L'Angélus, Jean-François Millet (1859-1860) |
En este blog no abundan las referencias musicales. De tan
evidente el intenso diálogo que cada entrada entabla con el lienzo que la
encabeza ha oscurecido la función central, callada, que la música cumple en la
formación de su poética. No por esporádicas, sin embargo, sus motivos han intentado
dejar de marcar –aéreamente− el ritmo litúrgico de su reflexión.
¿Es imposible pensar el tránsito de lo visible a lo
invisible sin el intervalo del silencio? La “celestial eterna esfera” de fray Luis de León, donde “resplandece / clarísima luz pura, / que jamás anochece”, no
se alcanza sino con un vuelo que, imaginario, atraviesa los sordos rumores de
este mundo. Sólo desasida del estrépito ciego que la mantiene enredada abajo,
el alma puede navegar “por un mar de dulzura y finalmente / en él ansí se anega, / que ningún accidente / estraño y peregrino oye y siente”. El eco de las estrellas acaso guarda en su métrica los
secretos oceánicos del espíritu.
Es por ello una observación trivial por indiscutible, como
hace notar George Steiner, que el lenguaje de la música no admite paráfrasis.
En ella cada significante es significado y su sentido es indisociable de cada
ejecución. En esta transparencia su comprensión se vuelve completamente
enigmática.
Aunque sea una obviedad repetirlo, la única respuesta seria
a la Pasión según San Mateo de Bach
pasaría por dirigir el Réquiem de
Mozart o por cantar el Officium defunctorum de Cristóbal de Morales. Fuera de estas posibilidades,
cualquier reacción crítica, más que inadecuada, es irrelevante en sus exactos
términos.
Con la palabra Tolstoy quiso combatir la inmoralidad que
experimentaba ante la lectura de King Lear. Acertada o no, era una crítica impecable en el código que compartía
con Shakespeare. Nietzsche, que quiso convertir su escritura filosófica en una danza báquica, se vio obligado a expresar su resentimiento contra Parsifaal prefiriendo a Carmen. En una época de rápido y deteriorado consumo intelectual Woody Allen sólo ha sido capaz de articular una ocurrencia, muy
celebrada por su insignificancia musical,
ante el efecto de la ópera wagneriana...
Como ningún otro arte, la música pone en evidencia la
radical incompetencia –la extrema impotencia-
de su público. Ante la ejecución de una pieza musical la audiencia, sobrecogida
o indiferente, debería atender el fluido de su idea, de la cual la melodía no
es sino un apoyo indispensable e insuficiente. Esta actitud introspectiva no
implica necesariamente ningún tipo de subjetivismo. Cabe estar atento a la
forma de la música en su dilatación temporal, imposible de ser fijada en ningún
punto. Mediante la revelación de sus principios compositivos, la inteligencia podría
seguir –¿a tientas?− cómo los efectos de su armonía permiten modelar el espacio
que exploran, y que contribuyen a medir, sus disonancias.
Como autodidacto en un pueblo como el español, cuya
formación musical debiera de ser inimaginable entre los bárbaros, seguramente
me equivoco de cabo a rabo en mis juicios. Aunque fuera un hilo musical de buen
tono, debo a mi padre que se empeñara en enseñarme de
niño, durante interminables mañanas de domingos, a diferenciar entre una sonata de Schumann y otra de
Schubert, un concierto de Haydn y otro de Händel, o a amar las danzas
populares en las versiones de Brahms o de Dvorak.
De joven, por reacción a
aquellas sesiones, me abandoné a la música polifónica. Primero me abalancé sobre
la magnífica española de Tomás Luis de Victoria y de Francisco Guerrero y
después me embebí de la inglesa de Richard Fayrfax y de Thomas Thallis. Ahora
empieza a fascinarme, por mi incompetencia
matemática, la virtuosa concepción musical de Johannes Ockenghem. Supongo que,
si sigo remontando, llegaré al canto gregoriano y al bizantino…
Mientras acabo, traigo a la memoria una composición contemporánea
cuya audición constante me obliga a repensar, de manera impotente e irrelevante,
el sentido del memento mori. No me
refiero a la impresionante Tabula rasa (1977)
de Arvo Pärt, sino al desconsolador cuarteto de cuerda nº 11 (1965) de Dmitri Shostakovich. Nada queda en él de culto ni de liturgia. En esta elegía laica
por Vassily Shirinsky, violinista del conjunto Beethoven, cuya muerte inspiró
su composición, Shostakovich indaga los perfiles que delinean la fugacidad de
la vida.
Un áspero y árido diálogo entre los violines y el violonchelo,
bajo el contrapunto fúnebre de la viola, se entrecruzan y se repelen en la
búsqueda de una bóveda que, por más esfuerzos, no devuelve ningún eco que no sea sombra de las sombras. La punzante y desgarrada
ironía de motivos musicales de la tradición rusa, en el quinto movimiento, ahonda
la herida de un tiempo que, al estallar en indignada huida, se ve abocada a una
resignación metafísica. Deslizándose entre los instrumentos, la finitud de sus notas se contrae en un dolor de aceptación. Ante la amenaza oscura e indeterminada del Destino sólo
cabe oponer el gélido Do que se prolonga, tenso y digno, hasta el umbral –que atraviesa−
del silencio.
“Pero vamos más adelante. La salud es un bien que consiste en proporción y en armonía de cosas diferentes, y es como una música concertada que hacen entre sí los humores del cuerpo, y lo mismo es el oficio que Cristo hace, que es otra causa por que se llama Iesús. Porque no solamente, según la divinidad, es la armonía y la proporción de todas las cosas, mas también según la humanidad es la música y la buena correspondencia de todas las partes del mundo […]. Porque es la paz de todo lo diferente, y el nudo que ata en sí lo visible con lo que no se ve, y lo que concierta en nosotros la razón y el sentido, y es la melodía acordada y dulce sobre toda manera, a cuyo santo sonido todo lo turbado se aquieta y compone. Y así es Iesús con verdad”.
(Fray Luis de León, De los nombres de Cristo)
A lo lejos, las campanas del Ángelus repican extáticas el
color de sus sonidos.
Vaya, impresionante lo de Shostakovich. A ver si lo vuelvo a oír y voy entrando en ello.
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