Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
Quiere ofrecer reflexiones, opiniones y lecturas a personas atentas a la vida del espíritu y de la cultura.

martes, 27 de octubre de 2015

El profesor inútil.



Niña ante el espejo,
Pablo Picasso (1932)

En agosto me encontré de pronto hojeando fragmentos de las novelas de Benjamín Jarnés (1888-1949) que leí en un tiempo que no añoro en absoluto. Lo confieso de nuevo: pertenecí a la secta de los «jarnesianos», cuyo culto básico consistía en desconfiar los unos de los otros. Cuando decidí abandonarla, estoy seguro de que mis colegas respiraron aliviados. Sería un deber apuntar esa delicadeza en su haber. El mundo académico es tan canalla que, puesto que en él no hay perdón, el olvido puede resultar un acto de piedad.

Mi pasión fría, gélida, por la aritmética del espíritu resultaba ambivalente a la hora de disfrutar el genio literario de Jarnés. Me permitía desdoblarme, que no exactamente mimetizarme. Arrastrado por un inocente e inútil deseo provocador, me atrevía a defender el trasfondo teológico del concepto de la Gracia en la obra última de Jarnés, lo cual sólo podía escandalizar, silenciosamente, a cierta beatería laica a la que de nada bastaba citar a Friedrich Schiller.

De toda aquel enjambre de teorías que manejaba sólo salvaría mi fascinación por el único género que, entusiasta, Jarnés perseguía por indefinible, por «intermedio»… ¡Qué lejos me quedan ahora todos aquellos debates sobre la «deshumanización», el canon literario, la novela «vanguardista» o «de vanguardia», el fracaso de sus «propuestas» narrativas, la metaficción, la biografía, el mito y la vida, el erotismo…!

Releo las páginas de Jarnés y me vienen a la memoria imágenes de alguien mucho más joven y delgadísimo, sentado por las mañanas de un otoño gris en las mesas de madera de la biblioteca desaparecida de la calle del Duque de Medinaceli tomando notas en unas fichas que desde entonces jamás he abandonado.

Bajo aquellas citas a bolígrafo, encuadradas o precedidas por dos rayas verticales a las que acompañaban equis aleatorias, latía un aprendizaje vital que se me ha grabado a fuego en pequeños aforismos que redescubro alterados –acuñados− en libros como Ejercicios, Rúbricas, Teoría del zumbel, Escenas junto a la muerte o el fundacional El profesor inútil.

Aquel becario, jovial y angustiado, trazaba los signos existenciales de una realidad imaginaria: “He perdido el sentido arquitectural del universo, al perder la clave del gran arco; y, rota ya la cúpula, sólo me resta jugar al ajedrez con las dovelas”. Sí, claro, profesor Jarnés, tu Ebro me impartió la gran lección. Zambullido en aquel inmenso río, más que heracliteo, de Anaximandro, se me iluminó la salida de aquel laberinto autodestructivo de la letra y del amor: “Mi nombre se borrará el primero, porque estaba escrito a lápiz”.

Las tramas jarnesianas son tan aéreas, tan espumosas, tan frágiles que no representan sino sórdidas historias de ligues entre matorrales, ya sea en el foso de Montjuïc (como en Lo rojo y lo azul), ya sea en los lujosos jardines de un balneario (Paula y Paulita). Lo que salva, y convierte en auténtica literatura, esas líneas desesperadas, furiosamente nihilistas, no es una prosa exquisita e irónica, sino una aguda, orgásmica, conciencia de que el zumo vital de la literatura se exprime y se destila en los alambiques de la gramática. La portentosa imaginación de Cervantes ha deslumbrado el lenguaje que la sostiene y que los narradores de los años veinte se esforzaron por radiografiar medularmente.

De pie, el primero por la izquierda,
Benjamín Jarnés (1927)
El arte no imita la realidad, desde luego, ni al revés. En el ángulo ciego que deja la imagen reflejada de ambos espejos, tan stendhalianos, Jarnés inicia el movimiento de fuga en el que consiste su estilo. A contracorriente, es preciso leer su “página”, una y otra vez reutilizada, desplazada, recreada, como el alfil de una arquitectura móvil. Sin ella me atrevería a afirmar que resulta ya ilegible la novedad de la sintaxis de Azorín o la agilidad ramoniana con que aireó la atmósfera de Gabriel Miró.

A Jarnés lo ha ahormado nuestra tradición, entre Max Aub y Juan Goytisolo, como un novelista tímido, encogido, corto de ánimo y, en consecuencia, descartado. Audaz pero inseguro, experimental azorado, no obstante cabría reconocerle como nuestro Nabokov, aunque fuese un momento antes de soltar una carcajada ronca y brutal, autodeprecatoria. Encarna, como digo, el drama de nuestra novela que él mismo explora en sus revisiones cervantinas, inteligentemente fallidas, de Cardenio o de Altisidora.

Juan Ramón Jiménez perfiló, con la sutileza de su sintaxis, el retrato cierto de aquel novelista que, en 1934, refundía y cerraba un ciclo de su magisterio con la segunda edición de El profesor inútil: “Y Benjamín Jarnés, erecto, en medalla su perfil de inquieto caballo claro, nerviosos los ojos de violeta y chispa, los lentes recién inventados ante la viva fantasía, se ríe también y otra vez en azogado ajetreo infantil; risa alerta, exijente, que, como la marcha de los atáxicos calle abajo, no pueden ellos, no la puede nadie contener”. En su letra modeló la sorpresa y la admiración, eróticas, de un mundo recién descubierto, de un mundo lleno de cultura.

Ya tengo de nuevo a mi discípula vestida de su piel, cada vez más sugerente. Pero, en la prisa, me olvidé de todo otro vestido, y es preciso hacer inofensiva tan espléndida desnudez. A las fórmulas ascéticas prefiero las fórmulas cubistas. A Valdés Leal, Picasso, el humorista. Rápidamente, los brazos de Carlota se me truecan en cilindros; los senos en pequeñas pirámides, mejor que en casquetes esféricos de curva peligrosa; los muslos en troncos de cono, invertidos… Traslado al cuerpo de Carlota todo el arsenal de figuras del texto. Todo en ella es ya un conjunto de problemas espaciales. Se baña en el agua más pura. Por su piel ya pueden resbalar las más tiernas esponjas sin temor a empaparse de zumo de sensualidad. Es una pura geometría, lo más cercana posible a una pura estatua”.
(Benjamín Jarnés, El profesor inútil)

De perfil, en penumbra, la fantasía exacta de aquella rota geometría.


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