Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
Quiere ofrecer reflexiones, opiniones y lecturas a personas atentas a la vida del espíritu y de la cultura.

martes, 16 de septiembre de 2014

La galería mística de Cavalcanti.




Las Meninas,
Diego de Velázquez (1656)


Suelo detestar, porque me fascinan, los recursos autorreferenciales que la literatura contemporánea ha explotado hasta el paroxismo, copiando una y otra vez, y degradando platónicamente, la época barroca. Después de Las Meninas cualquier intento de evidenciar el proceso de creación está abocado al plagio. Amar la tradición, en cambio, es lo único digno que la bancarrota humanista aún no ha puesto en concurso de acreedores, aunque ya vayan apretando las tuercas los metapedagogos. Entre gozarla y prostituirla a la (pos)modernidad siempre le ha atraído más la pose canalla del proxeneta. Admito que sólo una honestidad estética como la de Toulouse Lautrec, o de Baudelaire, redimió momentáneamente al uno y a la otra. Aún así, no me rindo a su extinción.

Tras la entrada anunciando mi peregrinación, vuelvo a incurrir en ese vicio solitario y a la vez público de seguir la trama de mi identidad poética. En la galería artística con que he ido encabezando las reflexiones de este blog cavalcantesco he deseado explorar no tanto la ilustración –término temible- de un tema, sino la fuerza seminal que contiene y que apenas sé desarrollar sino reflejándolas en las imágenes que genera la escritura. A posteriori, me esfuerzo en remontarlas, mediante una anamnesis irónica y (relativamente) azarosa, a reproducciones pixeladas de una calidad decente. Como parodia junguiana, en ellas cristalizan arquetipos de mi inconsciente.

Como no puedo a mi pesar dejar de leer a Platón –Sócrates me parece el más peligroso de los sofistas: busca la verdad en el silencio de su daimon interior−, debo acordar con Gregrorio Luri, en un libro hermoso y discutible, El proceso de Sócrates (1998), que la tensión erótica de la mirada “imposibilita el nihilismo hermenéutico, es decir, la disgregación del alma en una pluralidad subjetiva de vivencias”. El otro –el cuadro, la sonata, el poema: el ser humano−, al ser amado, centra el yo y lo abre a la pregunta sobre la verdad.

Por ello, la mayoría de mis entradas están encabezadas por una pintura famosa y se cierran con una cita larga. En el fondo, la glosa final procura sin apenas éxito superar el hierático vagabundeo de mi estilo. Reconoce, exhausta, su impotencia ante las palabras fijadas en el orden de su maravilla entrecomillada. Como un monje que caligrafía, inclinado sobre un scriptorium digital, ante la gramática entrevista del ser, dejo en sus bordes las interjecciones de la admiración y del amor. No basta con escuchar en el silencio del corazón la forma que dibuja la alteridad. Hay que atender la cesura del silencio, la voz más allá de todo eco. ¿Acaso mirada agápica?

Supongo que tendrá lecturas psicoanalíticas el hecho de que, recorriendo las imágenes de mis entradas, he seleccionado diez mediante el método de la asociación azarosa. Obviamente el resultado no ha sido, en absoluto, casual. Se unen desdoblándose los estilos. Los siglos clásicos, el XVI y el XVIII, no me representan ya. Apenas el barroquismo. Advierto la añoranza de la liturgia en el desierto de los sentidos: lo fantástico del realismo que rebosa en la lírica seriedad de la esperanza escatológica. Una pizca de pesimismo antropológico –la economía de la salvación dinamiza la naturaleza caída− me recuerda que, más que la Jerusalén celestial, añoro el tiempo todavía incumplido de la Segunda Venida.

Contemplo así el atardecer en la playa de Santiago de la Rivera desde la distancia luminosa del mar. Como una amenaza latente, en plena luz revolotean, a mis espaldas, sobre el campo de trigo los cuervos de la sospecha. Febrero, en cambio, es el mes de la soledad, de la muerte. Su realismo, si no es metafísico, acaba ocultando entre los castillos de la memoria los cadáveres de mis maniquíes. Es preciso deshacer las formas, regresar a la mañana después del diluvio, para encaminarse al exilio de la única patria imaginaria de un güelfo: Roma. Si Cavalcanti no quiere perderse por el bosque de sus baladas debe seguir la senda ojival de Claraval. ¿Qué otra misión puede calmar su sed que no sea el abrazo de la oración? Contemplar la resurrección de la carne: nacimiento y juicio de la nueva tierra.

Por tanto, en este camino el entrar en camino es dejar su camino, o por mejor decir, es pasar el término; y dejar su modo es entrar en lo que no tiene modo, que es Dios; porque el alma que a este estado llega, ya no tiene modos ni maneras, ni menos se ase ni puede asir a ellos. Digo modos de entender, ni de gustar, ni de sentir, aunque en sí encierra todos los modos, al modo del que no tiene nada, que lo tiene todo; porque, teniendo ánimo para pasar de su limitado natural interior y exteriormente, entra en límite sobrenatural que no tiene modo alguno, teniendo en sustancia todos los modos. De donde el venir de aquí es el salir de allí, y de aquí y de allí saliendo de sí muy lejos, de eso bajo para esto sobre todo alto”
(San Juan de la Cruz, Subida del Monte Carmelo).

Contradiciéndome, oxímoron de la fe, busco ser mirado en la palabra del Otro, verdad mía.


No hay comentarios:

Publicar un comentario