martes, 25 de noviembre de 2014

Thomas Pynchon, al límite de la novela negra.



La familia,
Luis Gordillo (1972)

Thomas Pynchon (1937) es uno de los novelistas de culto que, como J. D.  Salinger, han tematizado la muerte del autor desapareciendo físicamente del mundillo literario y social. Aunque esta actitud pudiera haber contribuido, irónicamente, a que sus novelas no hayan dejado de mantener un éxito constante, son sus obras, no sus rostros, las que han pretendido testimoniar por sí solas el valor –el talento− de una escritura de ficción en el límite del mercado. O al revés, han hecho de la ausencia del autor la defensa de una vocación literaria en la época en que ha triunfado plenamente el poder de la publicidad.

Si Marlon Brando había enviado, por razones políticas, a recoger su Oscar al mejor actor en 1973 a una activista india, Pynchon al año siguiente, sin razones aparentes o con deseos de confundir, encomendó a un cómico, que dejó estupefacta a la audiencia con su performance, recibir en su nombre –con su nombre− el “National Book Award” que le había sido concedido por Gravity’s Rainbow.

En esta obra, quizás su mejor novela, se advierte de una manera más enloquecida y, por tanto, más precisa que uno de los temas centrales de toda su producción es (anti)teológicamente significante. Se trata de un infierno entrópico, no cuando se cierra la puerta como hizo Sartre, sino cuando se abre. Las alcantarillas de Nueva York en V (1963), la primera novela de Pynchon, constituyeron una metáfora perfecta de este inframundo que atraviesa su imaginación.

En su última novela, Bleeding-edge (2013), traducida al castellano como Al límite (Barcelona, 2014), ese submundo vuelve a aparecer, ahora en el paisaje neoyorquino de la burbuja tecnológica y del atentado contra las Torres Gemelas, bajo la forma de DeepArcher, una web profunda por la cual es posible navegar como por una realidad paralela en busca de zonas desérticas, pixeladas, cada vez más adentro, donde ¿vislumbrar?, ¿deslumbrar?, ¿cegar? “el rostro previo a todo rostro”.

Pese a las críticas positivas que ha recibido, esta novela es una obra menor en la producción del autor norteamericano. Contribuye a ello una traducción que, de tan estandarizada, parece haber lobotomizado el original. Tratándose de Pynchon que hace del estilismo vocal la marca de su narración, provoca escalofríos el comienzo de la nota sobre la edición antepuesta a la traducción: “Se han respetado, hasta donde ha sido razonable, las peculiaridades ortográficas, tipográficas y léxicas del autor…” (la cursiva es mía).

El resultado produce la impresión de un ejercicio de redacción impecable, pero carente del élan narrativo que ha caracterizado sus novelas más genialoides. En esta sensación influye además el hecho de haber respetado la linealidad de la acción, del tiempo y del lugar. Como si fueran las reglas neoclásicas, durante un año de la vida de Nueva York (2001-2002), de primavera a primavera, la trama gira en torno a una posible conspiración errónea, fraudulenta fiscalmente, en torno a una compañía tecnológica dirigida por Gabriel Ice y que, en connivencia con agencias del gobierno produjo quién sabe si involuntariamente la catástrofe del 11-S.

Maxine Tarnow hace las veces de un detective de Dashiell Hammett, perpleja y decidida a la vez, con un punto entre ama de casa y mujer arrojada que se ve desbordada por unas situaciones que no se acaban de entender muy bien y que tienen como epicentro el asesinato de Lester Trapsie. Como las explicaciones de El halcón maltés, los trapos sucios de las finanzas, en los que se entremezclan geeks, inversores, mafiosos rusos o agentes federales descontrolados, no acaban de entenderse bien. El final acaba de dar una última vuelta de tuerca sobre el género de la novela negra que, aun de una manera esquemática, esta novela deconstruye –ay, tenía que salir la palabreja−.

Por debajo de todas estas intrigas, sin embargo la novela es una reflexión extrañamente cálida sobre las relaciones familiares. Se insiste mucho en la actitud de madre judía de Maxie con sus hijos Otis y Ziggy. Se presentan sus esfuerzos por recomponer, con perspectivas de éxito, su matrimonio con el celoso y obtuso Horst. Su enamoramiento técnicamente adúltero con el inquietante Nick Windust, agente secreto, torturador y tullido emocional, muestra el intento de recatar la pureza de un fondo tal vez inexistente. La relación con sus padres, Ernie y Elaine, con su hermana Brooke y su marido del Likud, acaban de trenzar un universo de integración emocional que le permite ayudar, quizás para su desgracia, la relación entre la vieja izquierdista March Helleher y su hija Tallis Ice, la esposa del perverso Gabriel, el antagonista nerd de todo este relato. Todo como una especie de conjuro de la soledad a la que una sociedad tecnológica parece destinar al individuo.

“A la pantalla, consecuentemente, salta un desierto; corrección: el desierto. Tan vacío como las estaciones de tren y las terminales de puertos espaciales de una época más inocente habían estado superpobladas. Aquí no hay servicios de clase media, más allá de flechas que te permiten mirar por el horizonte. Este es un país de fundamentalistas de la supervivencia. Los movimientos no son borrosos, cada píxel cumple su función, la radicación de arriba genera colores demasiado traicioneros para el código hexadecimal, una banda sonora de viento a ras del suelo. Se supone que debe avanzar por ahí, sondeando un desierto que no sólo es un desierto, buscando enlaces invisibles e indefinidos”.


Frente a la amenaza de Matrix, un anciano Pynchon parece añorar los gritos y los abrazos, los banquetes de abuelos, hijos y nietos.


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