martes, 18 de noviembre de 2014

Como una piedra rodante.



Opustena,
Franz Kline (1956)

Apenas adolescentes, escuchábamos los fines de semanas en casa de un amigo discos de sus hermanos mayores, que eran muy progres. Con más o menos empacho, pinchaba las canciones de Cat Stevens (antes de ser, oh, Yusuf Islam), Donovan, John Denver y el resto de la banda cantautora anglonorteamericana, además, claro está, de los “latinoamericanos”: Pablo Milanés, Silvio Rodríguez, Víctor Jara… ¡Qué tiempos, Dios santo! Sobrevivimos, pero cómo…

Hasta la coronilla de los frailes que supuestamente nos educaban, tan adeptos a la pestilente moda de poner letra religiosa a música pop, resistí durante años como pude los efectos de tatarear la melodía de Sounds of Silence mientras entonábamos el Padre nuestro, agarraditos de la mano en la capilla del colegio. Su recuerdo, musical y visual, aún me ronda como una tentación blasfema. Como versificó Miguel d’Ors, “Tu amor no tiene fin, Señor: Tu pueblo, / que atravesó el desierto y el Mar Rojo, / también logró pasar –mayor prodigio- / la segunda mitad del siglo XX”. Sediento y sin duda tullido, habré conseguido entrar a la tierra que no mana ni leche ni miel, pero que acoge, felices, mis huesos cansados en este fértil monasterio desde el que escribo.

Entre toda aquella música –no menciono a conciencia a la cantautora innombrable− ocupa en mi memoria un lugar especial Bob Dylan (1941). Y sólo por su mejor canción: Like a Rolling Stone (1965), que, con esa voracidad obsesiva de los quince años, podía escuchar diez, doce veces seguidas. La historia de su composición es bien conocida; tanto como la curiosidad que ha despertado la chica inspiradora de una canción de venganza y de odio gélido, aparentemente gratuito.

Al margen de si Andy Warhol era o no el diplomático con un gato siamés en el hombro, nunca me ha parecido que hubiesen sido las drogas la causa de la degradación de aquella muchacha que, tras caer de una buena posición social, escarbaba en los cubos de basura y se relacionaba con los mendigos a los que antes ni siquiera habría lanzado una mirada sino divertida. Los Rolling Stones, tan pedantes, en el videoclip de su versión la convirtieron en una yonqui con percepción alterada. Más memorables, de este subgénero musical de jóvenes drogadictas prefiero la lírica Clara, de dureza dulzona, en la voz de Joan Baptista Humet, o la canallesca y presidiaria Princesa del ínclito Joaquín Sabina. No, mi piedra rodante, sin drogas o con drogas, ha perdido todo apoyo, ha vuelto a una situación adánica, expulsada del paraíso, ante la mirada cainita del cantante. ¿Hay que decir que me parece una metáfora perfecta, profética, de la fiesta de los 60?

Con los años me ha dejado de interesar cualquier versión que no fuera la del festival folk de Newport en 1965. En una ocasión logré ver en youtube, antes de que fuese bloqueado el video, la grabación desde la salida al escenario de Dylan con sus acompañantes hasta el momento en que lo abandonan al acabar de tocar. Es legendario el escándalo que se montó, con los puristas increpando a Bob Dylan para que tirase la guitarra eléctrica. Se ha llegado a matizar asegurando que el ambiente ya estaba caldeado porque el cantante se había negado a participar con más de tres canciones. Por unas u otras razones, Like a Rolling Stone fue un desastre en una de sus primeras audiciones públicas. Y a mí este rechazo a la que es una obra maestra me deja todavía más pegado a su estribillo: “How does it feel?”.

Con un foco fijo, Dylan canta desencajado, con un rumor de fondo que no cesa. Acaba de espaldas al público y sale pìtando seguido, completamente demudados, del melenudo del bajo y del barbudo del órgano (o al revés, no recuerdo bien, entre tantos claroscuros). Quisiera creer que uno de ellos está tentado de dar a los espectadores un corte de mangas, pero que razonablemente se contiene para que los tres puedan salir vivos de allí.

El poeta, seguro de sí aunque vacilante, alza la voz sobre un público, que, a la contra, le entiende inconscientemente. Toda la porquería que suelta sobre la protagonista de su canción le refleja de un modo estúpidamente deslumbrante. El famoso riff del órgano es un murmullo tristemente orgiástico. La armónica, un grito que tapa los gemidos de una frustración amorosa inesencial. Las imágenes surrealistas, entrecortadas, surgen de un fondo insaciable, irresponsable (en el sentido también de que no puede ser respondido), emergiendo completamente vacío. Más que deshumanizada, su protagonista ha quedado desnuda de su dignidad. La imagen de su cuerpo, un objeto en rayos X: el hombre más allá del hombre, cara a cara Dios y el sujeto, una vez que ambos han sido declarados muertos por la cultura capital de la posmetafísica.

Princesa en el campanario y toda esa gente guapa
bebiendo convencida de su éxito,
intercambiando todo tipo de preciosos obsequios.
Pero más vale que te apartes.
Que empeñes ese anillo de diamantes.
Te hacía mucha gracia
aquel Napoleón andrajoso, y cómo se expresaba.
Ve ahora con él, te llama. No puedes rechazarlo.
Cuando no tienes nada, nada tienes que perder.
Ya eres invisible. No tienes secretos que ocultar.

¿Qué se siente?
¿Qué se siente,
a solas en la vida,
sin un hogar en tu destino,
como una completa desconocida,
como una piedra rodante?”.


Sin secretos, sin hogar, plena transparencia, ¿qué desierto no nos engullirá para la satisfaction especular de una sociedad hedonista?


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P. S. Mi discípulo blanchotiano, atento a «neutralizar» la memoria de su «maestro», me envía el enlace del Festival de Newport. En lugar de dos hay tres acompañantes. Ninguno lleva barba y el “melenudo”, al órgano, lleva una cinta en la frente. Pero la luz cenital, cadavérica, permanece intacta en el blanco y negro de mi recuerdo. Y más allá, como un residuo ausente, el vídeo se oscurece antes de que salgan del escenario. “How does it feel?”.


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