En el principio, Paul Klee (1916) |
En
enero de 1941 Juan Ramón Jiménez, arrebatado, extático, daba comienzo a Tiempo y Espacio, un díptico poético desigual e inalcanzable bajo la
advocación de Heráclito. En la lucidez alucinada de su recién exilio, Juan Ramón
entregaba su voz a una escritura total, como el sumo sacerdote de una palabra poseída
y dislocada. Se lanzaba a remontar el curso de un origen nuclear, biográfico y
literario, sinfín. En el altar lejano de la perdida Colina de los Chopos ardía imaginaria la celebración de una nueva y antigua teogonía.
Ni
Kant ni Descartes, descartado Ortega, sin los oscuros conjuros del Brujo de la selva negra, bajo la luna y ante el mar de Florida, el poeta de Moguer
-¡Moguer, madre!- emprendía la radical y plena aventura humana de la soledad
esencial: grabar la experiencia de la muerte a fuego, el uno y el mismo que,
según Heráclito, mantendría en logos eterno
y singular este universo.
Casi
treinta años después me asomo, fulgurante, al olvido del olvido de mi
iniciación letraherida. El deslumbramiento que me provocó la lectura de Juan
Ramón Jiménez corrió paralela al descubrimiento de los presocráticos en el
volumen clásico de Kirk, Raven y Schofield que vuelvo a abrir sobre este
escritorio. De hecho, no puedo leer a Juan Ramón sin susurrar dos sentencias:
una, claro, de Heráclito; la otra, de Anaximandro. Pues si aquel cosmos, que no
lo hizo ningún dios ni hombre, siempre fue, es y será fuego eterno, me doy
cuenta ahora de que cada una de los seres que lo componen -como cada una de las
entradas que voy redactando- perecen al ritmo de la conmoción que los engendró
indeterminados “según la necesidad, pues se pagan mutua pena y retribución por
su injusticia según el orden del tiempo”.
De Espacio hablé con calma filosófica en
otro lugar de esta biblioteca. Forma parte de mi memoria raudal de cabo a fin
en su conciencia solar. En cambio, Tiempo,
necesariamente manuscrito, inédito en su inacabamiento, se había escabullido hace
muchos años entre las estanterías nocturnas de la casa paterna. Recordaba vagamente
la impresión que me había causado, propedéutica. De repente, durante el último verano,
curioseando entre segundas filas, emergió ante mi heterónimo en la edición prologada
y anotada de Arturo del Villar en Biblioteca Edaf de Bolsillo. Regresaron no recuerdos sino fragmentos
hibernados -¿momificados?- de su imaginación.
Empiezo
a releer el primer fragmento y descubro con dolor aliviado que todo nace de una
muerte original. Juan Ramón había aniquilado, jupiterino, sarcástico, mi admiración por León Felipe, el «hebreo aullante». Avergonzado, en la culpa en
la que fui concebido, me dejo otra vez mecer, sin concreción, inconsciente,
entre las pausas juanrramonianas del «Fragmento 4»: “Un recuerdo, otro, otro,
con un ritmo lento y constante. No soy más que percepción, entrada, y el mundo
restante invasión, salida en mí. No hay salida de mí ni entrada en lo demás. […]
Vuelvo a pensar en la matriz donde viví nueve meses sin recuerdo. Si el nacer
nos fue una inconciente integración sucesiva, el morir nos será una sucesiva
desintegración inconciente. Faltando la conciencia, ¿qué más da la tumba que la
matriz?”.
Exiliado de otro modo, monástico,
Cavalcanti vislumbra en la tumba la matriz inconsciente de una integrada conciencia
sucesiva. ¿Qué son acaso, si no, los despojos de estas líneas que alojo
virtuales en el espacio de unos trazos dispuestos según la regla de otro tempo? Tal vez, sin duda, la esperanza
de una resurrección. Frente a ese Juan Ramón panrreligioso, a ratos de una
sublime cursilería, siempre irritante, distante en su distinción, me debato a
tientas, derrotado, flanqueando su torre con el alfil en diagonal de una
sintaxis atareada y barroca: “No creo en el dios usual, pero pienso en el dios
absoluto como si existiera, porque creo que debiera existir un dios como yo lo
puedo concebir”. Y yo murmuro, cabizbajo, irredento, para poder ser salvo, con
apenas un gesto que cancele su tentación idoloclástica, que el dios de nuestra intelijencia
y de nuestra sensibilidad debiera ser inconcebible…
No
obstante, bajo los efectos renovados de una maravilla abrumada, reconozco que la
precisión textual juanrramoniana, de una firmeza histérica, capaz de replicar
-de repicar- a escala exacta la topografía de su conciencia, proviene de abandonarse,
musical, a un movimiento sinfónico. Es la inteligencia puntuada de sus
algoritmos pasionales la que arrastra su sensibilidad a la matemática romántica
de Beethoven y de Bruckner bajo la algebraica batuta mozartiana de Toscanini. Explora,
a través de sus recuerdos, los confines de un mundo desatado, implosionado. Depura
y afila el impulso moral y estilístico de Españoles de tres mundos para tantear la fuerza lírica de una Obra que necesita
sobrepasarse en su marcha.
Más
allá de sí misma, Tiempo ahonda en
una intuición decisiva de la escritura de J.R.J.. En la clave temporal de un
simbolismo paradisiaco, remontarse a un origen requiere, como en un bucle invertido,
saltar sobre su futuro: “Yo mezclo siempre en mi lectura constante, lenta y
suficiente, lo moderno y lo antiguo”. Con estas palabras no actualiza -ni
moderniza- los argumentos de la famosa querelle.
Con una chispa de melancolía, se entrega a modelar en la arena de su palabra
los rasgos aquilatados de su concepto de España, tan puro y tan limpio, tan
irreal e irrecuperable: el Romancero y él, Antonio Machado y los poetas árabigoandaluces.
Como
si su época fuera el eón desdoblado -y caído- de una modernidad española
naufragada, apenas el resto a la deriva de Garcilaso, san Juan de la Cruz, fray
Luis de León y Juan Luis Vives, Luis de Góngora y Baltasar Gracián, Bécquer…, Juan Ramón ofrece la crítica
más dolorosa y certera de tantos males políticos y sociales nuestros que se
redoblan, se multiplican y se parodian hasta nuestros días: “Qué aburrida la
literatura española con su ideolojía conceptista de tan poca sustancia y sus
constantes cavernas oratorias”. Su paraíso concebible amanecería, prístino y
deslumbrante, en la armonía cribada de un paisaje absoluto y abierto a la
mirada poética.
“Siempre he sentido cada estación del año en el mismo corazón de la otra. Ahora, enero, estoy sintiendo la primavera, la primavera universal. Como aquí, en esta Florida que vivieron y murieron tantos españoles, son más iguales entre sí las estaciones, es preciso sentirlas más sutil, más hondamente, distinguirlas entre la totalidad confusa de la estación total, del posible paraíso eterno. Aquí se ven todas las estaciones a un tiempo; el árbol seco, el amarillo, el verde, el cobre, el rojo cobijan floren de todas partes y tiempos. Sólo el pájaro, cantor al fin, siente la diferencia y las separa como yo”.
(Juan Ramón Jiménez, Tiempo)
Pienso
si mi intelijencia cantora y náufraga no verá también apagarse en el invierno
universal la memoria de sus lecturas. En instantánea desintegración conciente,
las brasas juanramonianas aventarán dignas sus cenizas.
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