Bodegón del cardo, Juan Sánchez Cotán (S. XVII) |
Comienzo con una confesión que debiera avergonzarme.
No había leído ninguna obra de José Jiménez Lozano (1930) antes de encontrarme
entre las manos con su última entrega de diarios Impresiones Provinciales (Salamanca, 2015), donde recoge anotaciones entre 2010 y 2014. Dado que el autor se ha definido en alguna
ocasión como un “escritor secreto” o “privado”, pese a contar con numerosos y
prestigiosos premios como el Cervantes
(2002), me aventuro por estas páginas como un lector novel
que debe orientarse casi a pelo, sin mapa.
Dos cuestiones me han proporcionado intimidad con estas páginas. La primera tiene que ver con la comunicación que, casi de pasada, se entabla entre el pascalismo jansenista, explícito ya en el título con su sabor a retirada del mundo, y el silencio monástico, de espacios infinitos. En una entrada de 2012 Jiménez Lozano se para a reflexionar sobre la concisión literaria de Port Royal entrenada en la indiferencia y la renuncia al yo. Tras la sobriedad de Pascal se observa la norma de san Bernardo que liquidó la belleza románica “consiguiendo todo lo contrario: una mayor hermosura con los menores elementos: la columna siendo simplemente columna y la palabra siendo simplemente la palabra exacta. Ni un añadido vano y reluciente”.
Hacia el final del libro, Jiménez Lozano anota una
anécdota espléndida -y, por ello, hoy incomprensible- entre André Malraux y Charles de Gaulle. Mientras recorrían juntos el parque en el retiro de Colombey, el
héroe de Francia comentaba a su interlocutor: “Todo esto estuvo poblado hasta
el siglo V. Ahora ya no se ve una sola aldea hasta el horizonte. La celda de
San Bernardo abierta hacia la nieve de los siglos y la soledad. Creo que esto
es ya el fin”. Y el autor, escondido en su pueblo, glosa así estas palabras
como en antítesis: “Quizás es, efectivamente, el fin para casi todo, y el único
movimiento notable que parece detectarse es el abandono del campo, las ciudades
de viviendas verticales y el alegre nihilismo; y la celda de San Bernardo
abierta a su inmensa planicie”. Creo que, en medio del ruido apocalíptico de las ciudades, la celda de san Bernardo es el único movimiento
real al fin de todo: la aventura interior de una planicie trascendida.
El segundo aspecto que me gustaría destacar es, en
cambio, formal. Se ha resaltado que los cuadernos de Jiménez Lozano no están
fechados. Discrepo. Que no haya fechas cronológicas no impide otro tipo de
datación, que es el de las estaciones de su escritura. En el campo, ¿se necesita un reloj para saber la hora?; ¿un
calendario acaso para tachar los días y los meses? Reflexiones literarias,
políticas, históricas y sociales se suceden con una demorada atención, como si
el paisaje de la cultura se fuese sucediendo sobre el horizonte, difuso y
persistente, de una realidad secretamente transfigurada. ¿Cómo fechar este
tiempo que adensa, en la mirada, un mundo conocido siempre a punto de ser
explorado de nuevo?: “yo no diría que se trate de lugares geográficos físicos,
que elijamos, sino que nos resultan naturales en una geografía idealizada y
personal, ya construida en la literatura y que se nos entrega, pero siempre por
lo menos reconstruida, si no totalmente construida por nosotros mismos”.
Ya digo que noto una
corriente de aire subterránea que liga mi lectura de las impresiones
provinciales de Jiménez Lozano con la geografía idealizada del monasterio que sigo
alzando en este blog. Me estremece pensar que la identidad no pueda ser sino atribuida
a una persona jurídica que niega el físico de su personalidad imaginaria: “se
trata de un darwinismo cultural: todo el mundo de la cultura, de la religión,
del gran arte no resiste la asfixia del ambiente de la modernidad y pasa a la
clandestinidad o queda liquidado”. Los cartujos no firman. Claravalense, me
inclino a conversar al anochecer de este tiempo y de esta cultura que
lamentamos y seguimos amando.
“Lo que se llamaba en los monasterios la lectio divina, que era una lectura nocturna para acabar el día, tenía una especial razón, que era la de limar las excrecencias, ungir las llagas o rozaduras del diario vivir, y cepillar un poco, desde luego, el polvo de la mundanidad de cada día, y asomar a quienes leían y a través del libro leído al mundo del orden y la luz espirituales. Pero es que la lectura de un libro hasta hace poco tiempo y todavía para verdaderos lectores y tratándose de ciertos libros, también tenía y tiene un mismo sentido: el de recomponernos de algún modo por dentro, asomarnos a la belleza y la misericordia, a la alegría, a la inteligencia y a la admiración de nuestra frágil condición humana”.
(José Jiménez Lozano, Impresiones provinciales)
En las vísperas invernales del verano me
consuelan estas meditaciones provinciales.
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