Vida y destino es una de las grandes novelas
del siglo XX. Sólo un género tan excesivo como el novelístico es capaz de fundar
esa extraña dimensión temporal, real y ficticia, metafísica y pragmática a la
vez, de la que la obra de Vassili Grossman (1905-1964) posee plena carta de
ciudadanía.
Trascendiendo el tópico de que la novela es el género que mejor
refleja nuestra época, Grossman prueba que no es casual que, como la cultura de
la que brota, no haya dejado de predecirse simultáneamente sus respectivas muertes
desde hace más de un siglo. La decadencia de Occidente es indisociable del anuncio
del fin de la novela. El Apocalipsis contemporáneo siempre ha tenido forma
narrativa, tanto en Benson como en Joyce. Sobreviviendo a una de sus realizaciones
más terribles, Grossman con su novela, frente a los agoreros, atestigua la esperanza de que “Muerte y Abismo fueron
arrojados al lago de fuego” (Ap. 20, 14).
Como todas las grandes novelas rusas del siglo XX
(Pasternak, Solzhenitsyn…) la historia de su publicación fue tortuosa. Acabada
en 1960 con Jruschev al frente de la Unión Soviética, permaneció inédita durante
veinte años hasta que logró ser publicada en Suiza. Se la había prohibido bajo las
acusaciones de antirrevolucionaria, trotskista, favorable a Dios y a la
religión, entre otros motivos. Hasta hace poco no hemos podido disfrutar
de una traducción directa en español desde el original ruso (Barcelona, 2007), con
una notable repercusión editorial.
En Vida y destino Grossman
presenta un fresco amplio y extenso de Rusia durante el cerco de Stalingrado, a
través de las vicisitudes de una multitud de personajes que están vinculados,
de una manera u otra, con la familia protagonista Sháposhnikov.
Enmarcada temporalmente entre el otoño de 1942 y la
incipiente primavera de 1943, con un estilo ágil, directo y tan transparente
como en numerosas ocasiones lírico, sus diversas secciones, separadas en tres
partes, forman un mosaico en el cual los lectores se desplazan continuamente,
entre otros lugares, de Moscú a Stalingrado, de la Lubianka a las cámaras de
gas, de la estepa calmuca a una jata
(choza) ucraniana. En estas páginas desfilan tanto personajes ficticios como históricos
(entre otros, los mismísimos Hitler y Stalin). Al final la novela queda
abierta, dejando a sus personajes ante momentos decisivos de su nueva vida: el
éxito y la derrota, el triunfo y el fracaso.
En la estela de la gran novela rusa –se la ha comparado con Guerra y paz de Tólstoi– afronta los
grandes problemas de la humanidad en el siglo XX con una lucidez diríase casi libertaria: la Revolución, los totalitarismos, el
patriotismo, el antisemitismo, el horror de la guerra, la Solución Final, la
carrera nuclear…
Grossman no se permite tratarlos de un modo abstracto o a
partir de una tesis sino que los encarna en los deseos, los sueños, las
mezquindades, las traiciones o las heroicidades cotidianas de sus personajes.
Ellos nos hablan de la renuncia, del sacrificio, del miedo y del amor que hacen
que una humanidad atenazada por las fuerzas en apariencia absolutas del mal
continúe alzando su dignidad y esperanza.
Desde la primera página, a la entrada de un campo de concentración alemán, queda claro el mensaje de esta novela: “Todo lo que vive es irrepetible. Es inconcebible que dos seres humanos, dos arbustos de rosas silvestres sean idénticos… La vida se extingue allí donde existe el empeño de borrar las diferencias y las particularidades por la vía de la violencia”.
Desde la primera página, a la entrada de un campo de concentración alemán, queda claro el mensaje de esta novela: “Todo lo que vive es irrepetible. Es inconcebible que dos seres humanos, dos arbustos de rosas silvestres sean idénticos… La vida se extingue allí donde existe el empeño de borrar las diferencias y las particularidades por la vía de la violencia”.
Las más de mil páginas del libro nos relatan, asumiendo la compleja
fragilidad humana, la fuerza de esta vida inextinguible. Es imposible, por
ello, dar cuenta en pocas líneas de la riqueza de sus tramas superpuestas. Hay
momentos de una extraordinaria intensidad poética, fruto de una profunda mirada
ética que nace del poder espiritual de un humanismo que, en vez de negar a
Dios, se conmueve entre la esperanza y la angustia de su ausencia. Es una
novela apocalíptica, en toda su profundidad. Tras el abismo y la muerte, hay
que repetirlo, se vislumbra la posibilidad de un cielo nuevo
y una tierra nueva.
“En la casa vacía y abandonada se había producido el último adiós con los muertos que se habían ido para siempre.
Pero en el frío del bosque la primavera se percibía con más intensidad que en la llanura iluminada por el sol. En el silencio del bosque la tristeza era más honda que el silencio del otoño. Se oía en su mutismo el lamento por los muertos y la furiosa felicidad de vivir…
Todavía es oscuro, hace frío, pero pronto las puertas y las contraventanas se abrirán. Pronto la casa vacía revivirá y se llenará con las lágrimas y las risas infantiles, resonarán los pasos apresurados de la mujer amada y los andares decididos del dueño de la casa.
Permanecían inmóviles, con la cesta en la mano, en silencio”.
El testimonio de esta novela confirma que la gran
literatura, más allá de entretener o de enseñar a sus lectores, los consuela,
los ilumina y, gracias a la imaginación, los purifica.