La mort de Socrate, Jacques-Luis David (1787) |
Hace unos meses,
como a Miguel d’Ors, mi heterónimo conoció personalmente a Gregorio Luri (1955)
en Santiago. Con él ha compartido un par de largas paseatas, por las calles
compostelanas y, deshidratados y entusiastas, por la costa estival del Maresme.
Por lo que me cuenta mi otro yo cavalcantesco, en la conversación es muy
difícil sustraerse a la fascinación que ejerce su campechanía navarra bajo un
perfil iberorromano. Como si fuera la explosión de una risa traviesa, salpica
el diálogo con unos “sí, sí, sí, sí, sí” entre dientes que suelen preludiar una
amable objeción mediterránea. Casi nunca contradice abiertamente a su
interlocutor; se avanza indirectamente a sus opiniones con argumentos acerados.
No me sorprende que haya escrito un libro de viaje (a pie) siguiendo, por su
amada Bulgaria, las huellas de las huestes de Roger de Flor. Secretamente, Luri
es un almogávar templado por la luz del Ática.