martes, 2 de diciembre de 2014

Robert Southwell, poeta mártir.



Vanitas todavía viva,
Jan Lievens (1628)

Ayer, 1 de diciembre, se celebró la memoria de los mártires jesuitas ingleses. Hace un año recordaba en estas líneas aquel mundo recusante de la Inglaterra elisabetiana a través de la música de William Byrd, citando entre líneas la figura de san Roberto Southwell, S. J. (1561-1594). Hoy deseo retomar su singular personalidad, poética e histórica, porque su testimonio de fe arroja luz también sobre nuestra sombría época.

Su poesía religiosa ejerció un notable influjo entre sus contemporáneos, hasta el punto que la crítica advierte ecos suyos en la obra de John Donne y de William Shakespeare. Como recordaba en mi entrada recusante, aun reconociendo su valor T. S. Eliot no podía dejar de considerar la de Southwell un tipo de «poesía menor». Estéticamente, tenía razón sin duda, pero su propio planteamiento de la necesidad actual de una poesía “inconscientemente” cristiana reflejaba un hondo malestar, un odium sui, que ha marcado la cultura europea desde los umbrales de la modernidad.

La poesía de Southwell es indisociable de su actividad como misionero católico en la isla. En el juicio al que fue sometido, tras sufrir torturas inhumanas, recalcó que no había regresado del exilio para conspirar contra la Reina ni contra su país, sino sólo para atender sacramentalmente a sus compatriotas católicos. Componer poemas era uno de sus ministerios habituales. Arrastrado, colgado y descuartizado, ante su cabeza mostrada en público nadie osó dar el grito de rigor: «Traidor».

Viene a cuente este recordatorio porque he empezado a leer con indignación un libro de Richard Wilson titulado Secret Shakespeare (2003). Los peores tópicos protestantes sobre los católicos (idólatras, fanáticos, supersticiosos, desenfrenados) apenas se disimulan con el velo de la otredad posmoderna que hace de esta obra, por otro lado, un ejemplo modélico de ese tipo de investigación historiográfica. Shakespeare católico, viene a decir el autor en la introducción, ofrecería un modelo de resistencia a la resistencia recusante de quienes se empeñaban, con el mártir Edmundo Campion a la cabeza, en profesar, secretamente pero sin ambages, su fe. El catolicismo guay para Wilson, aquel que espera un futuro de (oh, palabra mágica) tolerancia, son pasadizos secretos, celebraciones teatrales en celdas secularizadas, contraseñas en callejones costumbristas. El martirio, un videojuego inspirado en Dan Brown.

Era otro el ambiente de angustia y contención que atravesó el entusiasmo verbal de Shakespeare. Southwell tituló “A mi amado primo” el prólogo que recogía su ciclo de poemas publicados póstumamente en 1595. A juzgar por la edición de 1616, que añadía las iniciales de W. S., no resulta improbable que se los hubiese dedicado al propio Shakespeare. En sus líneas sobrevuela un irónico afecto, tan inglés, por quien compondría Venus and Adonis (1593) durante el periodo de su arresto y ejecución.

Southwell critica que, abusando de sus facultades, los poetas hayan logrado hacer sinónimos de su profesión los nombres de amante y mentiroso. Aunque ni arte ni invención puedan darle crédito, anima a su primo a compartir la penitencia de haberle empujado a ejercer la buena voluntad de presentar sus escritos. Prueba de su intimidad, le ofrece esas pocas “cancioncillas” con el siguiente ruego: “Add you the tunes, and let them, I pray you, be still a part in all your music”.

En la música de su imaginación Shakespeare debió de conservar grabados aquellos pareados, a menudo no poco rígidos. De ser el Bardo el destinatario, Southwell sólo le pedía que en ella sus letras conservaran todavía una parte. Entre el mundo de la infancia derruido y el Londres que emergía pujante en aquellos años, la visión del poeta es, por fuerza, jánica: guerra y paz, victoria y fracaso, silencio y olvido, rotos por signos misteriosos trazados más allá de la escritura. Es imposible reconstruir aquel mundo. Como Southwell proclama en un poema angustiosamente esperanzado, la vida no es sino pérdida: aquello que tocamos se desvanece al contacto de la memoria.

Un ejemplo de la arqueología recusante que, presionando "inconscientemente", ha atenazado los espíritus más selectos de la Inglaterra del siglo XX es el breve movimiento de Benjamin Britten “The little babe”, incluido en A Ceremony of Carols (1942). Regresando en plena Guerra Mundial en barco por el Atlántico, el músico británico acude a la segunda parte del poema que cierra el ciclo Sant Peter’s Complaints de Southwell: “New Heaven, New War”. La ansiedad escatológica de Britten interroga directamente el triunfo de aquel niño, que en su pesebre ha encarnado el nuevo cielo, sobre el poder irrefutable de Satanás. Como un deseo imposible de acallar, la esperanza desborda las sombras de la derrota.

                    “Alma mía, únete a Cristo en la lucha;
                     entra en las tiendas que ha plantado;
                     en su cuna hallarás el más seguro cobijo;
                     este pequeño bebé tu guarda será.
                     Si desbaratas a tus enemigos con alegría,
                     no te apartes de este celestial chico”.





San Roberto Southwell, muéstranos la música celeste de la poesía.


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