Black on Maroon, Mark Rothko (1958) |
Encaro esta entrada con temor, sin temblor. He logrado
convencer a un discípulo –qué rara se me hace esta palabra− para que se
ejercite en la tarea, inútil y casi irresponsable hoy en día, de realizar una tesis
doctoral. Y además, siendo ambos católicos, sobre Maurice Blanchot
(1907-2003). Supongo que leerá estas líneas lamentándose de haber escogido tan
mal. A su director, claro. Pero como sus mejores páginas las ha dedicado,
entusiasta pero no apologeta, a la mirada órfica de Blanchot, me siento
extrañamente obligado a intentar aclarar (¿a quién?: ¿a un posible lector?, ¿a
él?, ¿a mí?) cómo (dejan de) significar mis inclinaciones blanchotianas.
Hace unos días escribía a un poeta admirado que entre un
griterío veo desvanecerse mis certidumbres intelectuales, morales y religiosas,
mientras deseo disparar, vestido de gala, las salvas de honor en medio de ese
mismo griterío. No he dejado de creer; al contrario, creo con más fuerza ahora
que se eclipsa –que se desorganiza fragmentado- el Orden que procuraba los
sentidos de la tradición. Tomarse en serio una fe es ser consciente de que la
radical imposibilidad de vivirla es una exigencia redoblada de despojarse uno
de sí mismo. No se trata del absurdo existencialista, sino de recusar de
entrada que cualquier broma tenga derecho a convertirse, trágicamente, en una
fe.
De la farsante intelectualidad francesa de la segunda mitad
del siglo XX, Maurice Blanchot, asceta de la palabra, nombre que no tiene
hombre, es su más rigurosa figura (anti)paterna. Aprendí a leer a Mallarmé, a
Rilke y a Kafka en las páginas de El
espacio literario. La lección
de Blanchot es inconsolable e imprescindible. Abocarse a la escritura desdibuja el propio rostro. El comentario emborrona a conciencia los trazos
aventados por la arena de la inteligencia. El límite sólo podría escribirse desde
el afuera que no puede siquiera ser marcado. Inquieta, nuestra angustia lo inscribe
en la ausencia inmanente de toda intención.
Es cierto que a menudo resulta casi imposible sustraerse al
pecado de asumir la maniera del
estilo postmetafísico. Los imitadores de Derrida, de Foucault o de Deleuze aspiran a pasar
por renacentistas on-line. Autodestructivos, su nihilismo es académico. En
cambio, a Blanchot se le puede admirar, no seguir. Orfeo bajado a los
infiernos, pulsa el silencio de los ecos para calmar la devastada sed de las
sombras. Al girarse, la ceguera deslumbra los fragmentos de un origen fugado.
Leo ahora uno de los ensayos que integran La
conversación infinita. Se titula “El ateísmo y la escritura. El
humanismo y el grito”. En la experiencia del límite, sólo alegóricamente
mística, Blanchot recuerda que el humanismo moderno es un mito teológico,
en que Dios es sustituido por el hombre. Sólo así se puede entender el a-Teísmo
humanista de Feuerbach: el hombre se busca ausente en una indeterminación que él mismo
determina trascendentemente. Por ello, es un ateísmo defectuoso, pues se
mantiene afirmando la Presencia más allá
de todo presente y la unicidad de lo Otro, sin excluir el «yo» no sólo de lo
Mismo sino principalmente de lo Uno.
Blanchot propone el A-teísmo por venir de la escritura que
rompe el discurso como topografía ideológica de una realidad autoproyectada. En
diálogo en sordina con Foucault, reniega de la palabra en nombre de la voz:
autodisolución de los vínculos gramaticales y semánticos del logos. La voz se
abre a un espacio que se sobrepasa por un trabajo histórico de discontinuidad.
Poniendo en jaque el orden de la verdad y de la belleza el grito inaudible de
lo escrito resiste la apropiación del Bien por el dominio tecnocientífico.
¿Es mera artificialidad verborreica este (anti)discurso? A
expensas de una jerga resentida con la luminosidad del logos platónico, sus
consecuencias pueden ser efectivamente implacables. El hombre, ni bestia ni
Dios, podrá aullar -¿no está aullando silenciosamente?- en la soledad
ontológica de su inesencialidad. Esta negatividad blanchotiana descubre oscuramente que toda obra de redención humana, tanto más
cuanto más en apariencia sublime, condena la trascendencia al precio de su poder desvanecido.
Desviándome, vuelvo los ojos a los Padres del Desierto para preguntarles: ¿No será, pues, que de la soledad debería renacer un humanismo radical, que a tientas, en busca de una gramática escatológica, nos tense hasta el límite del ser, donde lo Uno expresa la Diferencia, la Muerte se transfigura en Gloria? No, parece que a la soledad se condenan quienes resistimos, sin negarlos, los poderes de este mundo.
Desviándome, vuelvo los ojos a los Padres del Desierto para preguntarles: ¿No será, pues, que de la soledad debería renacer un humanismo radical, que a tientas, en busca de una gramática escatológica, nos tense hasta el límite del ser, donde lo Uno expresa la Diferencia, la Muerte se transfigura en Gloria? No, parece que a la soledad se condenan quienes resistimos, sin negarlos, los poderes de este mundo.
“Entonces ¿qué es «el humanismo»? ¿Con qué definirlo sin comprometerlo en el logos de una definición? Mediante aquello que lo alejará más de un lenguaje: el grito (es decir, el murmullo), grito de la necesidad o la protesta, grito sin palabra sin silencio, grito innoble o, a lo sumo, el grito escrito, los graffitis de los muros. Es posible, como gusta declararlo, que «pase el hombre». Pasa. Incluso ha pasado ya siempre, en la medida que él siempre ha sido apropiado para su propia desaparición. Pero, al pasar, grita; grita en la calle, en el desierto; grita muriendo; él no grita, él es el murmullo del grito. No hay por tanto que renegar del humanismo, a condición de reconocerlo allí donde recibe su modo de ser menos engañoso; nunca en las zonas de la autoridad, del poder y de la ley, de la cultura y de la magnificencia heroica, ni tampoco en el lirismo de buena compañía, sino tal como fue llevado hasta el espasmo del grito”.
El comunismo libertario de Blanchot murmura en el río de
Heráclito los signos de una guerra: la mirada muda, la voz desdicha. Que mi discípulo me guíe.
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