Applicants for Admission to a Casual Ward, Luke Fildes (1874) |
Pocos relatos hay tan universalmente reconocidos como A Christmas Carol (1843) de Charles Dickens
(1812-1870). No recuerdo Navidad en que cualquier televisión desaproveche la
oportunidad de reponer alguna de sus sucesivas adaptaciones cinematográficas.
En mi memoria, por ejemplo, conservo retazos de la versión animada de Richard Williams (1971) sobre la fabulosa historia de Mr. Scrooge, arquetipo de la
avaricia, que, con treinta años recién cumplidos, Dickens había publicado en la
Inglaterra dichosa y despiadada de la joven Reina Victoria.
Acabo de releer esta Canción
de Navidad, un auténtico Villancico
navideño. No me cabe duda de que gran parte de su atracción tan poderosa radica en que es un
reto insuperable trasladar su hechizo a una pantalla. Cada palabra suya vale
más que mil imágenes que la ilustren. Su desbordante alegría es, ante todo, una
celebración verbal. Una fiesta de la Palabra.
Dickens no oculta la dureza de las condiciones de vida de su
época, no las enmascara bajo unos aparentes, y falsos, buenos sentimientos.
Nada más real y sincero que el odioso Scrooge, que se lamenta de la
sobrepoblación, que se jacta de sostener asilos y presidios con sus impuestos y
que se queja de que su empleado le roba un día de sueldo con sus absurdas
fiestas. Nada más embellecido que el festín de los Cratchit con un miserable
pollo y un bebedizo caliente haciendo las veces de ponche. Nada más fantasioso
que tres espíritus de las Navidades logrando la conversión del repugnante
protagonista.
Y, sin embargo, Dickens obra el milagro de transfigurar la
realidad.
Resulta fascinante la prodigiosa transición entre la
representación realista y el mundo fantástico que provoca no sólo la intersección
de un espacio gótico (la casona de Scrooge y su socio Marley) con el espacio
real del Londres decimonónico, sino, sobre todo, el corte longitudinal que,
sobre el tiempo real (una noche de Navidad), introduce el tiempo “folclórico”
de la risa menipea. Una única noche son tres noches para Scrooge: una Pascua
florida que le obliga a una experiencia de muerte y resurrección.
En el fondo, la noche donde confluyen tiempo real y tiempo
mítico ocurre durante la visita del espíritu de la Navidad futura. Mientras los
espíritus de la Navidad pasada y de la presente se aparecen a Scrooge a la una
de la madrugada, el último espíritu inicia su andadura en la hora mágica
del Gallo. Scrooge está ya muerto en vida y sólo tiene ante sí la horrible
necesidad de ver su destino cumplido. Ese tugurio expresionista, por
hiperrealista, donde las mujeres malvenden, entre risotadas, lo que han logrado
robar de la casa del muerto, sirve de espejo final a la implacable codicia de
los caballeros de la City que se burlan del fallecimiento de Scrooge.
La “conversión” de Scroodge se produce en tanto que es capaz
de reconocerse herido y tullido como Tiny Tim y como todos aquellos seres
humillados y desgraciados que el espíritu de la Navidad presente le muestra
como un ejemplo de que el deseo de renovación humana, de justicia y de
fraternidad, por más ilusoria que parezca, fundamenta la dignidad y la grandeza
de la existencia humana. Si la avaricia de Scroodge recubre como una llaga su
corazón roto, por la muerte de su hermana y también por la frustración amorosa
de su prometida, las muletas de Tiny Tim adquieren simbólicamente un valor
redentor capaz de sanar la amargura de Scrooge, dispuesto ya a asumir la risa
expansiva, transformadora, perpetua, de su sobrino.
La compasión de Dickens llega hasta el lector. Su narrador nos
recuerda que Scrooge puede ser cada uno de nosotros y que su misión es llamar
nuestra atención como si fuera, irónicamente, nuestro espíritu de la Navidad: “Scrooge,
sobresaltado, se incorporó a medias y se encontró cara a cara con el visitante inmaterial
que las había descorrido, tan cerca de él como yo lo estoy de ti, lector (pues
me hallo, espiritualmente, a tu lado)”. La risa final de Scrooge nos transmite una sabiduría por medio de la que la
fantasía nos abre las puertas de la verdadera realidad: la del gozo de existir
incluso en medio de nuestras miserias y ante la incomprensión de no pocos conocidos:
“Algunas personas se rieron al ver su transformación; pero él las dejaba reír, pues era lo suficientemente sabio para comprender que, en este mundo, nada había sucedido, por bueno que fuese, que no hubiera hecho reír al principio a algunas gentes; y sabiendo que tales gentes siempre estarían ciegas, era preferible que anduvieran guiñando los ojos con muecas, a que mostraran sus dolencias de forma menos atractiva. Su propio corazón reía; y eso le bastaba.
No volvió a tener tratos con espíritus, pero vivió durante mucho tiempo según el principio de la más absoluta sobriedad; y siempre se dijo de él que sabía celebrar la Navidad como nadie, si es que algún ser vivo poseyó alguna vez esa sabiduría. ¡Ojalá pueda decirse lo mismo de nosotros, de todos nosotros! Y así, como dijo Tiny Tim, ¡que Dios nos bendiga a todos!”.
La risa es la sobriedad de la sabiduría. Y yo les deseo a
mis lectores sus benéficos efectos, en la cena navideña de esta noche y también, si Dios quiere, de las que vendrán.
Si la sabiduría no fuese sobria sería seria, serísima, por excesiva, y si hay exceso no hay sabiduría. Esto que acabo de descubrir se lo debo a tu "la risa es la sobriedad de la sabiduría". Por la misma razón será también "sobria" la "ebrietas" del cielo, en el sentido de que allí el exceso y la sobriedad coincidirán. Gracias.
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