Melancolia, Giovanni Bellini (1489) |
Es de buen tono entre los anglófilos citar la Anatomía de la melancolía (1ª ed. 1621) de Robert Burton (1577-1640) como uno de esos exquisitos volúmenes que nos
consuelan de la derrota permanente en que parece consistir la vida. Germánico,
Walter Benjamin observaba que, “donde nosotros percibimos una cadena de
acontecimientos, el ángel de la historia ve una catástrofe única que amontona
ruina sobre ruina y la arroja a sus pies”. Empirista como buen inglés, del
vendaval del progreso Burton se protegió con serena dignidad oponiendo a un mundo,
en que las jerarquías del orden cósmico medieval se iban derrumbando, una
escritura férreamente desatada, inacabable, que sigue retrasando -y
prolongando- la espera inevitable. Como sentencia con brevedad estoica Ignacio Peyró, toda la riqueza anatómica de la obra de Burton “sabe que hablar de la
melancolía es hablar -irremediablemente- de los adentros del hombre”.
Dicho lo cual, me sorprende que, entre los remedios
que Burton espiga con una cultura desmesurada, no suela resaltarse que, aun ecléctica,
esta obra brota de una brasa teológica inextinguible. ¿No tiene la descripción
melancólica de Burton su origen, como la primera parte de su propia obra, en la
Caída? ¿Ha de extrañar que su cierre sea un análisis de la melancolía religiosa
cuyo objeto ya no es la afección amorosa sino Dios mismo? ¿Acaso no hay
melancolía más punzante que la ausencia -el olvido- de Dios, se sea creyente o
no? ¿Puede acaso la maravilla del mundo compensar nuestra irremediable finitud?
¿Qué es el suicidio sino la nota a pie de la última página apresurada? Burton
era consciente de lo radicalmente lejos adonde le había llevado su
investigación: “Que hay tal especie distinta de melancolía amorosa nadie lo
había dudado nunca hasta ahora; pero que sea justificable esta subdivisión de la melancolía
religiosa puede ser controvertido”.
En un bucle anacrónico, Cavalcanti pudiera afirmar
que padece melancólico las causas y los síntomas de una manía religiosa. Acabado
el Año de la Misericordia, no puede sino confesar el aburrimiento infernal que
le ha provocado el discurso eclesiástico que parece incapaz de no deshonrar, si
se lo propone, cualquier Nombre digno de reverencia. Con cara candorosa, nuestros
jerarcas “abuelitos”, que no son en absoluto desmemoriados, siguen repitiendo la misma cantinela que desde hace cuarenta años sus hijos mayores hemos tenido que
soportar o de la que, abrumados o irresponsables, hemos tenido que huir. Seamos sinceros.
A pesar de o a causa de algunas cualidades intelectuales, que tampoco les adornaban en exclusiva, nuestros padres posconciliares eran, por lo general, unos vanidosos
prepotentes que necesitaban -y necesitan- la admiración y el reconocimiento
unánimes. No debería sorprender que proclamen que el tiempo es superior al
espacio, pues se repiten sin parar más o menos sinuosamente. Quizás el problema más grave de la Iglesia contemporánea
haya sido su parálisis no para interpretar la Tradición sino para enriquecerla.
Una mayoría minoritaria ha especulado desaforadamente con sus activos y ahora
se le está desplomando la cotización ante su mirada atónita. ¿No habría
resultado más inspirador una creatividad fiel que la barra libre de una
fidelidad creativa?
Juan Pablo II y Benedicto XVI se percataron de que,
sin poesía y sin liturgia, sólo con partidas de cristianos que actuaban, apologéticos, casi
como guerrilleros echados al monte, el edificio de la Tradición no dejaba de estar en
peligro, pues al cargo de ella quedaban al fin sólo los exegetas, que son a la
teología lo que los forenses a la medicina. De tanto demoler la Tradición, como
si saqueando sus cimientos se pudiese construir un nuevo edificio que pudiese
pasar por ser el mismo de siempre, a las nuevas generaciones ya sólo les queda
pasear entre sus ruinas haciéndose selfies
sin captar ya no el sentido «espiritual» que la construía sino ni tan siquiera su sentido
literal. No es que haya prejuicios contra la Iglesia; es que sólo con
prejuicios, en contra o a favor, parece llegar a ser inteligible.
Tomemos la parábola del hijo pródigo en busca de “una
nueva síntesis que nos enriquezca a los dos”, a nuestros padres y a nosotros,
con claridad y sin querer herir. Después de treinta años en que hemos hecho un
recorrido que nos ha llevado a casarnos y a divorciarnos, a tener hijos de
diversas mujeres y hombres, a casarnos entre hombres y entre mujeres, a experimentar
todo tipo de posibilidades reproductivas, ¿de verdad creéis que necesitamos que
nos perdonéis y nos acojáis? Ya está bien que no os lo toméis a mal, pero a la fiesta del
ternero cebado podremos invitar a quienes queramos, ¿verdad? Y los hijos
mayores, secos, inflexibles, avinagrados, ya nos hemos dado cuenta hace tiempo, sin que haga falta que nos lo recordéis, que
para qué entrar a esa fiesta cuando todo lo nuestro nunca ha dejado de ser siempre
vuestro.
Podríais replicar, como siempre, que, como siempre, estamos nerviosos y no nos damos cuenta de vuestras intenciones, sean cuales sean, porque sólo a los curiosos y a los murmuradores les interesaría de verdad descubrirlas. Tal vez tengáis razón. Algunos preferimos no pensar que os habéis vuelto rematadamente idólatras creyendo que, como habríais oído la voz del pueblo, por fin se os tiene que reconocer que nunca habéis dejado de hablar por la boca de Dios...
Podríais replicar, como siempre, que, como siempre, estamos nerviosos y no nos damos cuenta de vuestras intenciones, sean cuales sean, porque sólo a los curiosos y a los murmuradores les interesaría de verdad descubrirlas. Tal vez tengáis razón. Algunos preferimos no pensar que os habéis vuelto rematadamente idólatras creyendo que, como habríais oído la voz del pueblo, por fin se os tiene que reconocer que nunca habéis dejado de hablar por la boca de Dios...
Basta de melancolías desesperadas. Aunque el inglés Burton
proponía como solución la tolerancia religiosa, él mismo incluía como
instrumentos de la melancolía religiosa a los políticos, los sacerdotes, los
impostores, los herejes y los guías ciegos. Comoquiera que la Caída sea abismal, Cavalcanti mantendrá en la memoria la imagen real y poética de aquel Jardín que
sólo podrá ser restaurado más allá de toda (des)esperanza.
“In either hand the hastning Angel caught
Our lingering Parents, and to th’Eastern gate
Led them direct, and down the Cliff as fast
To the subjected Plaine, then disapeer’d.
They looking back, all th’Eastern side beheld
Of Paradise, so late thir happie seat,
Wav’d over by that flaming Brand, the Gate
With dreadful Faces thronge’d and fierie Armes:
Som natural tears they drop’d, but wip’d them soon:
The World was all before them, where to choose
Thir place of rest, and Providence thir guide:
They hand in hand with wandring steps and slow,
Through Eden took thir solitarie way”
(John Milton, Paradise Lost)
Pronto se secarán las lágrimas de Adán y Eva y de la mano, con
paso incierto y lento, emprenderán de nuevo su solitario camino hacia otro Mundo que se extiende, escatológico, ante nosotros.
¡A por la tetralogía!
ResponderEliminarComo Wagner, ¿no? Con la marcha fúnebre de Sigfrido de cierre... Un abrazo navideño
EliminarCuando hablas de los padres posconciliares, ¿te refieres sólo a los españoles o extiendes la nómina a todo el occidente europeo, o incluso más allá?
ResponderEliminarLa expresión es ambigua intencionadamente. Mezcla la idea de "paternidad" generacional y espiritual. Basta verlos en eso del Sínodo de los jóvenes para sumirse en el aburrimiento y la indiferencia más absoluta. En la melancolía, sin vergüenza ni culpa.
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