Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
Quiere ofrecer reflexiones, opiniones y lecturas a personas atentas a la vida del espíritu y de la cultura.

martes, 15 de diciembre de 2015

De profundis (I). Teología güelfa.



Alegoría de la Vanidad,
Pieter Boel (1663)


Embarcado en una trilogía, mi heterónimo, ¿ambicioso?, se empeña en construir una alegoría de la vanidad con nuestro nuevo volumen Teología güelfa. Los símbolos del poder permanecen arrojados, pero su uso, más que multiplicar sus significados, los ha aventado, como arena fina, por el desierto teológico de este mundo. Me temo que su aventura güelfa, entre Aviñón y la Bastilla, no sólo debe de parecer incomprensible sino que debe resultar menospreciable. Como un dibujo a carboncillo, arqueológico, tal vez se intuyan en ella los rasgos -eternos- de un hombre de dolores, por cuyos trabajos no renunciamos a volver a ver la luz y saciarnos de conocimiento. A la fe desnuda de la Editorial Vitela  en este libro se debe el milagro de su publicación.


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Hace un año, por estas fechas, presentaba XXI Güelfos, un pequeño libro que recogía un fermento de inquietudes literarias, pedagógicas y religiosas que se condensaba en un viaje dantesco a la inversa: del Paraíso de la cultura al infierno de la esclavitud tecnopedagógica actual. Aquella experiencia intelectual y humana, intensa por lo minoritaria, me ha hecho consciente de que aquel volumen inicial no podía quedar aislado sino que, a tientas, constituía la obertura de un proyecto más amplio que había de formularse bajo la forma de una “trilogía güelfa”. El núcleo de esa conciencia estética era y es, sin duda, teológica. Por ello, su segundo volumen –en cierto modo, el eje de esta trilogía−, que ahora ve la luz, siempre con el sello de la Editorial Vitela, lleva justamente el título de Teología güelfa.

Este proyecto filosófico, literario y ensayístico gira alrededor de un tema en el que la Iglesia Católica se juega gran parte de su futuro evangelizador e incluso su propia misión de transmisora y testigo de civilización. El tema no puede reducirse simplemente a las categorías de diálogo entre fe y cultura, como si fuesen dos polos dialécticos de un mismo proceso. La identidad y la proyección de las humanidades en una sociedad occidental cada vez más consecuentemente atea no puede proponerse ingenuamente limitarse a repetir la tarea de permear una visión del mundo que ha decidido conscientemente extirparlas de su interior.

En cierto sentido, mi Teología güelfa, antes de que lleguen las Memorias de un güelfo desterrado, intenta dar respuesta a qué se pudiera entender por güelfo hoy en día. ¿Qué es ser güelfo? Parece que de entrada pertenecer a un partido derrotado y disperso. Un güelfo resiste y recusa el estado de cosas que la tradición denominaba “mundo”. No pacta y, sin embargo, es fiel a la naturaleza. Aunque bajo el peso de la caída, como comprobamos a diario, está ya atravesada misteriosamente por los efectos de la Redención. 

El güelfo no está anclado en el pasado ni, melancólicamente, contempla el futuro bajo las ruinas de la tradición. No cantará La Marsellesa ni pondrá la tricolor en su balcón, pero cantará a una con sus compatriotas, fundidos con ellos, "Agnus Dei, dona nobis pacem". El presente es de un modo intenso su fuga raudal de cabo a fin, al que se ve abocado por aquellas lúcidas palabras de Henri de Lubac en Meditaciones sobre la Iglesia: "La Iglesia asiste a la perpetua derrota del bien, pero no por ello se desanima ni se entrega a la utopía".

En esta fuga el güelfo explora los ecos y las sombras de un sentido que parece evaporado y que sigue apuntando, cierto y seguro, a una trascendencia, a un afuera que no puede ser sometido ni dominado por los principados y las rabiosas potestades de este mundo. Al Imperio opone las certezas humildes de la oración, de la soledad y del silencio que no cesan de alzarse en las voces de los que, sin poseer sino un conato de libertad fraterna, siguen atentos a la parusía, a la manifestación de una auctoritas que excede toda potestas. El presente es el staccato que exige toda crítica de la modernidad.

De entre los pasajes bíblicos que forman la urdimbre de este volumen, desearía destacar dos que reflejan la conciencia desolada pero no desesperada de un libro que desea radicalmente entablar un diálogo con sus lectores porque, como un reflejo, se dirige en primer lugar al Lector de Su obra entera. Desde lo hondo grita porque su alma espera en su “otra” palabra (Sal 130). El mal, el sufrimiento, la fealdad de la existencia sólo cobran sentido lanzadas en fuga raudal hacia la eternidad, en la respuesta precisa y concisa al movimiento kenótico de la derrota, en el éxtasis de la muerte al mundo: “El ángel del Señor volvió por segunda vez, lo tocó y de nuevo dijo: «Levántate y come, pues el camino que te queda es muy largo»” (1 Re 19, 7).

El desierto no simboliza el rechazo del mundo sino que representa, de un modo incisivo, aceptar el cara a cara con él. El monasterio urbano, que aparece escondido tras estos capítulos, intuye que la ciudad es el desierto actual donde, entre ruidos ensordecedores que distraen y apartan al hombre de su destino eterno, se apuesta entera su salvación, es decir, su transfiguración. Tengo la certeza de que el arte tiene encomendada anticiparla. No es que el arte moderno haya olvidado o abandonado su misión sino que ha apostatado de ella. Una vez consumada su caída, no hay otra búsqueda que no sea explorar la topografía de su exilio: la teología de un güelfo...

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Leo estas líneas con precaución. El esfuerzo por evitar la apologética las aproxima a una predicación vencida bajo la forma de un discurso irónicamente rizomático. Su centro es un punto de fuga que la nostalgia de la autoridad pretende marcar, heterogénea y espiral, en la circunferencia imaginaria trazada por la propia escritura del libro. Cavalcanti, sin embargo, comprende el desplazamiento que convierte la ciudad en el desierto de la poesía. Un discurso sobre Dios no puede sino partir de una abstención y de un silencio abismal, instantáneos, que pongan en jaque las incertidumbres de nuestra época. Más que escandir un verso, el ritmo de la frase descifra -no sana, no encona- la herida que falta de la presencia. En ella se refugia...



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