Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
Quiere ofrecer reflexiones, opiniones y lecturas a personas atentas a la vida del espíritu y de la cultura.

martes, 1 de noviembre de 2016

Amós, bajo el sicomoro.



Profeta Amós,
Juan de Borgoña
(principios siglo XVI)

Con mi monacal amigo jesuítico mantengo conversaciones tasadas sobre qué tipo de actualidad puede tener una vida comunitaria, de oración y trabajo, en medio de una sociedad acelerada, cuyos vínculos familiares y laborales se dispersan y se recombinan a la velocidad centrífuga de una conexión en redes. Hay cada vez más riqueza y, sin embargo, la pobreza se apodera con constancia aterradora de hasta el último rincón de un mundo puesto en almoneda. Seguir hablando de redistribución es necesario, pero puede que ciegue una constatación evidente: no hay hoy más mundo que el que pueda ser sustraído e, incluso, sustraerse.

El cristianismo, que desde la modernidad se ha autoidentificado como una religión de respuestas, observa perplejo, y cada vez más asustado, que las suyas, cuya estabilidad había identificado con sustancialidad, devienen, por su propia naturaleza, descartables en una época decididamente in-sustancial, im-placable y des-piadada. El reto de la «nueva evangelización» fue el último intento de retener un nuevo orden que ha sancionado la Caída como motor de un progreso transhumano. El ofrecimiento de la misericordia actual no es sino pedir limosna a la puerta de un banquete pantagruélico.

Una opción monástica hoy en día no es "la" solución. Es una interrogación y sobre todo un signo profético, si se admite una palabra que, de tanto usarla, no deja de chirriar. No se trata de volver a construir “monasterios” que, retirados del mundo, crean poder anticipar dentro del mundo alguna señal de un Mundo Nuevo. Este mundo no es nuestra casa. Santificarse y santificar la vida cotidiana seguirá siendo condición necesaria y suficiente para alcanzar la salvación, pero no su condición última ni definitiva. Ya no es posible conservar la esperanza de una consumación escatológica en esta realidad presente. En el ritmo natural del ora et labora se ha introducido una discontinuidad esencial que hace más perentorio, paradójicamente, el mandato evangélico de que conviene orar sin desfallecer.

El cristiano debe estar en vela, en vigilia perpetua hasta el fin de los tiempos. La liturgia le recuerda constantemente las horas que faltan para una plenitud que excede toda esperanza. Los primeros cristianos no vivían conformes con su época, sino que se atenían a ella como a una sombra a punto de ser disuelta por la luz de una nueva aurora secretamente despuntada. No trabajaban para perfeccionar el siglo ni para ser reconocidos en él. Se mantenían fieles, es decir, expectantes, a la Parusía por acontecer que se manifiesta en la charitas ininterrumpida que brota del agapé eucarístico.

Un monasterio profético vive, pues, anónimo en medio del mundo. En silencio medita una palabra que quema y que, pronunciada, no complace a nadie. Ni es bienhumorada ni amarga. No condesciende descubriendo el bien en el mal ni se engríe juzgando el mal del bien. Soporta con alegría el peso de este exilio que, en medio de tantas soledades, ofrece sin buscarlo el consuelo de la hospitalidad. Extranjero, viudo, huérfano, es un monasterio tras cuyos muros reposan quienes han hecho de su centro una llamada afuera. Su misión es una aventura íntima que recomienza en el trabajo de cada día. Sus miembros, unidos por lazos de fraternidad, comprenden que no hay más estabilidad que la que concede la pura gracia. Su objetivo no es quedar fijado, sino, anclado en su testimonio, desposeerse de todo bien que no conduzca a la eternidad bienaventurada.

Sin rehuir el mundo, no se conforma con él. Por ello, no lo abandona a su suerte. En pie, en medio de él, brilla desapercibido. Resistiendo oculto y despreciado la caída en apariencia sin fin de la historia, intenta cumplir los trabajos de la Escritura, como el último de los miembros dolientes -y transfigurados- de otra Creación que ya transita y cuyo reinado refleja en el cristal empañado de su existencia cotidiana.

Entonces Amasías, sacerdote de Betel, envió un mensaje a Jeroboán: «Amós está conspirando contra ti en medio de Israel. El país no puede ya soportar sus palabras. Esto es lo que dice Amós: Jeroboán morirá a espada, e Israel será deportado de su tierra». Y Amasías dijo a Amós: «Vidente, vete, huye al territorio de Judá. Allí podrás ganarte el pan, y allí profetizarás. Pero en Betel no vuelvas a profetizar, porque es el santuario del rey y la casa del reino». Pero Amós respondió a Amasías: «Yo no soy profeta ni hijo de profeta. Yo era un pastor y un cultivador de sicomoros. Pero el Señor me arrancó de mi rebaño y me dijo: «Ve, profetiza a mi pueblo Israel». Pues bien, escucha la palabra de Señor. Tú me dices: «No profetices sobre Israel y no vaticines contra la casa de Isaac». Por eso, dice el Señor: 
«Tu mujer deberá prostituirse en la ciudad,
Tus hijos y tus hijas caerán por la espada,
Tu tierra será repartida a cordel,
Tú morirás en un país impuro
E Israel será deportado de su tierra»”. 
(Am. 7, 10-17)


Sin duda y sin melancolía, contemplo otra vez el futuro asirio a las puertas de Betel.


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