Les Casseurs de pierres,
Gustave Courbet (1849)
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Hace
una semana conversaba en tránsito mi heterónimo con Jesús Ares
en un rincón del aeropuerto. Intentaba explicarle, con su impotencia críptica, que
cada uno de nuestros mutuos nombres es la posibilidad que sólo Dios es capaz de grabar con trazo seguro
en el libro de una vida que a tientas protagonizamos, inciertos, tras la
comunión de los santos. No existe para él otra realidad que la escatológica. Ella
marca la diferencia -la herida- de nuestra existencia en cada una de las
preposiciones con que testimonia, explorador, la condición de imagen suya. Al
despedirse de su paciente y cálido amigo, le vino a la memoria una pequeña nota que ha quedado suspendida,
inédita, sin respuesta. Era justo que así fuese. Sus heterónimos no son
imaginarios, sino almas transubstanciadas.
La celebración del centenario de la muerte del escritor francés
Léon Bloy (1846-1917) ha pasado prácticamente inadvertida en España, al margen
de reseñas puntuales. Aunque el autor de El peregrino de lo Absoluto cuenta con una fidelísima y minoritaria legión de
seguidores, la singularidad de su persona y de su obra mantiene intacta, junto
con su capacidad de seducción, su orgullosa y arisca, por no decir explosiva,
independencia -y también, una limitada historia editorial en lengua española-.
Escribir sobre Bloy es una tarea titánica. Corre uno el riesgo de
querer imitar lo más superficial e inimitable de su estilo o, con mala
conciencia, ejercer el papel filisteo de quienes, en su época, fustigados
ferozmente por sus escritos, le admiraban tanto como le detestaban. Bloy, como
el pobre Lázaro, se había propuesto guardar flamígero los secretos espirituales
de una Europa medieval y cristiana en medio de una época positivista y
postrevolucionaria de ricos y descreídos Epulones. ¿Quién puede cumplir, con el
escrúpulo de Bloy, la exigencia de la parábola del tesoro escondido?
A Bloy le habría gustado verse emerger del mundo monástico de los
siglos XI y XII, ajeno a esos balbuceos escolásticos que despreciaba descubrir
entre los eclesiásticos de su época. Quien no admitía otra nostalgia que la del
Paraíso, hubo de aceptar con una humildad que su verbo furibundo parecía desmentir
a cada paso y que, sin embargo, confirmaba más profundamente que “camino por
delante de mis pensamientos exiliados en una gran columna de Silencio”.
Su modelo de exégesis espiritual, forjado por el protagonista de
la novela El desesperado en la Gran
Cartuja, es una de las recusaciones más demoledoras y por ello más ignoradas
del programa modernista. Su
radicalidad poética y teológica entronca con algunas de las preocupaciones
centrales de los análisis fenomenólogicos del siglo XX. Como ha dicho
recientemente Pierre Glaudes en Léon Bloy, la littérature et la Bible (Les Belles Lettres, 2017), “lo real es
para él esencialmente semiótico, puesto que es, en sus estructuras profundas,
un lenguaje: la Palabra divina que hace escritura incluso en el acontecimiento
más ínfimo”. ¿No se perciben acaso la denuncia y hasta la deconstrucción de la
ilusión moderna de una mathesis nominalis que la filosofía francesa contemporánea ha fatigado hasta el
rumor insignificante bajo las categorías de ausencia y de experiencia?
En el reaccionario Bloy podría inducir a confusión el que parezca
no hacerse ninguna concesión al espíritu de su tiempo. Milenarista, se entregó
fervoroso a la memoria de Napoleón y a perseguir la beatificación de Cristóbal Colón. Devoto de la aparición de la Virgen en La Salette, intuyó, en un plano
escatológico, la consumación de una época que sus escasos discípulos tradujeron
en los términos inmanentes y literales de la Gran Guerra, a la luz de En el umbral del Apocalipsis (1916). Que el pensamiento de Bloy sigue
resultando incómodo lo demuestra el pequeño escándalo que suscitó en Francia en 2013 la censura parcial de su opúsculo La salvación por los judíos (1892), en razón de un supuesto antisemitismo
contra el que él se había propuesto arremeter con la redacción de su escrito.
Parecería como si la recepción de la obra de Léon Bloy estuviera condenada
a dar la razón a los tópicos que se han construido a partir de los rasgos más
bizarros de la personalidad y del estilo de su autor, considerado a veces una
especie de Nietzsche católico. A Bloy, tan incómodo, lo que resulta imposible es
catalogarlo de «apologeta».
Su obra esconde una subterránea continuidad con el nervio de la
espiritualidad católica de Francia que remonta a Pascal y a las polémicas sobre
el «amor puro» que atravesaron su siglo XVII. Aun tan ajena al modelo
cervantino, tal vez no sea demasiado atrevido considerar la de Bloy una
santidad «a la francesa». Bloy afirmó en sus deslumbrantes diarios que no había
más que una fatiga: la de la Caída. Y añadía, paulino: “Estoy fatigado de la
fatiga”. Era capaz de ver hasta en el más mínimo detalle una cifra sagrada de
la historia de la salvación.
¿Acaso, simbolista, no era un heredero del malditismo, capaz de denunciar, exasperado y sablista, el
conformismo ejemplar de Paul Bourget como el decadentismo autocondescendiente de
Huysmans? Llevaba el tesoro de su escritura, que era por encima de todo el de
su fe, en las vasijas de barro de unas obras de género tan inclasificables como
(anti)modernas. ¿No son sus Meditaciones de un solitario (1917) las reflexiones espirituales de un guerrero francés
que llora ante las ruinas humeantes de la Catedral de Reims? ¿No es La Sangre del pobre (1909) un breviario
de economía simbólica, irreductible a todo debate tanto con el sensato
«distributismo» de G. K. Chesterton y de H. Belloch como con los delirios antiusureros de Ezra Pound?
En Bloy no se resuelven nunca las antítesis, sino que cuanto mayor
sea la fricción que producen sus términos, tanto más grande es la verdad por la
que hacen duelo. Bloy llegó a definirse así: “Yo rezo, como un ladrón que pide
limosna a la puerta de una granja a la que quiere prender fuego”. La suya es
una furia ética y estética que se sostiene en la precisión y en la elegancia de
una mansedumbre espiritual que refleja -¡y mantiene!- un equilibrio imposible.
Es momento, pues, de leer a Léon Bloy, tan atento a los puntos
ciegos del lenguaje en su Exégesis de los lugares comunes (1900) como lo podría haber estado Karl Kraus. Aunque toda
la grandeza estuviese exiliada al fondo de la Historia, la escritura de Bloy seguiría
sosteniendo desafiante que no se puede encontrar realmente otra fuerza que en la espera del Espíritu Santo.
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Cavalcanti,
y ahora con atrevimiento insensato Bloy¸con apenas el gesto de un diálogo irreductible, desafiante,
consciente de su derrota, hasta en el silencio a que se someten en esas voces que
caracterizan nuestra heteronimia, gritan una verdad inextinguible que no se oye
ni debe oírse. Se alababa hace poco de Cavalcanti el que hubiese comenzado a notarse su clausura. En una Carta a un jesuita
se resistía el autor de Cuatro años de cautiverio en Cochons-sur-le-Marne a claudicar: “Esconder en el corazón que los Orléans son una basura y que la
cobardía de los cristianos disgusta a los demonios, es todo lo que puedo
prometer. Ved a qué generalidades me encontraría reducido, pero usted sabe lo
que puedo hacer incluso en ese género”. Habré bajado los brazos, pero jamás
pondré en almoneda nuestra alma. Me gustaría creer que Léon Bloy, como Guido Cavalcanti, ruega sin
desfallecer por mi fatigada -y anónima- peregrinación poética…
Ruega, no lo dudes, porque tú lo invocas.
ResponderEliminarUn día, Él te dará una piedrecita blanca. Y grabado en ella, un nuevo heterónimo: uno que solo sabrás tú.
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