Profeta Amós, Juan de Borgoña (principios siglo XVI) |
Con mi monacal amigo jesuítico mantengo
conversaciones tasadas sobre qué tipo de actualidad puede tener una vida
comunitaria, de oración y trabajo, en medio de una sociedad acelerada, cuyos
vínculos familiares y laborales se dispersan y se recombinan a la velocidad centrífuga
de una conexión en redes. Hay cada vez más riqueza y, sin embargo, la pobreza
se apodera con constancia aterradora de hasta el último rincón de un mundo
puesto en almoneda. Seguir hablando de redistribución es necesario, pero puede
que ciegue una constatación evidente: no hay hoy más mundo que el que pueda ser
sustraído e, incluso, sustraerse.
El cristianismo, que desde la modernidad se ha
autoidentificado como una religión de respuestas, observa perplejo, y cada vez
más asustado, que las suyas, cuya estabilidad había identificado con
sustancialidad, devienen, por su propia naturaleza, descartables en una época
decididamente in-sustancial, im-placable y des-piadada. El reto de la «nueva
evangelización» fue el último intento de retener un nuevo orden que ha
sancionado la Caída como motor de un progreso transhumano. El ofrecimiento de la
misericordia actual no es sino pedir limosna a la puerta de un banquete
pantagruélico.
Una opción monástica hoy en día no es "la" solución. Es
una interrogación y sobre todo un signo profético, si se admite una palabra que, de tanto usarla,
no deja de chirriar. No se trata de volver a construir
“monasterios” que, retirados del
mundo, crean poder anticipar dentro del mundo alguna señal de un Mundo Nuevo. Este mundo no es nuestra casa. Santificarse y santificar la vida cotidiana
seguirá siendo condición necesaria y suficiente para alcanzar la salvación,
pero no su condición última ni definitiva. Ya
no es posible conservar la esperanza de una consumación escatológica en
esta realidad presente. En el ritmo natural del ora et labora se ha introducido una discontinuidad esencial que
hace más perentorio, paradójicamente, el mandato evangélico de que conviene
orar sin desfallecer.
El cristiano debe estar en vela, en vigilia perpetua
hasta el fin de los tiempos. La liturgia le recuerda constantemente las horas
que faltan para una plenitud que excede toda esperanza. Los primeros cristianos
no vivían conformes con su época, sino que se atenían a ella como a una sombra
a punto de ser disuelta por la luz de una nueva aurora secretamente despuntada.
No trabajaban para perfeccionar el siglo ni para ser reconocidos en él. Se
mantenían fieles, es decir, expectantes, a la Parusía por acontecer que se manifiesta
en la charitas ininterrumpida que
brota del agapé eucarístico.
Un monasterio profético vive, pues, anónimo en medio
del mundo. En silencio medita una palabra que quema y que, pronunciada, no
complace a nadie. Ni es bienhumorada ni amarga. No condesciende descubriendo el
bien en el mal ni se engríe juzgando el mal del bien. Soporta con alegría el
peso de este exilio que, en medio de tantas soledades, ofrece sin buscarlo el
consuelo de la hospitalidad. Extranjero, viudo, huérfano, es un monasterio tras
cuyos muros reposan quienes han hecho de su centro una llamada afuera. Su
misión es una aventura íntima que recomienza en el trabajo de cada día. Sus
miembros, unidos por lazos de fraternidad, comprenden que no hay más estabilidad
que la que concede la pura gracia. Su objetivo no es quedar fijado, sino, anclado
en su testimonio, desposeerse de todo bien que no conduzca a la eternidad
bienaventurada.
Sin rehuir el mundo, no se conforma con él. Por ello,
no lo abandona a su suerte. En pie, en medio de él, brilla desapercibido.
Resistiendo oculto y despreciado la caída en apariencia sin fin de la historia, intenta
cumplir los trabajos de la Escritura, como el último de los miembros dolientes
-y transfigurados- de otra Creación
que ya transita y cuyo reinado refleja
en el cristal empañado de su existencia cotidiana.
“Entonces Amasías, sacerdote de Betel, envió un mensaje a Jeroboán: «Amós está conspirando contra ti en medio de Israel. El país no puede ya soportar sus palabras. Esto es lo que dice Amós: Jeroboán morirá a espada, e Israel será deportado de su tierra». Y Amasías dijo a Amós: «Vidente, vete, huye al territorio de Judá. Allí podrás ganarte el pan, y allí profetizarás. Pero en Betel no vuelvas a profetizar, porque es el santuario del rey y la casa del reino». Pero Amós respondió a Amasías: «Yo no soy profeta ni hijo de profeta. Yo era un pastor y un cultivador de sicomoros. Pero el Señor me arrancó de mi rebaño y me dijo: «Ve, profetiza a mi pueblo Israel». Pues bien, escucha la palabra de Señor. Tú me dices: «No profetices sobre Israel y no vaticines contra la casa de Isaac». Por eso, dice el Señor:
«Tu mujer deberá prostituirse en la ciudad,
Tus hijos y tus hijas caerán por la espada,
Tu tierra será repartida a cordel,
Tú morirás en un país impuro
E Israel será deportado de su tierra»”.
(Am. 7, 10-17)
Sin duda y sin melancolía, contemplo otra vez el futuro asirio
a las puertas de Betel.
Aquí, sin dudarlo, planto otro qué bien.
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