Niña ante el espejo, Pablo Picasso (1932) |
En agosto me encontré de pronto hojeando fragmentos de las
novelas de Benjamín Jarnés (1888-1949) que leí en un tiempo que no añoro en
absoluto. Lo confieso de nuevo: pertenecí a la secta de los «jarnesianos», cuyo culto básico consistía en desconfiar los unos de los otros. Cuando
decidí abandonarla, estoy seguro de que mis colegas respiraron aliviados. Sería
un deber apuntar esa delicadeza en su haber. El mundo académico es tan canalla
que, puesto que en él no hay perdón, el olvido puede resultar un acto de
piedad.
Mi pasión fría, gélida, por la aritmética del espíritu resultaba
ambivalente a la hora de disfrutar el genio literario de Jarnés. Me permitía
desdoblarme, que no exactamente mimetizarme. Arrastrado por un inocente e
inútil deseo provocador, me atrevía a defender el trasfondo teológico del
concepto de la Gracia en la obra última de Jarnés, lo cual sólo podía
escandalizar, silenciosamente, a cierta beatería laica a la que de nada bastaba
citar a Friedrich Schiller.
De toda aquel enjambre de teorías que manejaba sólo salvaría mi fascinación por el único género que, entusiasta, Jarnés perseguía por
indefinible, por «intermedio»… ¡Qué lejos me quedan ahora todos aquellos
debates sobre la «deshumanización», el canon literario, la novela
«vanguardista» o «de vanguardia», el fracaso de sus «propuestas» narrativas, la
metaficción, la biografía, el mito y la vida, el erotismo…!
Releo las páginas de Jarnés y me vienen a la
memoria imágenes de alguien mucho más joven y delgadísimo, sentado por
las mañanas de un otoño gris en las mesas de madera de la biblioteca
desaparecida de la calle del Duque de Medinaceli tomando notas en unas fichas
que desde entonces jamás he abandonado.
Bajo aquellas citas a bolígrafo, encuadradas o precedidas
por dos rayas verticales a las que acompañaban equis aleatorias, latía un aprendizaje
vital que se me ha grabado a fuego en pequeños aforismos que redescubro
alterados –acuñados− en libros como Ejercicios,
Rúbricas, Teoría del zumbel, Escenas junto a la muerte o el
fundacional El profesor inútil.
Aquel becario, jovial y angustiado, trazaba los signos existenciales de una realidad imaginaria: “He perdido el
sentido arquitectural del universo, al perder la clave del gran arco; y, rota
ya la cúpula, sólo me resta jugar al ajedrez con las dovelas”. Sí, claro, profesor
Jarnés, tu Ebro me impartió la gran lección. Zambullido en aquel inmenso río, más que heracliteo, de
Anaximandro, se me iluminó la salida de aquel laberinto autodestructivo de la letra y
del amor: “Mi nombre se borrará el primero, porque estaba escrito a lápiz”.
Las tramas jarnesianas son tan aéreas, tan espumosas, tan
frágiles que no representan sino sórdidas historias de ligues entre matorrales,
ya sea en el foso de Montjuïc (como en Lo
rojo y lo azul), ya sea en los lujosos jardines de un balneario (Paula y Paulita). Lo que salva, y convierte
en auténtica literatura, esas líneas desesperadas, furiosamente nihilistas, no
es una prosa exquisita e irónica, sino una aguda,
orgásmica, conciencia de que el zumo vital de la literatura se exprime y se
destila en los alambiques de la gramática. La portentosa imaginación de Cervantes ha deslumbrado el lenguaje que la sostiene y que los narradores de los años veinte se esforzaron por radiografiar medularmente.
De pie, el primero por la izquierda, Benjamín Jarnés (1927) |
A Jarnés lo ha ahormado nuestra tradición, entre Max Aub y
Juan Goytisolo, como un novelista tímido,
encogido, corto de ánimo y, en consecuencia, descartado. Audaz pero inseguro,
experimental azorado, no obstante cabría reconocerle como nuestro
Nabokov, aunque fuese un momento antes de soltar una carcajada ronca y brutal, autodeprecatoria. Encarna, como digo, el drama de nuestra novela que él mismo explora en sus revisiones cervantinas, inteligentemente fallidas, de Cardenio o
de Altisidora.
Juan Ramón Jiménez perfiló, con la sutileza de su sintaxis,
el retrato cierto de aquel novelista que, en 1934, refundía y cerraba un ciclo
de su magisterio con la segunda
edición de El profesor inútil: “Y
Benjamín Jarnés, erecto, en medalla su perfil de inquieto caballo claro,
nerviosos los ojos de violeta y chispa, los lentes recién inventados ante la
viva fantasía, se ríe también y otra vez en azogado ajetreo infantil; risa
alerta, exijente, que, como la marcha de los atáxicos calle abajo, no pueden
ellos, no la puede nadie contener”. En su letra modeló la sorpresa y la
admiración, eróticas, de un mundo recién descubierto, de un mundo lleno de
cultura.
“Ya tengo de nuevo a mi discípula vestida de su piel, cada vez más sugerente. Pero, en la prisa, me olvidé de todo otro vestido, y es preciso hacer inofensiva tan espléndida desnudez. A las fórmulas ascéticas prefiero las fórmulas cubistas. A Valdés Leal, Picasso, el humorista. Rápidamente, los brazos de Carlota se me truecan en cilindros; los senos en pequeñas pirámides, mejor que en casquetes esféricos de curva peligrosa; los muslos en troncos de cono, invertidos… Traslado al cuerpo de Carlota todo el arsenal de figuras del texto. Todo en ella es ya un conjunto de problemas espaciales. Se baña en el agua más pura. Por su piel ya pueden resbalar las más tiernas esponjas sin temor a empaparse de zumo de sensualidad. Es una pura geometría, lo más cercana posible a una pura estatua”.
(Benjamín Jarnés, El profesor inútil)
De perfil, en penumbra, la fantasía exacta de aquella rota
geometría.
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