martes, 11 de noviembre de 2014

Maurice Blanchot, Orfeo mudo.



Black on Maroon,
Mark Rothko (1958)


Encaro esta entrada con temor, sin temblor. He logrado convencer a un discípulo –qué rara se me hace esta palabra− para que se ejercite en la tarea, inútil y casi irresponsable hoy en día, de realizar una tesis doctoral. Y además, siendo ambos católicos, sobre Maurice Blanchot (1907-2003). Supongo que leerá estas líneas lamentándose de haber escogido tan mal. A su director, claro. Pero como sus mejores páginas las ha dedicado, entusiasta pero no apologeta, a la mirada órfica de Blanchot, me siento extrañamente obligado a intentar aclarar (¿a quién?: ¿a un posible lector?, ¿a él?, ¿a mí?) cómo (dejan de) significar mis inclinaciones blanchotianas.

Hace unos días escribía a un poeta admirado que entre un griterío veo desvanecerse mis certidumbres intelectuales, morales y religiosas, mientras deseo disparar, vestido de gala, las salvas de honor en medio de ese mismo griterío. No he dejado de creer; al contrario, creo con más fuerza ahora que se eclipsa –que se desorganiza fragmentado- el Orden que procuraba los sentidos de la tradición. Tomarse en serio una fe es ser consciente de que la radical imposibilidad de vivirla es una exigencia redoblada de despojarse uno de sí mismo. No se trata del absurdo existencialista, sino de recusar de entrada que cualquier broma tenga derecho a convertirse, trágicamente, en una fe.

De la farsante intelectualidad francesa de la segunda mitad del siglo XX, Maurice Blanchot, asceta de la palabra, nombre que no tiene hombre, es su más rigurosa figura (anti)paterna. Aprendí a leer a Mallarmé, a Rilke y a Kafka en las páginas de El espacio literario. La lección de Blanchot es inconsolable e imprescindible. Abocarse a la escritura desdibuja el propio rostro. El comentario emborrona a conciencia los trazos aventados por la arena de la inteligencia. El límite sólo podría escribirse desde el afuera que no puede siquiera ser marcado. Inquieta, nuestra angustia lo inscribe en la ausencia inmanente de toda intención.

Es cierto que a menudo resulta casi imposible sustraerse al pecado de asumir la maniera del estilo postmetafísico. Los imitadores de Derrida, de Foucault o de Deleuze aspiran a pasar por renacentistas on-line. Autodestructivos, su nihilismo es académico. En cambio, a Blanchot se le puede admirar, no seguir. Orfeo bajado a los infiernos, pulsa el silencio de los ecos para calmar la devastada sed de las sombras. Al girarse, la ceguera deslumbra los fragmentos de un origen fugado.

Leo ahora uno de los ensayos que integran La conversación infinita. Se titula “El ateísmo y la escritura. El humanismo y el grito”. En la experiencia del límite, sólo alegóricamente mística, Blanchot recuerda que el humanismo moderno es un mito teológico, en que Dios es sustituido por el hombre. Sólo así se puede entender el a-Teísmo humanista de Feuerbach: el hombre se busca ausente en una indeterminación que él mismo determina trascendentemente. Por ello, es un ateísmo defectuoso, pues se mantiene afirmando la Presencia más allá de todo presente y la unicidad de lo Otro, sin excluir el «yo» no sólo de lo Mismo sino principalmente de lo Uno.

Blanchot propone el A-teísmo por venir de la escritura que rompe el discurso como topografía ideológica de una realidad autoproyectada. En diálogo en sordina con Foucault, reniega de la palabra en nombre de la voz: autodisolución de los vínculos gramaticales y semánticos del logos. La voz se abre a un espacio que se sobrepasa por un trabajo histórico de discontinuidad. Poniendo en jaque el orden de la verdad y de la belleza el grito inaudible de lo escrito resiste la apropiación del Bien por el dominio tecnocientífico.

¿Es mera artificialidad verborreica este (anti)discurso? A expensas de una jerga resentida con la luminosidad del logos platónico, sus consecuencias pueden ser efectivamente implacables. El hombre, ni bestia ni Dios, podrá aullar -¿no está aullando silenciosamente?- en la soledad ontológica de su inesencialidad. Esta negatividad blanchotiana descubre oscuramente que toda obra de redención humana, tanto más cuanto más en apariencia sublime, condena la trascendencia al precio de su poder desvanecido. 

Desviándome, vuelvo los ojos a los Padres del Desierto para preguntarles: ¿No será, pues, que de la soledad debería renacer un humanismo radical, que a tientas, en busca de una gramática escatológica, nos tense hasta el límite del ser, donde lo Uno expresa la Diferencia, la Muerte se transfigura en Gloria? No, parece que a la soledad se condenan quienes resistimos, sin negarlos, los poderes de este mundo.

Entonces ¿qué es «el humanismo»? ¿Con qué definirlo sin comprometerlo en el logos de una definición? Mediante aquello que lo alejará más de un lenguaje: el grito (es decir, el murmullo), grito de la necesidad o la protesta, grito sin palabra sin silencio, grito innoble o, a lo sumo, el grito escrito, los graffitis de los muros. Es posible, como gusta declararlo, que «pase el hombre». Pasa. Incluso ha pasado ya siempre, en la medida que él siempre ha sido apropiado para su propia desaparición. Pero, al pasar, grita; grita en la calle, en el desierto; grita muriendo; él no grita, él es el murmullo del grito. No hay por tanto que renegar del humanismo, a condición de reconocerlo allí donde recibe su modo de ser menos engañoso; nunca en las zonas de la autoridad, del poder y de la ley, de la cultura y de la magnificencia heroica, ni tampoco en el lirismo de buena compañía, sino tal como fue llevado hasta el espasmo del grito”.

El comunismo libertario de Blanchot murmura en el río de Heráclito los signos de una guerra: la mirada muda, la voz desdicha. Que mi discípulo me guíe.



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