aumenta a la vez que las capas de hielo. La obsesión primaveral me parece la metáfora infantil de una sociedad incapaz de asumir la vejez y la muerte que, los cristianos bien lo sabemos, no es el fin.

martes, 16 de diciembre de 2014

Telémaco y Rut.



Verano (Rut y Booz),
Nicolás Poussin (1660-1664)

Con un título tan sugerente como El complejo de Telémaco el psicoanalista italiano Massimo Recalcati (1959) ha escrito un ensayo estupendo sobre la relación entre padres e hijos tras el ocaso del progenitor. Confieso de entrada que del psicoanálisis me atrae su capacidad de imaginar terapéuticamente nuestras vidas a través de mitos y símbolos. Y el de Telémaco es muy efectivo, como posible respuesta en el siglo XXI a las figuras edípicas y narcisistas del hijo que han caracterizado el siglo XX, desde Sigmund Freud a Gilles Deleuze y Félix Guattari.

martes, 9 de diciembre de 2014

Star Wars, la escatología filial.



El Juicio Final,
Tabla Central (1467-1471),
Hans Memling 

Hace unos meses mis cuatro hijos vieron el Episodio V de La guerra de las galaxias. Estaban pendientes de que se la pusiese desde hacía tiempo, pues querían entender por qué Buzz Lightyear, nuestro héroe favorito de Toy Story (¡Hasta el infinito, y más allá!), se asomaba desde el montacargas echando la mano hacia Zurg. Mientras el juguete villano se precipitaba al vacío, Buzz gritaba “¡papá!”.

martes, 2 de diciembre de 2014

Robert Southwell, poeta mártir.



Vanitas todavía viva,
Jan Lievens (1628)

Ayer, 1 de diciembre, se celebró la memoria de los mártires jesuitas ingleses. Hace un año recordaba en estas líneas aquel mundo recusante de la Inglaterra elisabetiana a través de la música de William Byrd, citando entre líneas la figura de san Roberto Southwell, S. J. (1561-1594). Hoy deseo retomar su singular personalidad, poética e histórica, porque su testimonio de fe arroja luz también sobre nuestra sombría época.

martes, 25 de noviembre de 2014

Thomas Pynchon, al límite de la novela negra.



La familia,
Luis Gordillo (1972)

Thomas Pynchon (1937) es uno de los novelistas de culto que, como J. D.  Salinger, han tematizado la muerte del autor desapareciendo físicamente del mundillo literario y social. Aunque esta actitud pudiera haber contribuido, irónicamente, a que sus novelas no hayan dejado de mantener un éxito constante, son sus obras, no sus rostros, las que han pretendido testimoniar por sí solas el valor –el talento− de una escritura de ficción en el límite del mercado. O al revés, han hecho de la ausencia del autor la defensa de una vocación literaria en la época en que ha triunfado plenamente el poder de la publicidad.

martes, 18 de noviembre de 2014

Como una piedra rodante.



Opustena,
Franz Kline (1956)

Apenas adolescentes, escuchábamos los fines de semanas en casa de un amigo discos de sus hermanos mayores, que eran muy progres. Con más o menos empacho, pinchaba las canciones de Cat Stevens (antes de ser, oh, Yusuf Islam), Donovan, John Denver y el resto de la banda cantautora anglonorteamericana, además, claro está, de los “latinoamericanos”: Pablo Milanés, Silvio Rodríguez, Víctor Jara… ¡Qué tiempos, Dios santo! Sobrevivimos, pero cómo…

martes, 11 de noviembre de 2014

Maurice Blanchot, Orfeo mudo.



Black on Maroon,
Mark Rothko (1958)


Encaro esta entrada con temor, sin temblor. He logrado convencer a un discípulo –qué rara se me hace esta palabra− para que se ejercite en la tarea, inútil y casi irresponsable hoy en día, de realizar una tesis doctoral. Y además, siendo ambos católicos, sobre Maurice Blanchot (1907-2003). Supongo que leerá estas líneas lamentándose de haber escogido tan mal. A su director, claro. Pero como sus mejores páginas las ha dedicado, entusiasta pero no apologeta, a la mirada órfica de Blanchot, me siento extrañamente obligado a intentar aclarar (¿a quién?: ¿a un posible lector?, ¿a él?, ¿a mí?) cómo (dejan de) significar mis inclinaciones blanchotianas.

martes, 4 de noviembre de 2014

La sombra de Anquises.




Tobit curado por su hijo,
Rembrandt (1636)

Cuando era pequeño mi padre solía mostrarme, en tono jocoso, esos platillos de cerámica corriente con la leyenda de que a los siete años un padre, a ojos de su hijo, lo sabe todo, a los catorce un poco menos, a los veinticinco casi nada, a los treinta quizás el hijo le pida consejo y a los cuarenta y cinco quién tuviera padre. Es una de esas lecciones de memento mori tan llanas y tan punzantes que marcaron mi adolescencia y juventud hasta que la vi cumplida en la incipiente madurez.

En cuanto tuve familia propia, mi padre debió de sentir que ya podía la muerte vencerlo. A la noche siguiente de nacer su primer nieto varón dejó de resistir a las sombras de su agonía. Guardo ese dolor, inagotable, como la mejor herencia que pueda transmitir a mis hijos: vida tras la muerte. Abrazar a un hijo recién nacido cuando tu padre acaba de morir es una lección de desolada purificación: ser simultáneamente padre e hijo por la carne, en el espíritu. Suceder sucediéndose.

Sobre todas las diferencias que mantenía con mi padre −políticas, sociales y religiosas− emergía un rasgo de su personalidad que no he visto nunca en nadie más con tanta intensidad adjetiva: una decencia “feroz”, suicida, siempre dispuesta a perjudicar su propio interés antes que a consentir en lo más mínimo, hasta por omisión, en lo que creía su deber. Era una decencia trágica, regida por una hybris que le llevó a ser injusto –para su remordimiento− en ocasiones decisivas, pero de una integridad inalterable, ejemplar.

Le arruinaron su carrera profesional; sus amigos lo abandonaron; pero llegó a alegrarse, para no tener que traicionarse, de ser un simple médico de familia en un barrio suburbial en que, haciendo los avisos domiciliarios, llegó a subir hasta treinta pisos en un día. Sus pacientes, tan alejados ideológicamente de él, lo querían los más y los menos sólo lo respetaban. Sus enemigos profesionales llegaron a admirarlo por su seriedad excéntrica

Ya jubilado, una de sus pacientes le lanzó flores desde una ventana mientras lo aclamaba. Lo contaba avergonzadamente divertido. He sido también testigo de cómo un cincuentón se le acercó, él ya próximo a los ochenta, para agradecerle cómo había cuidado de su madre durante toda su última enfermedad. Tras charlar con él cinco minutos interesándose por su familia, me dijo: “Chato, la verdad es que ya no me acuerdo de su madre, debe de hacer veinte años, pero ha sido tan atento…”. La suya era la honradez cotidiana del hombre sin nombre.

En sus últimos años, decidió votar a los carlistas. Quizás rememoraba a su añorado hermano en los años de la Guerra pasados entre Pamplona y Sevilla. El presente le resultaba un vodevil. Hasta Aznar no le parecía serio: “Este hombre, ¿no se corta el pelo?”. Si hubiese visto la actualidad…. Imagino que mi trayectoria profesional le recordaba tanto la suya que, doliéndole, le obligaba a confirmarse en el desprecio del mundo, contemptus mundi. Como José María Pemán, cuando José María Gironella le preguntó sobre si creía en Dios, mi padre podría haber contestado también: “Creo en Dios… y en casi nada más”. Pemán, en lo alto, consumido en sus últimos años; mi padre, vaciado y exhausto, siempre menudo y vivaz.

Para mí, amigo Pemán, que estaba muy alejado de todo esto, el carlismo ha sido un descubrimiento arrebatador. Estas gentes son los auténticos guerrilleros de la Independencia o incluso de Viriato. Me decía Mola, hace unos días, que el requeté como individuo o como colectividad es un tipo que después de luchar como un león, al terminar la operación con la victoria y cumplimiento del objetivo propuesto, se marcha masivamente a sus casas a ver a la familia y a hablar con la novia. En estricta concepción militar, los carlistas desertan magníficamente en masa, después de cada victoria; para volver a los pocos días, con las vitaminas morales recuperadas. En estricto reglamentismo castrense, después de cada victoria habría que fusilarlos a todos” (José María Pemán, “En Pamplona con el General Cabanellas, Mis almuerzos con gente importante).

Así nos ha ido, papá.

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Pero ¡qué alegría volver a oírte entre estas líneas que te invocan en noviembre! Puedo escucharte como Eneas a Anquises: "¡Al fin has llegado! ¿Esa piedad tuya que tu padre anhelaba ha podido vencer el duro camino?" (Eneida VI, vv. 687-688). Las lágrimas piadosas son la esperanza cierta, silenciosa, de que el libro de la vida se abrirá de par en par, con nuestro deseo grabado en sus nombres: "Tobit se echó al cuello de su hijo y gritó entre lágrimas: «Te veo, hijo, luz de mis ojos»" (Tob. 11,13).

martes, 28 de octubre de 2014

La apuesta de Jung.



El paciente Job,
Gerard Seghers
(2º cuarto siglo XVII)


Anglófilo, siento hacia la cultura alemana una distante admiración. Mal que le pese a Francia, Alemania ha sostenido siempre el destino de Europa. Esta carga ha presionado de manera intolerable el fondo de su conciencia. La historia de su pensamiento y de su arte es, así, temiblemente teológica, desde el Sacro Imperio, pasando por la Reforma, hasta las diversas constituciones de su Reich. Ni el nazismo, que redujo cuanto tocó a infernales cenizas, destruyó su voluntad de representación. Nadie mejor que ella ha penetrado los secretos del Espíritu. Quizás por ello, nadie, tan suicidamente, ha pecado una vez y otra vez contra él.

Leo maravillado, es decir, horrorizado, o viceversa, el opúsculo Respuesta a Job del psicoanalista Carl G. Jung (1875-1961). Dos datos en apariencia menores, que el autor menciona casi en sordina, enmarcan la tesis de fondo proporcionándola una singular resonancia a la vez histórica y psíquica. Por un lado, Jung escribe su primera obra “teológica” en la ancianidad. Publicada en 1952, este breve volumen, por otra parte, conecta dos sucesos contemporáneos muy dispares a primera vista: el temor de la guerra atómica –tan viva en medio de la Guerra de Corea (1951-1953)- y la proclamación del dogma de la Asunción de la Virgen María (1950).

Respuesta a Job puede ser interpretada como un tratado de soteriología del inconsciente, con un valor explicativo de su época y extrañamente profético con respecto a la nuestra. No cabe decir que la salvación que propone es, a la vez, completamente blasfema y herética. No obstante, si se quiere pensar a fondo las transformaciones espirituales del siglo XX, este libro es una guía que contiene no pocas de sus claves. La blasfemia más horrible puede llegar a intuir el misterio de Dios con la penetración de una súplica pura, pues ambas brotan del contacto con la divinidad.

El punto de partida de aquellas páginas es precisamente ese presupuesto hermético. Como la nueva figura del alquimista, el psicólogo se adentra en la dualidad antitética que constituye el fundamento de una realidad que no es sólo física sino, muy especialmente, anímica: inconsciente-consciente, pleroma-mundo, símbolo-suceso… Tal desdoblamiento tiene lugar también en el interior de Dios. El núcleo argumentativo se resume, así, en este lema cuya comprensión recta, en el sentido junguiano, libera aterradoramente: Dios puede ser amado, pero debe ser temido.

Básicamente, la respuesta a Job es la encarnación de Dios, pero Cristo no es, en último término, el hecho central de la historia, sino el anticipo pleromático de una nueva Creación que acontecerá con las bodas del nuevo Hijo con la Mujer solar del Apocalipsis. Esta unión refleja la hierogamia de la Sofia –la Sabiduría- con la divinidad. Hasta llegar a este punto, Jung va tejiendo un hilo entre Job, Jesucristo y las visiones apocalípticas de san Juan.

Lo sorprendente de Jung es su agilidad. La experiencia de la vejez se combina con la ligereza de la infancia. El profesional psicoanalista se disfraza con los atributos de Hermes: sandalias, sombrero y caduceo. Reflexiona desplazándose constantemente. Se descentra para que emerja su centro. Como el gallo, ataca defendiendo las posiciones enemigas. Como la tortuga, defiende atacando las posiciones amigas.

Según los ángulos desde que enfoca sus análisis, Jung puede ser sucesiva o combinadamente agnóstico, protestante liberal, ateo, católico, marcionita, joaquinista, monofisista, etc. Y desde cada enfoque oponerse a los otros. Es la suya, pues, una gnosis inteligentísima que, aunque sus huellas hayan marcado las versiones cada vez más empobrecidas de la New Age, siguen planteando las preguntas radicales del ser humano: ¿por qué hay mal?; ¿por qué Dios lo permite?; ¿por qué debe sufrir el inocente? A fin de cuentas, como me repite mi amigo germanófilo, si se es coherente con la afirmación de una completa inmanencia, debería darse la razón a Nietzsche: ¿qué diferencia hay entre bien y mal? Dios y Satán serían las dos caras de una misma moneda. Jung lo sostiene con indiferencia, como un principio de equilibrio cósmico.

La parte final del libro es apocalíptica en un sentido parcial. Dios procura compensar su injusticia con Job haciéndose hombre y, por tanto, iniciando un proceso de individuación que no puede acabar en Cristo, más divino que humano, pues la bondad y el amor que predicó ejercerían una presión angustiosa sobre la psique. Históricamente –y la guerra atómica lo probaría- Jung mantiene que estamos al final del eón cristiano. La nueva fase redentora reclamaría que el hombre pecador se haga Dios, para que así culmine su pleromática procesión trinitaria. De algún modo, Jung se siente el Bautista de este nuevo Evangelio que, eterno, adopta también formas temporales; por ejemplo, el uso de las biociencias.

Desde el Apocalipsis hemos vuelto a saber que a Dios no sólo es preciso amarlo sino también temerle. Dios nos llena de bien y mal. De lo contrario, en efecto, nada habría que temer de él, y puesto que Dios quiere hacerse hombre, la unión de su antinomia tiene que verificarse en el ser humano. Para el hombre tal cosa representa una nueva responsabilidad. El hombre ya no puede seguir escudándose detrás de su insignificancia y nulidad, porque el Dios tenebroso ha puesto en sus manos la bomba atómica y las armas químicas, confiriéndole así poder para derramar las apocalípticas copas de la ira sobre sus semejantes. Puesto que ese poder se ha convertido en cierto modo en un poder divino, el hombre ya no puede seguir permaneciendo ciego e inconsciente. El hombre tiene que conocer la naturaleza de Dios y lo que sucede en el reino metafísico para comprenderse a sí mismo y llegar de este modo a conocer a Dios”.

Hombre pecador, ciego e inconsciente, alzo la vista hacia las nubes. Impresas en mi fantasía las llagas de Job, anhelo todavía vislumbrar una Creación renovada, la del bien y del amor, la de las manos y el costado del Hijo del Hombre.


martes, 21 de octubre de 2014

Las ruinas angélicas de Aníbal Núñez.



Urd Werdande Skuld,
Las Parcas
Anselm Kiefer (1983)

Doy una opinión particular y muy discutible. Después de las líneas que unen las obras de Garcilaso y de Francisco de Aldana con las de san Juan de la Cruz y de fray Luis de León, la poesía española se ha visto lastrada por un nominalismo totémico, tanto en sus creadores como en sus comentaristas. Tengo para mí que la polémica culteranista del siglo XVII, con su brillo luciferino, ha eclipsado la raíz del problema, que se remonta al menos hasta los Cancioneros del siglo XV, por no decir, sobre todo, a Juan de Mena. Las excepciones son dramáticas: Gil Vicente, Calderón de la Barca y, a ratos, Lope de Vega.

Los poetas españoles se han solido ver, perplejos pero rumbosos, con el diccionario en una mano y con la métrica, siempre extranjera, en la otra. De su encaje han saltado las (mejores) chispas de nuestra poesía. Pero entre ideas y rimas, los poetas hispanos siempre se han visto en un brete para afrontar el ritmo de las ideas. Y en esta aparente (y real) deficiencia quizás consista su más rigurosa modernidad.

Ejemplar en todos estos sentidos me ha resultado la lectura de Alzado de la ruina (Salamanca, 2014), de Aníbal Núñez (1944-1987). A Núñez se le podría catalogar entre los poetas «malditos» de la Transición, descartados por su integridad artística y por su no amortizable radicalidad autodestructiva. Apenas publicó en vida. Tras su muerte, su mejor comentarista, Fernando R. de la Flor, se propuso dar a conocer su obra recogiéndola con voluntad de completa en 1995. Canónicamente marginal, firmemente minoritaria, la poesía de Núñez, traductor latino, vuelve a publicarse en circuitos comerciales independientes.

En el caso de este Alzado de la ruina me planteo dos preguntas: ¿qué valor genealógico –y no arqueológico- posee un libro escrito hace treinta años, en 1983? ; y ¿de qué estrato arqueológico –y no genealógico- emerge ahora en 2014? Mis respuestas a la primera de ellas son apenas tentativas adánicas de trazar las ruinas de mis lecturas alzadas.

Las ruinas –y los ángeles- que atraviesan sus poemas no son tan barrocos como parecen; o si lo son, es en la clave romántica de una lúcida desesperación apocalíptica, como la que relee, en su misma fragmentariedad, la crítica de Walter Benjamin. Con un punto paradójico en el corazón mismo de la ironía, Silesio y el drama teológico de la ausencia santa de toda sacralidad se evaporan en las volutas formales de un lenguaje seminalmente estéril. La vida que yace arruinada bajo la sombra de la grafía histórica se alza en un movimiento retráctil. Cegada la modernidad, Núñez acude a Góngora como el esfuerzo necesariamente inútil por recobrar a Mallarmé.

Las partes centrales del libro, más que reflexiones metapoéticas, son experimentos metagenéricos. Con su tendencia a la socavada simetría, desplazados de continuo los itinerarios de sus lecturas perdidas, “Reconstrucción del laberinto”, con sus dos secciones de cinco poemas cada uno, revisa, deconstruye, rehace o abandona el soneto, anestrófico, en(d)e(c)asílabo, arrítmico. Si se quiere micropracticar su exhausta subversión, inténtese recitar este verso en su pureza formal: “Todo lo transitorio allí es vigente”.

“En la ciudad perdida” y también “Viaje al agua más alta” exploran, a modo de selvas líricas, la consistencia elegiaca de los paisajes. De Propercio a Fernández de Andrada, la mirada lírica debe atravesar el sistemático espacio de la destrucción de las proporciones. Armonía y alegoría riman en el paisaje de la desolación. La voz poética, trastocada en sus personas, recorre los lugares salmantinos transmutados por la alquimia de palabras extrañamente familiares. El dato, piedra o cielo, equivoca sus direcciones, pero se contorsiona en la garantía ontológica de una sintaxis métrica.

Existe en estos poemas de Núnez una voluntad ecfrástica que se desenvuelve bajo la presión material de sus peregrinaciones ficcionales. Casi como un paso atrás, para salvar el deslumbramiento necrófilo de la vida poética, el poema de despedida presenta el escorzo de la ciudad de Salamanca que el pintor escocés David Roberts dibujó en 1838. Antes que a Caspar D. Friedrich, y a la relectura de Anselm Kiefer, Núñez cede al costumbrismo. Por ello, prefiero el viaje que propone en “De un palacio cerrado orientado hacia el este”. De lo invisible a lo visible -¿o es al revés?- media la iluminada ceguera de los verbos sustraídos:

Esperanzada y firme, la mirada –es rotunda
la clausura- se enfrenta con el número
justo para crear esta armonía imponente
que, como tal, indefinida burla
la pretensión del que la ve y no puede
saber su nombre y que, en los vanos,
en su alterno remate de curvas y de rectas,
ve el orden de la duda, siendo precipitado
a donde le condujo la Belleza presunta:
en plena calle, bajo la hora llena”.

En 2014, a punto de desmoronarse el edificio de la transición, los ángeles del verso temen aventar la ceniza dispersa en el orden de la duda.


martes, 14 de octubre de 2014

Louis Bouyer, en tensión monacal.



Monasterio de Veruela


Mi amigo germanófilo y este güelfo monacal mantenemos últimamente conversaciones intensas sobre los ángeles y los demonios, muy lejos de preocupaciones exorcistas y de tramas conspirativas. Excelente conocedor de la angeología medieval, mi amigo cree, por fe y razón, que la existencia de los seres celestes y, en especial, de los ángeles caídos es un elemento decisivo en la fe católica, no en un sentido retórico sino en uno realmente metafísico.

Según me explica, von Balthasar señaló que el error más inteligente no es negar su realidad, sino convertirlos en meros espíritus o fuerzas impersonales. Presos de esta equivocación, muchos católicos niegan la existencia de Satanás atentando, así, contra las evidencias del mundo invisible. Descartar lo invisible como barajar la transparencia suele equivaler a asomarse a la nada. La transparencia de lo invisible: credo cientifista. Lo invisible de la transparencia: realismo metafísico.

Espoleado por mi amigo, he estado leyendo este verano Le sens de la vie monastique (1950) del oratoniano Louis Bouyer. En él se presenta el monacato como el signo de un paraíso en el desierto de este mundo. Dos ideas fundamentales lo vertebran: por una parte, un humanismo radical sólo puede ser escatológico; por otra, el monje es el cristiano que vive su fe al máximo de pureza e intensidad. ¿Quiere decir Bouyer que entre las vocaciones la más perfecta es la monacal? En absoluto. La vocación del monje –dice en la primera página- es la vocación del bautizado llevada a su máxima urgencia. Y añade que en toda vocación cristiana hay un germen de vocación monástica: la llamada a tomarse seriamente la búsqueda de Dios.

En una interpretación que a mí no deja de angustiarme, Bouyer cuenta con que hubo una primera creación angélica que culminó con la rebelión de Satanás. A partir de la materia, Dios creó entonces al hombre con el destino de ser un ángel de reemplazo. La caída original se convierte así en un segundo drama cósmico incluso más terrible que la primera desobediencia incorpórea, pues el triunfo satánico arrastra hasta la muerte a la redención posible. Sólo por su encarnación Cristo, asumiendo el espíritu creado de la humanidad, sin estar manchado por su pecado, lo ha recapitulado en su Modelo, a la vez que recoge el coro de los espíritus en el propio corazón de la divinidad.

Aunque la ortodoxia de Bouyer no debe ser jamás menoscabada, pues intenta concordar la tradición judía con la católica oriental en el edificio latino, mi amigo me señala con razón que, en algunos franciscano medievales, como Alejandro de Hales, se había advertido contra el riesgo de no leer incluso la creación de los ángeles en términos cristológicos. En la economía de la salvación, la centralidad del Verbo, Dios y hombre, es imprescindible para salvaguardar la unidad del misterio de la Redención ab aeterno. El monje intenta cumplir en su vida la manifestación de la Creación orientada a su cumplimiento apocalíptico muriendo con Cristo para vivir en Él como la Iglesia es sola una con su cabeza.

Al hombre moderno le es imposible entender esta exigencia monástica de soledad, renuncia y oración. En el coro y el oficio, en el trabajo y la liturgia, observa nada más que res extensa. Ante la realidad de la imagen que medita el monje, sólo percibe su realidad como imagen de imágenes. En cambio, síntesis entre sabiduría y gnosis, protegido por la ascesis y alimentado por la oración, el monje de Bouyer reconoce y realiza el verdadero rostro del hombre al revestirse de la Imagen del nuevo Adán, del Dios hecho hombre, de Cristo. Es el verdadero humanista: la imagen en que el cristiano ve anticipado el cumplimiento de su salvación, insertado en el misterio de la Iglesia hecha una sola carne con su Señor.

Advierto ahora, ya al final, la objeción de ciertos católicos progresistas: mientras mi amigo y yo reflexionamos sobre el mundo supraceleste, mueren niños de hambre, se trafica con mujeres, no cesa la explotación de los hombres. Refugiados en una espiritualidad interior y premoderna, ¿no estamos olvidando la perentoria invitación de Jesús a la conversión mediante el compromiso con la construcción del Reino?

Perplejo, contestaría: ¿No advertís su eficacia apostólica, aun limitada por nuestros pecados? Sería injusto hacerles notar que es una superstición su identificación de la opción por los pobres con todo un conjunto de acciones económicas y sociales que, al tiempo que palían ciertas injusticias, son usadas simultáneamente por otros poderes para incrementar geométricamente esas mismas injusticias. Los más puros -los menos- son desesperadamente conscientes de ello. 

Deseando sostenerlos en su labor y dando gracias a Dios por los pozos que construyen, por las cooperativas que forman, por las casas en que acogen a tantos Cristos, advertimos, para ayudar a evitarlo, por qué esos pozos pueden ser envenenados, esas cooperativas corrompidas o destruidas esas casas. No es mera actividad pedagógica o policial. Con ellos compartimos que el amor de Dios es amor del prójimo, pero acentuamos que tiene una única dirección, siempre ascensional.

El monasterio debe ser como la encarnación terrestre del agapé divino que el coro de los ángeles reflejan directamente de la Santísima Trinidad. En él debería cantarse con toda verdad: Ubi caritas et amor, ibi Deus est. Es, en efecto, y no es que Dios quiere morar en el amor fraterno consumado. Lo es, pues por él solo quiere ser alabado. ¿No es él mismo la inalterable perfección de un mutuo amor? Pero aún hace falta que la sociedad cenobítica no olvide el carácter todo celeste de sus fundaciones. Ella debe cantar el Ecce quam bonum et jucundum habitare fratres in unum!, de ningún modo como una forma de instalarse relajadamente en una pura aunque terrestre felicidad, sino como un grito de exultación que la transporte in coelestibus, y, más alto todavía, in sinu Patris”.

Monasterio, “vanguardia de la Iglesia peregrina en marcha hacia el cielo”. Mi blog, ay, barroco, postmoderno, en retaguardia, una imagen de su imagen.


martes, 7 de octubre de 2014

XXI Güelfos.





Acaba de publicar mi heterónimo en papel una selección de entradas de este blog bajo el título de XXI Güelfos, en la editorial sevillana Vitela. Reproduzco aquí el prólogo que mi amigo me ha pedido para tal libro, aunque tengo por seguro que su intento, más que minoritario, es raramente provocador.

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Este libro es reaccionario, a su pesar. Aun así, se propone evitar la impostura. ¿Lo logrará? Quien esté dispuesto a leerlo, comprobará que no le engaño. Sus puntos de vista sobre pedagogía, poesía o religión “propenden a restablecer lo abolido”, como tan hieráticamente, con tanta precisión, define el término el DRAE. Con la única fuerza que todavía podrían conservar, su im-potente escritura, reivindican también lo que, al abolirse, se ha prohibido: esa (residual) legitimidad cuya sola pervivencia exaspera a los defensores más entusiastas del progreso y de las novedades.

Tras ser suprimida por la Revolución, Napoleón convirtió la abadía de Claraval en un centro penitenciario. Los claustros construidos por el poeta Bernardo se convirtieron en patios carcelarios por orden del Emperador corso. Desde 1971, los edificios históricos se han reservado para las visitas turísticas y… para oficinas del Ministerio de Cultura.  ¿No es una metáfora biopolítica que hubiera hecho las delicias de Michel Foucault?

De los sinónimos de reaccionario que enumera María Moliner desearía creer que a estas páginas les cuadran tres: Apostólico, Conservador, Moderado. Es un libro católico, no apologético. Huye de la escolástica para acogerse al universo intelectual de los monasterios, añorando su humor, su fantasía, su simplicidad. Es tradicional, no retrógrado. Un conservador debería contemplar estoicamente estos tiempos de vacío apocalíptico. Quiere ser contemplativo. La imposibilidad de recuperar el pasado sub species aeternitatis debe asumir la herida original del nihilismo hic et nunc

¿Se imagina alguien, de verdad, a Fernando Savater elogiando el estilo y la cadencia del pensamiento de Donoso Cortés? Cioran, con (sin)razones y con talento, lo hizo con Joseph de Maistre. Quienes como Savater pueden aprender del enemigo, se mantienen vigilantes ante la infección que éste no deja de propagar. ¿Quién puede negar que el espeluznante elogio del verdugo cantado por el conde saboyano deja en evidencia los versos malditos de Espronceda?

Puede que el nihilismo sea la consecuencia última de la caída original, en aquel punto de la historia donde los orígenes mismos se desvanecen. En este mundo es imposible restaurarlos. A quienes, como una flecha pindárica, apuntamos al otro, se nos recuerda que ha sido abolido, que, si insistimos, corremos el riesgo de ser proscritos. Un libro reaccionario está obligado, pues, a ser paradójico, bordeando siempre la aporía y hasta la autocontradicción. ¿No es acaso irracional este reaccionarismo? No, es gramatical y escatológico. Recusante. Ante la Universidad y la Pedagogía.

Las cartas de la modernidad occidental se reparten entre los siglos XII y XIII: la ciudad, el capital, el Imperio. Los stilnovistas sustituyen a los monjes. Guido Cavalcanti es el poeta de la perfección material: la arquitectura de sus sonetos y de sus baladas es inigualable. Se le ha calificado de epicúreo, de materialista y hasta de ateo. Quizás fuese sólo un hombre desesperado, pero ante todo era un poeta. Él es el autor de los capítulos que, lector, te están esperando.

En diálogo sostenido con aquel mundo medieval, sobre todo con Dante, se recogen aquí una selección de entradas de mi blog "Donna mi prega". He ensayado un itinerario posible, numerológico, de correspondencias internas, como una Divina Comedia a la inversa, con la conciencia de una naturaleza caída, la de la alta literatura en una época que, por virtual, ha multiplicado sus efectos kitsch. En cada entrada del blog se pueden encontrar fechas, imágenes y enlaces que topografían, inexactamente, una realidad en fuga.

A Cavalcanti se le recuerda por su humor, por su técnica, por su precisión. Y por ser güelfo. Cavalcanti no es un pseudónimo, sino una máscara dramática. Lejos del espacio, se consume en el fuego interior del Purgatorio que no volverá a citar, allí donde los artistas rivalizan en soberbia. Por darse a conocer, tiene presente estos versos dantescos: "Non è il mondan rumore altro ch'un fiato / di vento, ch'or vien quinci e or vien quindi, / e muta nome perchè muta lato" (Pu. XI, 100-102).

No todos los protagonistas de este libro son güelfos, pero incluso los gibelinos podrían reconocer, entre líneas, la exterioridad que garantiza la libertad de decir no al sí, o sí al no. Pudiera ser que este libro sea irritante. Sería imperdonable que lo fuese en su formulación. Heterodoxo en su ortodoxia, propone veintiún principios güelfos para el siglo XXI. No busca complacer sino, en sus márgenes, dar testimonio de ese residuo de legitimidad que resiste las tácticas de reapropiación secular de lo sagrado. Quizás consiga también los efectos contrarios. 


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Si a mis lectores, que conocen fragmentadamente, discontinuamente, el contenido de este libro, aunque no su última disposición, les pica la curiosidad sobre su cómo, siempre añadiendo sentido -nuevos sentidos-, el editor estará encantado de satisfacerla desde la Librería Virtual de la Editorial Vitela.



martes, 30 de septiembre de 2014

Güelfos blancos, negros...



The Yates Thompson Ms 36 (British Library),
Dante, Inferno, VIII, 43-60,
Primo della Quercia (1442-1450)

Quienes siguen este blog saben que Cavalcanti se define como güelfo. Bajo la bandera del Papado, no ha sostenido un determinado orden para la ciudad terrestre, basado en diversas formas de la tradición, sino que para bien de aquella, con discutible acierto, con poca repercusión y antes de su previsible extinción, intenta colaborar oponiendo los residuos de una legitimidad teocrática en que apenas ya nadie cree. Es consciente de que el mal menor no se puede identificar con el bien posible, pero no descarta el mal posible que deriva de un bien menor. Es la suya una fe escatológica, no exactamente apocalíptica ni mesiánica. Pedro, el Vicario de Cristo, es la garantía contra las puertas del infierno siempre abiertas. A Dios solo el honor, el poder y la gloria. 

Sin disimular sus desacuerdos, Cavalcanti ha dejado por escrito su admiración por güelfos blancos y negros, y por gibelinos. Se ha mostrado indiferente a remarcar las líneas divisorias entre unos y otros. Ha asumido el riesgo de equivocarse, no el de juzgarse. Toma partido; no adopta un partido. Da lo que tiene, no espera nada a cambio, no oculta deudas. Quien le busca, lo encuentra. Tiene por norma no avergonzar jamás a sus enemigos. A sus amigos procura cuidarlos, jamás adularlos. Sus derrotas son sus victorias. Sus éxitos, desengaños.

De utilizar adjetivos ha preferido aquellos que provocarían efectos «desautomatizadores». No es un güelfo meridional, ciudadano, que se mueva a gusto entre Florencia y Siena. Por el contrario, se ha calificado de monacal y claravalense. No se siente solo, sino que busca la soledad. Sin títulos, sin honores, sin riquezas, desea escapar del mundo de las escuelas y de los bandos para perseguir la escala del cielo. Claraval, lugar de tránsito en un mundo caído. 

Escindido entre realismo y nominalismo, el mundo escolástico se ve abocado a los dualismos: esencia y existencia, potencia y acto, naturaleza y gracia... Luego llegará el barroco que, ingenioso, empieza condescendiente con el coro, proclama luego que el mundo es nuestra casa, y acaba dando lecciones a los monjes sobre su carisma. Que a Cavalcanti el tomismo le resulte insatisfactorio no quiere decir que sea escotista. Es bernardiano: "Árido es todo alimento del alma si no se lo rocía con este aceite; insípido, si no se lo sazona con esta sal. Lo que escribes no tiene sabor para mí, si no leo allí a Jesús". Desprendiéndose de la lógica escolar, abraza la retórica monástica. La piedad, su semántica, no es la llave de un orden sobrenatural, sino el efecto que éste graba en su gramática. Meditarla sin descanso, en compañía de hermanos, es obra de Dios.

Por ello en este blog se trata a Dante con admirada y rendida distancia. Personalmente, su sequedad con Farinata duele, aunque se entienda. Pero confirma la profesión cavalcantesca en su monasterio, con estabilidad y en obediencia, el desolador pasaje del Infierno en que Dante, güelfo blanco, ajusta cuentas con su airado y prepotente enemigo Filippo Argenti, güelfo negro, entre insultos y desprecios. Dante recibe la aprobación de Virgilio que, nuevo Bautista, le saluda con un beso en el vientre infernal de su viaje al ultramundo. 


"E io: «Maestro, molto sarei vago
di vederlo atuffare in questa broda
prima che noi uscissimo del lago».
Ed elli a me: «Avante che la proda
ci si lasci ver, tu sarai sazio;
di tal disïo convien che tu goda»".

(Inferno, VIII, 52-57) 


Deseoso de escuchar los acordes de una poética celeste, Cavalcanti, solo, seguirá remontando el curso del siglo XII. Mirando hacia atrás, quizás pueda ver lejos...


martes, 23 de septiembre de 2014

Thomas Becket, mártir eliotiano.



La muerte de Becket,
Lutrell's Psalter (1320-1340)

La poesía de T. S. Eliot me fascina con un punto de repulsión. En el medido vanguardismo de The Waste Land (1922) advierto una educada contención ante los lectores. El poeta no sólo controla sus emociones, sino que, horrorizado, se apresura a detener, si le es posible todavía, las reacciones excesivas de un público que podría avergonzarlo. En Four Quartets (1943) este efecto, ambiguo, sigue siendo magistral: memoria y lenguaje se funden en el lirismo de una inteligencia que se resiste a ser despojada de sus atributos helénicamente divinos. En un sentido paradójicamente platónico, la manía poética brota de la mirada teórica.

De modo soberano, Eliot poeta es ininteligible si se obvia su condición de crítico literario. Basta hojear las notas que añadió al final de su propia tierra baldía. Practicar la crítica es una manera de marcar la civilizada distancia que debería mediar entre el autor y su audiencia. La trillada anécdota de Ezra Pound pasando la podadera por su gran poema ha contribuido a alimentar ese mito eliotiano que tiene su correlato cronológico en la casi simultánea publicación de la colección de reseñas periodísticas The Sacred Wood (1921). En ellas Eliot planteaba temas centrales de toda su reflexión posterior que, como digo, aúna ensayo y obra creativa: la función de la crítica, la fuerza operativa de la tradición, la construcción de un canon occidental tras el Romanticismo y el programa de una cultura liberal, las líneas de intersección entre religión y literatura…

Bajo su preocupación por aquellos temas me llama la atención sus primeras escaramuzas alrededor del drama poético en ensayos como “Rhetoric and Drama” y, sobre todo, “The Possibility of a Poetic Drama”. En éste último, evitando entrar en si convenía más la prosa o el verso o si cabía valorar principalmente la oposición entre entretenimiento y estructura, Eliot sostenía que “lo esencial es poner en escena una precisa declaración de vida que es al mismo tiempo un punto de vista, un mundo –un mundo que la mente del autor ha sujetado a un completo proceso de simplificación”.

Es ya lugar común señalar los paralelismos entre las bases teóricas que Eliot planteó en “Dialogue On Dramatic Poetry” (1928) y la elaboración de su obra teatral Murder in the Cathedral (1935), que gira sobre el martirio de santo Tomás Becket (1118-1170). Tras releerla, sigo creyendo que sobre la idea formulada tan escuetamente antes de 1921 se apoya el universo teatral de una obra conscientemente fallida en sus propios presupuestos. En cierto sentido, es de una rotunda perfección técnica y de una férrea coherencia dramática, pero aun así tengo la impresión de que en ella Eliot se esfuerza por ocultar las contradicciones teológicas y estéticas del clasicismo anglocatólico de su credo poético.

Comprendo el entusiasmo de un teólogo tan fino como Louis Bouyer por el drama de Eliot, en el que encuentra una imagen fiel del sentido cristiano del martirio. Frente a la indiferencia estoica de los héroes de Corneille, Becket “se entrega a la muerte sin temblar pero no sin sufrimiento, sin frases declamatorias con que apartar lejos de sí el resto de la creación, sino al contrario con un impulso de amor que le lleva inseparablemente hacia sus hermanos y hacia el Padre”. Sí, reconozco en Eliot ese Becket que rechaza, en el primer acto, la tentación más sutil del martirio como camino para obtener, en una transubstanciación pagana, el poder, la gloria y el Reino en la memoria de los hombres. Y también lo reconozco en el Becket crístico del segundo acto cuando se adelanta a la muerte a favor de su rebaño. Pero, como decía Eliot crítico, lo que importa al final no es tanto el sacrificio individual sino “el mundo que la mente del autor ha sujetado a un completo proceso de simplificación”.

A Eliot le preocupaba destilar como estructura contemporánea del drama la síntesis entre el destino griego de Eurípides y el marco histórico del teatro elisabetiano, que hundía sus raíces en la representación de los Vicios medievales y en la dimensión litúrgica de los autos sacramentales. Se proponía dar con la fórmula alquímica del ánimo, del tono y de la situación dramática modernista. Pero era consciente de dos hechos. En primer lugar, entre drama y religión se da un hiato mimético: sacrificio y representación no coinciden exactamente. En segundo lugar, y este es su error, la liturgia sería antirrealista en la medida que sirve para reparar la escisión entre libertad y forma.

Entre el coro esquíleo y la fantasía shakespereana, Murder in the Cathedral es una High Mass anglicana: la representación de un misterio cuyas claves, sagradas, se han perdido estéticamente. La ruptura de la ilusión escénica por los cuatro caballeros al final de la obra para convencer al público de la dudosa legitimidad de su crimen, por más irónicas que puedan ser algunas de sus intervenciones, es definitivamente protestante. Donde el ausente rey Enrique encarna un Creso apolíneo –el Estado que domina la Iglesia− Becket opone los derechos ambiguos de una Antígona medieval. 

El Te Deum final, letánico, es una muestra de solemne impotencia con que Eliot desea revestir melancólicamente la pertinencia de una tradición evaporada. Así se entiende que el personaje de Tomás Becket intente consolar al coro. Al cumplirse el propósito de Dios, de todos aquellos sucesos quedará tan sólo un sueño que, al relatarse, cambiará: “Parecerán irreales. / La especie humana no puede soportar mucha realidad”. Si se fuera coherente, tras acabar la obra, un anglicano debería convertirse, apesadumbrado, al catolicismo romano.

“Doy mi vida
por la Ley de Dios sobre la Ley del Hombre.
¡Desatrancad la puerta! ¡Desatrancadla!
No triunfamos luchando, con estratagemas, o resistiéndonos,
ni luchamos contra las bestias como contra los hombres. Contra la bestia nos hemos enfrentado
y hemos vencido. Debemos sólo vencer
ahora, sufriendo. Ésta es la victoria más fácil.
Ahora es el triunfo de la Cruz, ahora
¡abrid la puerta! Lo ordeno. ¡Abrid la puerta!.

Entre ambas leyes, Becket, y More, eligieron, en cambio, el Espíritu.



martes, 16 de septiembre de 2014

La galería mística de Cavalcanti.




Las Meninas,
Diego de Velázquez (1656)


Suelo detestar, porque me fascinan, los recursos autorreferenciales que la literatura contemporánea ha explotado hasta el paroxismo, copiando una y otra vez, y degradando platónicamente, la época barroca. Después de Las Meninas cualquier intento de evidenciar el proceso de creación está abocado al plagio. Amar la tradición, en cambio, es lo único digno que la bancarrota humanista aún no ha puesto en concurso de acreedores, aunque ya vayan apretando las tuercas los metapedagogos. Entre gozarla y prostituirla a la (pos)modernidad siempre le ha atraído más la pose canalla del proxeneta. Admito que sólo una honestidad estética como la de Toulouse Lautrec, o de Baudelaire, redimió momentáneamente al uno y a la otra. Aún así, no me rindo a su extinción.

Tras la entrada anunciando mi peregrinación, vuelvo a incurrir en ese vicio solitario y a la vez público de seguir la trama de mi identidad poética. En la galería artística con que he ido encabezando las reflexiones de este blog cavalcantesco he deseado explorar no tanto la ilustración –término temible- de un tema, sino la fuerza seminal que contiene y que apenas sé desarrollar sino reflejándolas en las imágenes que genera la escritura. A posteriori, me esfuerzo en remontarlas, mediante una anamnesis irónica y (relativamente) azarosa, a reproducciones pixeladas de una calidad decente. Como parodia junguiana, en ellas cristalizan arquetipos de mi inconsciente.

Como no puedo a mi pesar dejar de leer a Platón –Sócrates me parece el más peligroso de los sofistas: busca la verdad en el silencio de su daimon interior−, debo acordar con Gregrorio Luri, en un libro hermoso y discutible, El proceso de Sócrates (1998), que la tensión erótica de la mirada “imposibilita el nihilismo hermenéutico, es decir, la disgregación del alma en una pluralidad subjetiva de vivencias”. El otro –el cuadro, la sonata, el poema: el ser humano−, al ser amado, centra el yo y lo abre a la pregunta sobre la verdad.

Por ello, la mayoría de mis entradas están encabezadas por una pintura famosa y se cierran con una cita larga. En el fondo, la glosa final procura sin apenas éxito superar el hierático vagabundeo de mi estilo. Reconoce, exhausta, su impotencia ante las palabras fijadas en el orden de su maravilla entrecomillada. Como un monje que caligrafía, inclinado sobre un scriptorium digital, ante la gramática entrevista del ser, dejo en sus bordes las interjecciones de la admiración y del amor. No basta con escuchar en el silencio del corazón la forma que dibuja la alteridad. Hay que atender la cesura del silencio, la voz más allá de todo eco. ¿Acaso mirada agápica?

Supongo que tendrá lecturas psicoanalíticas el hecho de que, recorriendo las imágenes de mis entradas, he seleccionado diez mediante el método de la asociación azarosa. Obviamente el resultado no ha sido, en absoluto, casual. Se unen desdoblándose los estilos. Los siglos clásicos, el XVI y el XVIII, no me representan ya. Apenas el barroquismo. Advierto la añoranza de la liturgia en el desierto de los sentidos: lo fantástico del realismo que rebosa en la lírica seriedad de la esperanza escatológica. Una pizca de pesimismo antropológico –la economía de la salvación dinamiza la naturaleza caída− me recuerda que, más que la Jerusalén celestial, añoro el tiempo todavía incumplido de la Segunda Venida.

Contemplo así el atardecer en la playa de Santiago de la Rivera desde la distancia luminosa del mar. Como una amenaza latente, en plena luz revolotean, a mis espaldas, sobre el campo de trigo los cuervos de la sospecha. Febrero, en cambio, es el mes de la soledad, de la muerte. Su realismo, si no es metafísico, acaba ocultando entre los castillos de la memoria los cadáveres de mis maniquíes. Es preciso deshacer las formas, regresar a la mañana después del diluvio, para encaminarse al exilio de la única patria imaginaria de un güelfo: Roma. Si Cavalcanti no quiere perderse por el bosque de sus baladas debe seguir la senda ojival de Claraval. ¿Qué otra misión puede calmar su sed que no sea el abrazo de la oración? Contemplar la resurrección de la carne: nacimiento y juicio de la nueva tierra.

Por tanto, en este camino el entrar en camino es dejar su camino, o por mejor decir, es pasar el término; y dejar su modo es entrar en lo que no tiene modo, que es Dios; porque el alma que a este estado llega, ya no tiene modos ni maneras, ni menos se ase ni puede asir a ellos. Digo modos de entender, ni de gustar, ni de sentir, aunque en sí encierra todos los modos, al modo del que no tiene nada, que lo tiene todo; porque, teniendo ánimo para pasar de su limitado natural interior y exteriormente, entra en límite sobrenatural que no tiene modo alguno, teniendo en sustancia todos los modos. De donde el venir de aquí es el salir de allí, y de aquí y de allí saliendo de sí muy lejos, de eso bajo para esto sobre todo alto”
(San Juan de la Cruz, Subida del Monte Carmelo).

Contradiciéndome, oxímoron de la fe, busco ser mirado en la palabra del Otro, verdad mía.


martes, 9 de septiembre de 2014

Patria nuestra que estás...



San Miguel Arcángel 
(San Esteban de Gormaz),
Cavalcanti (2014)


Ante la proximidad de la Diada de Cataluña, que a contracorriente es también mía, me viene a la memoria la frase que selló mi destino de lletraferit. Castellanista hasta la médula, mi profesor de literatura en el bachillerato espetó a mi apellido catalán pronunciándolo impecablemente: “No se olvide. Nosotros perdimos nuestras libertades nacionales doscientos años antes que ustedes”. 

A fe que jamás se me ha olvidado: 23 de abril de 1521, Villalar. Aquel día fue simbólicamente decisivo en términos políticos, económicos y hasta religiosos. La historia de España no habría sido tan gloriosa, pero quizás no tan deprimente. Al lado de Rafael Casanova, los nombres de Juan Bravo, Juan de Padilla y Francisco Maldonado deberían ser recordados como héroes auténticamente nacionales. Con sus errores y con sus aciertos, sin santificarlos.

Doble paradoja. Mientras Menéndez Pelayo arremetía contra la cortedad de miras de los comuneros, ensalzaba simultáneamente la renaixença catalana. Desde El Empecinado a Manuel Azaña o José Antonio Maravall, un grupo notable de liberales, opuestos al programa identitario de los nacionalismos periféricos, leyeron el levantamiento de las Comunidades como una primera revolución moderna, aunque Ángel Ganivet y, después, Gregorio Marañón atacaran su "medievalizante" descentralización frente a la modernidad cuyo reinado habría venido hasta nosotros de la mano del extranjero Carlos I. Lo cierto es que la incipiente industria castellana quedó herida de muerte y del retroceso económico que provocó Castilla no logró recuperarse al menos en veinte años.

Los nudos gordianos (en plural) de la historia española se superponen sin que sea fácil descubrir los puntos donde se forman separándose: austracistas y borbónicos, liberales y tradicionalistas, republicanos y conservadores... Quizás puede encontrarse alguna explicación lejana en los dos rasgos fundamentales que el historiador Joseph Pérez ha destacado para entender el significado de la revuelta castallanista: rechazo del Imperio y reorganización política de la relación entre rey y reino; a saber, soberanía y articulación territorial. Parece que aún no se ha encontrado la manera de asegurar que se haga la voluntad nacional.

No entiendo el secesionismo, porque atenta contra el sentido común: la Península es una unidad geográfica y política desde la conquista romana; pero tampoco acabo de comprender las apelaciones unitaristas, porque económica y socialmente España se ha formado, a lo largo de la historia, por común acuerdo. El pan nuestro de cada día se debe ganar respetando las necesidades históricas de la tradición.

La insolvencia intelectual de los nacionalismos se manifiesta en el extremo grotesco de reclamar el "derecho a decidir" de unos límites territoriales provinciales. Els Països catalans pueden ser un delirante proyecto político, pero tienen incluso más fundamento histórico que la independencia de una Comunidad (oh, la palabra) autónoma. Ahora bien, ante la deslealtad de los nacionalismos oponer ahora un Estado recentralizado es un error  -racional, pero error- como confundir la declaración del estado de excepción con la garantía del orden público. ¿Nos perdonaremos nuestras ofensas?

Se puede ser y se debe ser libre e igual, pero sin conciencia fraterna una nación está condenada a la destrucción. ¡Vivan las caenas! En nuestra patria la igualdad se ha solido confundir con el igualitarismo; y la libertad con el localismo de élites particulares, escondiendo que aquí cada uno va a lo suyo, sin criterio, sin orden, sin jerarquía. Puestos a elegir, me quedo con la Constitución, ese pacto posible e inverosímil en sentido aristotélico. Pero, a diferencia de la Constitución americana, la del 78 no fundó nuestra nación, sino un modelo político que, aparte de paz, de prosperidad y de libertad, que ya es mucho, ha permitido no pocos desfalcos, económicos y morales. En nuestra historia las ofensas al prójimo se suelen olvidar a la medida de las conveniencias de cada cual.

Sin una idea trascendente, metafísica, es decir, sacramental, insisto en que un país se disgrega. Basta leer a los trágicos griegos para saber que la polis, sin apoyarse en las leyes divinas, siempre está cercada por las fuerzas del caos. En el momento de los divorcios o de las muertes, como la de Polinices y Eteocles, el reparto de los bienes o de las herencias procuran los enfrentamientos más mezquinos e implacables, cayendo en toda suerte de tentaciones; por ejemplo, haberse repartido ya el botín.

Roland es un héroe francés y Arturo un héroe británico. El Cid seguirá siendo solo un héroe castellano. Poética e históricamente, el enfrentamiento de Díaz de Vivar con Ramón Berenguer, relatado al final del Cantar primero del Poema del Mio Cid, es de una sutileza irónica que, angustiosamente, sigue sin tener fin. Apresado, el conde de Barcelona ayuna para no cumplir la exigencia del Cid de que coma –de que acepte su derrota− si quiere recuperar la libertad, aunque no los bienes que le ha ganado en batalla. La conversación final, llena de agravios mutuos, sigue dejando sin respiración en su trágica comicidad. Líbremonos de ese mal.

El conde don Remont     entre los dos es entrado;
fata cabo del albergada      escurriólos el castellano:
“Ya vos ides, conde,      a guisa de muy franco,
en grado vos lo tengo       lo que me avedes dexado.
Si vos viniere emiente      que quisiéredes vengallo,
si me viniéredes buscar,      fallarme podredes;
e, si non, mandedes buscar:
o me dexarades / de lo vuestro,      o de lo mío levarades algo”.
“Folguedes ya, Mio Cid,     sodes en vuestro salvo;
pagado vos he        por todo aqueste año,
de venir vos buscar        sól non será pensado
(Poema Mio Cid, I, 1066-1076).

Héroes de España, rogad por nosotros.