San Bernardo de Claraval, Fra Angelico (1440) |
Tuve una profesora de filosofía, acérrimamente heideggeriana
y antitomista, que se lamentaba seriamente de que yo no hubiese nacido en el siglo XII para poder ser secretario de san Bernardo de Claraval (1090-1153). Excepto un amigo íntimo, completamente ateo, todos mis compañeros
tomaron su ocurrencia como una boutade.
Todavía no sabía que un hermano de Bernardo comparte el nombre de pila de
Cavalcanti. Casado y con dos hijas, le costó seguir su llamada. A veces me pregunto si mi mujer y yo no hemos fundado también, a nuestra manera, un monasterio. Guido, c’est moi.
De
aquellos tiempos universitarios me quedan ciertas reticencias
antineoescolásticas. Si santo Tomás de Aquino no hubiese sido un místico de la
inteligencia, que cierto catolicismo siga justificando a piñón fijo la philosophia perennis daría la razón a la
exégesis liberal al clamar contra su ontologización del mensaje cristiano. Benedicto
XVI, teólogo consciente del poder ordenador del Logos, más agustiniano que
tomista, se ha remontado a las palabras de san Bernardo para asegurar que “también nosotros debemos
reconocer que el hombre busca mejor y encuentra más fácilmente a Dios «con la
oración que con la discusión»". Por experiencia se aprende que la razón
sin la contemplación suele acabar, paradójicamente, en callejones posmodernos.
Quisiera creer que la Divina
Comedia, tan armónica, tan algebraica, descubre la plenitud en esas humildes
y portentosas verdades claravalenses. En el cuarto cielo o cielo del sol Dante
situaba a los sabios, filósofos y teólogos, como santo Tomás. En el Empíreo residen
María, los ángeles y los bienaventurados como san Bernardo.
Virgilio y Estacio, la antigüedad clásica, guiaron a Dante a
través del Infierno y del Purgatorio, hasta que sola Beatriz, amor gozoso de la
luz, lo conduce hasta el Paraíso. Allí, feliz y hermosa, debe retirarse en lo
más alto para que el padre Bernardo, en la trinidad apoteósica de los cantos
finales, pueda introducir al Poeta en la comunión contemplativa de Dios. Si
santo Tomás había resuelto problemas epistemológicos que inquietaban el alma de Dante,
san Bernardo, sonriendo, le indica con una sola mirada dónde alcanzar ¡por fin!
la ciencia del amor.
Étienne Gilson, que dedicó páginas luminosas al tomismo de
Dante, descartaba la influencia directa de la obra del abad de Claraval sobre
la literatura medieval. Que el autor de la Divina Comedia se acogiese a su compañía en el éxtasis final
de su viaje no sería entonces más que un homenaje a uno de los grandes maestros de la vía mística. Conociendo al toscano, sin embargo me resisto a creer que la figura
del autor de De consideratione funcionase
sólo como un símbolo con que alegorizar la contemplación del misterio de la Trinidad
y de la Encarnación.
Con santa malicia, Dom Leclercq consideraba a Dante “víctima
de la «leyenda mariana», a la que le da un nuevo impulso” poniendo en boca de
Bernardo “una de las más bellas plegarias que se han escrito a Santa María”.
Pero, como observaba también, Dante había descubierto en el abad un maestro bajo cuya autoridad oponerse a los excesos dialécticos de la escolástica.
¿Será descabellado pensar que Bernardo pudiera ser para
Dante la imagen de un maestro en el arte de la escritura y en el de la política? En uno y otro campo, el cisterciense sobresalió y fracasó con una grandeza que el exiliado florentino
debió de admirar devotamente.
Mirado con frialdad, Bernardo es un santo que asusta. Antes
que teólogo fue poeta. Dominó los recursos expresivos de la lengua
literaria y los amplió y matizó con un exceso de sobriedad cordial que ejemplifica los
límites de la libertad entre la creación y la retórica. Como político, su
capacidad de seducción fue tan poderosa como su torrencial habilidad para
equivocarse, siempre con una integridad inquietante. Así, a propósito de su papel en la
predicación de la segunda Cruzada, es legítimo también preguntarse como Thomas Merton “si
Bernardo no era más él mismo en Vézelay que en Claraval”.
Marrullero con Abelardo, profético ante Eugenio III, S. Bernardo resplandece ciertamente como el último Padre de la Iglesia, inspirando
Oriente, espirando Occidente. Sus Sermones sobre el Cantar de los Cantares deberían ser lectura obligada antes de emprender cualquier reflexión cristológica. Su respiración es tan intensa, tan gótica, que
Dante hubo de homenajearlo con la perfección técnica de un genio parejo: los
tercetos exactos de una oración. El abismo del Ser resuena en sus rimas,
consustancialmente humanas y divinas.
“Vergine madre, figlia del tuo figlio,
umile e alta piú che creatura,
termine fisso d’etterno consiglio,
tu se’ colei che l’umana natura
nobilitasti sí, che’l suo fattore
non disdegnó di farsi sua fattura.
Nel ventro tuo si raccese l’amore,
per lo cui caldo ne l’etterna pace
cosí è germinato questo fiore”.
Hijo también de su hijo, Bernardo formó en Dante, por amor
de su obra, la eterna rosa de su hábito blanco. La paz del Paraíso ilumina su
diálogo.