martes, 9 de diciembre de 2014

Star Wars, la escatología filial.



El Juicio Final,
Tabla Central (1467-1471),
Hans Memling 

Hace unos meses mis cuatro hijos vieron el Episodio V de La guerra de las galaxias. Estaban pendientes de que se la pusiese desde hacía tiempo, pues querían entender por qué Buzz Lightyear, nuestro héroe favorito de Toy Story (¡Hasta el infinito, y más allá!), se asomaba desde el montacargas echando la mano hacia Zurg. Mientras el juguete villano se precipitaba al vacío, Buzz gritaba “¡papá!”.
No había contado entonces con la profunda impresión que a los varones les iba a producir la anagnórisis de Darth Vader: “¡Yo soy tu padre!”. Como en un manual de psicoanálisis, a mi hijo mayor le ha producido aún más ansiedad el pase reciente del Episodio III en el colegio.

Si hace treinta años el problema que se planteaba consistía en tener que aceptar que tu padre era un malvado cósmico que carraspeaba de un modo siniestramente irresistible, quizás a principios del siglo XXI lo que resulte turbador es que aquel individuo despiadado, capaz de estrangular a un comandante con un barrido de capa, es un chaval atormentado del que cabe esperar lo mejor y que no hay manera de frenar en su caída al lado oscuro. ¿Es ese mi padre?

La perplejidad de mi hijo me parece, sí, angustiosa. No se trata sólo de que un canalla pueda ser padre de un héroe, ni tan siquiera de que un bueno se haga malo, sino de que entre el bien y el mal pueda producirse una coexistencia íntima. No se trata de maniqueísmo, sino de preguntarse si en lo malo hay un germen de bien que no se ha destruido sino que lo ha generado. O al revés. 

He ahí una de las claves de la pervivencia del marcionismo –y, hoy en día, de leninismos de diseño mediático−. ¿Acaso no debería escandalizar que el Dios del Antiguo Testamento pueda ser el mismo que aquel a quien Jesús llamó Padre? ¿No es lo más razonable pensar que este mundo miserable y corrompido requiere de una limpieza a fondo, una redención que haga borrón y cuenta nueva, empezando por los protagonistas de tanto mal? Podría aceptarse y de hecho se acepta la inversión de los valores: los malos ser buenos y al revés; pero ¿y el principio de no contradicción? Como siempre tan escatológico, me aferro a la caída original: la herida de la libertad es el camino de la gracia. De tan malos como somos, lo único que Dios puede esperar ya de nosotros es el bien.

Habiendo visto de nuevo la saga de Star Wars al completo, me confirma que, como historia, es potentísima –tanto como para que haya lunáticos que hayan afirmado profesar la fe jedi−; como películas, me parecen tirando a malonas, aunque con encanto de serie B (sobre todo, las de mi infancia; ¡ay, la nostalgia!). Mi hijo, que se identifica con Luke Skywalker, me debe de considerar actualmente Anakin Skywalker, por lo que supongo que se estará preguntando razonablemente si, tras mi actitud guerrera con la vida cotidiana, puede esconderse un implacable y poderoso Sith.

Lord Vader me ha dado a menudo la impresión del Ángel Caído, un poco a la manera de aquellos que describe el Libro de Enoch casándose con hijas de hombres y engendrando en ellas gigantes. Pero a medida que se imponía la personalidad del cabronazo del senador Palpatine, Emperador del Mal, un politicastro que envolvía las tinieblas de luz, como el Satán de la saga, Vader me ha ido pareciendo un Mesías menor, entre gnóstico y protestante, simul iustus et peccator, corrompida su naturaleza de raíz a la vez que restaurador del orden de las galaxias.

Star Wars propone, en el fondo, una visión patriarcal de la relación entre bien y mal. El elemento femenino (la madre de Anakin, Amidala, Leia) media en la lucha que sostiene el elemento masculino con el lado oscuro de la Fuerza. No es extraño que los caballeros jedi sean célibes. Anakin no tiene padre y el huérfano Luke anticipa su identidad tras la máscara cortada de Vader.

Al final, el hijo renuncia a matar al padre no porque no quiera ocupar su lugar sino para cortar la espiral de violencia que prolongaría la relación discipular con el Emperador. Su sacrificio no es redentor, porque la esterilidad es la base de su poder. Sólo el padre Vader puede realizar el sacrificio de arrojar al Anticristo al abismo –y condenarse con él para ser salvado in extremis−.

Quiero creer que cuando, antes de morir, Darth Vader pide a su hijo que le quite la máscara para poder mirarlo con sus propios ojos, lo que está deseando es atisbar tras sus facciones el rostro de Padme Amidala. Yoda y Obi Wan Kenobi habrán podido evadirse del tiempo y del espacio, pero el viejo Anakin debe atravesar el pasaje de la muerte, a fin de romper del todo, junto a su hijo, la tentación especular de su imagen.


"En ese punto de juntura de la naturaleza con la cultura que la antropología de nuestros días escruta obstinadamente, sólo el psicoanálisis reconoce ese nudo de servidumbre imaginaria que el amor debe siempre deshacer o volver a cortar de tajo. Para tal obra, el sentimiento altruista es sin promesas para nosotros, que sacamos a la luz la agresividad que subyace a la acción del filántropo, del idealista, del pedagogo, incluso del reformador. En el recurso, que nosotros preservamos, del sujeto al sujeto, el psicoanálisis puede acompañar al paciente hasta el límite extático del «Tú eres eso», donde se le revela la cifra de su destino mortal, pero no está sólo en nuestro poder de practicantes el conducirlo hasta ese momento en que empieza el verdadero viaje" (Jacques Lacan, El estadio del espejo como formador).




Antes de acostarse, le recuerdo a mi hijo que Darth Vader, derrotado, salva a su hijo en el último momento. San Miguel, su santo patrono, ruega por todos nosotros. Suspira aliviado antes de dormirse.


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