Canto XXI, Paradiso, Disegni per la Divina Commedia, Sandro Botticelli (1480-1495) |
Léon Bloy,
platónico, anotaba en sus Diarios que
“la voluptuosidad infinita, eterna, no será ver a Dios, sino volver a ver a
Dios”. Cavalcanti, paulino, reconoce
que “la creación fue sometida a la frustración, no por su voluntad, sino por
aquel que la sometió” (Rom. 8, 20). Abatido, no vencido, hijo de Adán, observa que entre las
delicias edénicas del Jardín y la ciudad celeste de Jerusalén resplandecerá por
siempre la Cruz de Cristo. La tentación más fuerte que experimenta su escritura
lo está empujando al pináculo milenarista del Templo (y del Tiempo) agónico que
vivimos. De arrojarse, sabe que la misericordia de Dios, entre las lágrimas de
sus ángeles, permitirá que su alma siga rebotando en cada una de las piedras
con la que ha ido chocando. Pisoteada por los dragones y las víboras que anidan
y reptan entre sus ruinas, no dejará de combatir, peregrina absoluta, las
mentiras que las figuras contemporáneas del Anticristo han logrado imponer bajo
el principio de no no contradicción. Tras
ellas, impidiéndole de momento el paso, atisba los muros de su monasterio…
Recibo en paralelo unos correos de José Luis de la Cuesta y de
Ander Mayora. Muestran un entusiasmo amable, incisivo, por los lugares comunes
que, bajo la bandera de Bloy, alanceo cada semana. No he hecho más que empezar
y cada uno por su cuenta me reclama que los recoja en un libro. ¿Puede un autor
ser más afortunado? Al menos, su obra encontrará la hospitalidad de dos lectores.
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A José Luis le explico que el ritmo de la aparición de las
entradas de mi peregrinación absoluta es litúrgico: un día consecutivo de las
semanas sucesivas hacen otra semana
de una creación que abarca las siete horas litúrgicas. Callo que cada ocho días
debo renovar, exhausto, el misterio del Sábado santo: la contemplación del
Sepulcro sellado.
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Sentados en una mesa del Café Gijón, sombra embalsamada de una época
ya espectral, José Luis, con su laconismo máximo y depuradísimo, dilata mínimamente
las pupilas al oírme asegurar que, de convertirse en libro, esas entradas deberán
alcanzar el número del Salterio. De vuelta a casa, me asalta la duda de si no
será un volumen demasiado largo, interminable. Me pregunto, si como el
pecado para Bloy, no será un libro fatigado
de su fatiga.
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Ander me insiste en que desea disfrutar del libro. “¿Será posible?”.
Decidido, contesto que será “descomunal”. Anticipo su necesario fracaso. Mi interlocutor lo entiende perfectamente. Será
indiferente que encuentre, o no, editor.
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Me peleo con mi monacal amigo jesuítico. Tal vez para que no me
desoriente por esta selva fatigada que recorro, intenta atraerme hacia la lectura de los Padres
del Desierto. Él querría que me dedicase directamente a investigar mi poética
del monasterio. Nos encolerizamos (sobre)naturalmente. Mi poética no pasa por ninguna
restauración metafísica que no sea en forma de una “ausencia”. El sentido no
está dado, sino por venir. Tal vez ni siquiera tenga fuerzas para alcanzarlo.
Su exploración habría de dar por resultado una carencia, algo que queda grabado
por lo “indecible”, por aquello que, de su falta al principio, sólo se
vislumbra su sentido al final del camino. A regañadientes, mi amigo ha aceptado que debo
escribir mi peregrinación absoluta. Le he leído unos fragmentos inéditos,
paratextuales, que han logrado vencer su resistencia.
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Corrijo a un joven sacerdote que el orden en que se basa el
catolicismo es justamente el inverso del que él, inconscientemente, enumera como Autoridad, Tradición y Escritura. Por haber sido así en el mundo moderno, la
gramática celeste de la oración, encorsetada por el realismo metafísico de la
especulación, ha acabado arrodillada ante el trono nominalista de la acción. Mi
poética del monasterio quiere rehacer, indirectamente, el camino contrario. Una
ética fundamentada en la metafísica -una fenomenología del ser- debe acabar en un gesto de adoración ante la gloria de Dios.
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Uno de los rasgos centrales de la modernidad es su deseo de volver
a los orígenes, al «Evangelium sine glossa» o a la aurora poética del Ser. Me
confirmo en la intuición de que su comienzo está cifrado en el
siglo XIII. En tensión con la reforma monástica, las órdenes mendicantes abren
el camino de la constitución inmanente y autónoma de la sociedad humana. Una
reflexión sobre el espacio físico y moral del “monasterio” debe tener en cuenta
el doble movimiento que su historia propone: la “huida” del mundo es a la vez reclusión
y liberación. En el monje brilla la figura del mártir: el testimonio de su fe.
Una poética del monasterio no puede regresar sin más a sus orígenes; ha de dar
testimonio de lo negado que contiene en sí, de lo que llega después, de lo que
queda en tierra de nadie: un tejido humano de hospitalidad mutua, de
nomadismo compartido en el cruce de caminos que forma la Tradición. Stilnovista y claravalense, el
monasterio se inscribe en y se escribirá desde el desierto de la ciudad. El
jardín que recrea es escatológico.
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… El diseño de tal monasterio se alza como un plano a contraluz. En el blanco de páginas como la que tienes ante tu escritorio, oh lector, van demarcándose los límites de su territorio. Junto a mi heterónimo, me muevo en su interior tratando de trazar
contigo sus puntos de fuga. La fuerza simbólica de su perspectiva espacial
debe, a cada momento, encarnarse en una fraternidad real. En su clausura
el ritmo familiar se sostiene en el voto perpetuo de la estabilidad. Desnuda su
arquitectura, alcanzaría su imagen más pura cuando quedemos, a semejanza
divina, mi dona tolosana y yo abiertos a la hospitalidad angélica de los monasterios
filiales. Entretanto hospedamos a amigos y
conocidos que entran y salen, suben y bajan, por la escala vivida de nuestra imaginada
conversación. Como en mi Betel, ante el Empíreo cuya visión ya nos deslumbra y todavía no nos enmudece, reproduzco el eco de la voz
de Dante junto a Beatriz: “di color d’oro in che raggio traluce / vid’io uno scaleo eretto in
suso / tanto, che nol seguiva la mia luce” (Par. XXI, 28-30).
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